Wednesday, October 17, 2007

La Isla Pepys, una obsesión de Pedro de Angelis



Crónica una isla imposible y de la vida de quien la imaginó: un notable historiógrafo napolitano que trocó por mero oportunismo en suelo americano sus ideales liberales en abyecta sumisión a la autocracia restauradora rosista.


Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti


Nápoles, Ginebra, París, San Petersburgo…el derrotero europeo de un tipo singular
El 29 de junio de 1784 nace en Nápoles, “ese paraíso habitado por diablos”, Pietro de Angelis. Es tanto hijo de una familia de la pequeña nobleza itálica meridional como hijo de su tiempo. Un acontecimiento en particular deja su huella en sus primeros años: la Revolución Francesa. Muy joven de Angelis es un ardiente jacobino que conspira contra el reino borbónico. En 1799 asiste alborozado a la huida de los borbones napolitanos y la consiguiente desaparición del Reino de Nápoles frente al avance arrollador de Napoleón. Adhiere entonces dejando de lado su inicial republicanismo a la nueva monarquía que el corso impone en la Italia Meridional, primero en la figura de su hermano mayor y luego en la de su cuñado, el mariscal Joaquín Murat. De Angelis se enroló en el ejército napoleónico de Nápoles, y llegó a ser Capitán de artillería. Sin embargo, no estaba hecho para este tipo de armas: su sapiencia humanística y su hábil manejo de varios idiomas, lo guiaban por otros caminos. Así pronto pudo ocupar una cátedra en el Colegio Militar, y fue a partir de 1811 maestro particular de italiano de las hijas de Murat y desde 1813 tutor general de todos los hijos del rey.
De Angelis se juega junto a muchos jóvenes liberales apoyando la experiencia muratista que terminó definitivamente con el medioevo napolitano al implementar reformas tan profundas como la abolición del régimen feudal de explotación de la tierra. La caída de Murat en 1815 en el marco del fin de la era napoleónica, determina también el exilio para de Angelis. Tras algunas peripecias en la Alta Italia recala finalmente en Ginebra donde “desensilla hasta que aclare”.
Hacia 1820 se traslada a París. En la capital gala barrunta de periodista, realiza investigaciones históricas y se relaciona con el mundillo diplomático que gira en torno a la Restauración. Tendrá una relación ambivalente con la legación napolitana en la Ciudad Luz, ora colaborando, ora oponiéndose al nuevo rey borbónico de Nápoles, Fernando I. Sus contactos con el conde Orloff, representante del Zar Alejandro ante Francia, le llevan en misión de secretario de embajada hasta la capital del Imperio Ruso. El hecho más importante de su estadía en San Petersburgo es su encuentro con una dama de compañía de origen suizo, Melanie Dayet, con la que contrae matrimonio.
En 1824 está de nuevo en París. Atrás ha quedado su carrera política y diplomática. No obstante, de la frecuentación de aquellos círculos áulicos le quedarán los refinados modales aristocráticos, una esposa suiza de cultura francesa cuya belleza será un ingrediente no menor en su posterior carrera sudamericana, y una afición por los documentos históricos que acumulará con pasión de coleccionista cimentando su fama. Es en ese momento en la Ciudad Luz cuando conoce a un comisionado de una de las nóveles e impredecibles repúblicas sudamericanas: Bernardino Rivadavia. Ambos tienen del otro una gratísima impresión. Año y medio después en razón de esa empatía, Pedro De Angelis en compañía de su esposa abandona definitivamente Europa embarcándose rumbo al Plata con un contrato para crear y dirigir dos periódicos netamente oficialistas del gobierno que ahora preside su “viejo conocido” Rivadavia.

El derrotero del Sur
El arribo a la que sería su patria adoptiva lo impulsará no sólo a la creación de los órganos de comunicación del Estado para lo que fue específicamente contratado, sino que además acometerá la tarea pedagógica de crear colegios y editar manuales de enseñanza. De Angelis es en sentido gransciano un constructor de hegemonía, una figura fundadora del nuevo orden surgido de mayo, al que imagina guiado por principios de libertad republicana. Pero las volátiles condiciones de la coyuntura rioplatense pondrán en jaque sus convicciones compeliéndolo a desarrollar un fuerte realismo en el que su ya probada versatilidad no siempre reconocerá el límite del mero oportunismo. La flagrante contradicción entre sus textos del período rivadaviano sostenedores de un credo liberal moderado, y las posiciones de cerrada defensa de los poderes fácticos más indefendibles que, desde las páginas de La Gaceta Mercantil, sostuvo sin descanso a favor del despotismo rosista –la dictadura era en su opinión una cruel etapa necesaria en el proceso de organización del país–, operaría en menoscabo de su capacidad de apreciación y ensombrecerá el encomio de su labor historiográfica que es indudablemente, lo más meritorio de su larga, polifacética y “provisoria” residencia en estas melancólicas llanuras del Sud.
“Rosas tomó alquilada la erudita pluma de de Angelis, un italiano, para cubrir la desnudez de su literatura de apodos, epítetos, sobrenombres y aclamaciones” escribirá Sarmiento. En efecto, la figura intelectual que compone de Angelis se reviste de patetismo en su apelación al poder, al que reconoce como fuente y garantía de legitimidad de un estilo de enunciación que, en sus melindres, pretende eludir sus furores. En ese patetismo acomodaticio y medroso frente a los cambiantes humores del dictador porteño, de Angelis se asemeja al ficcional Policarpo Patiño, el fiel de ferchos del doctor Francia, ese taciturno alter ego paraguayo de Rosas inmortalizado por la pluma de Augusto Roa Bastos.
Pero en rigor de justicia, el napolitano es mucho más que el pícaro amanuense del dictador guaraní. Que esté también a las serviles órdenes de un dictador no debe ocultarnos el hecho que pese a sus contradicciones y debilidades (como bien señala su biógrafo Guillermo David) este exiliado por convicción y refugiado por conveniencia, fue un compulsivo archivista que supo frecuentar con solvencia tanto las bibliotecas con inquisición de historiógrafo académico, como los despachos con especulación de hagiógrafo político.
Tanto su vocación de coleccionista, que lo llevó a acumular con carácter privado y de manera a veces cuestionable el archivo más completo de su época, como su infatigable tarea de editor y publicista, constituyeron en su actuación como historiógrafo una firme demostración de la potencia innata que conllevan los textos cuando son revividos adecuadamente. Este argentino por adopción realizó mas allá de sus a veces mezquinas intenciones, inmensos aportes a la construcción del soporte físico en que se asentará el imaginario colectivo nacional al cual darán forma definitiva Mitre, López y otros, cuando el ya esté fuera de escena. Razón tenía Sarmiento, que pese a haberlo atacado por su condición de intelectual rastrero y servil a la dictadura y traidor a los ideales que lo habían traído al Plata, reconoce hidalgamente que a Pedro de Angelis “le debe la República lo bastante para perdonarle sus flaquezas”.

Una isla muy particular
Pedro de Angelis era como hijo del siglo en que el mundo dejaba de ser definitivamente ancho y ajeno, un amante de la geografía. Ferviente aficionado a la lectura de libros de viajes, en este punto sin embargo su fino y acomodaticio realismo político cedió de tal forma que llegó a involucrarse obtusamente en los peligrosos límites de la fantasía.
Casi desde su llegada al país se había interesado en el problema de las Malvinas. Un conocimiento personal con Luis Vernet, el comerciante alemán a cargo de la administración de las islas por cuenta de la provincia de Buenos Aires hasta su desalojo por fuerzas navales extrañas a esa provincia, y con Manuel Moreno, quién será el primer diplomático vernáculo que defenderá la posición de la susodicha provincia sobre las susodichas islas en Londres, convertían a de Angelis en un experto en el tema (para la época y el medio). Ya en 1829 había publicado en La Gaceta Mercantil un “Bosquejo histórico sobre las islas Malvinas”. Por todo ello sorprende retrospectivamente como pudo confundir la difusa nominatividad inicial de las mismas con un territorio que solo existió en su imaginación. Veamos las raíces de esta confusión.
Hacia 1684 el marino inglés Ambrosio Cowley publicó un diario de viaje en el que afirmaba que navegando por el Atlántico, a los 47ª de Latitud Sur había avistado "una isla desconocida, deshabitada, a la que dí el nombre de isla Pepys, sobre la cual crecen árboles y posee ríos de agua dulce, como también tiene una gran puerto con capacidad para miles de naves.”
Guillermo Dampier viajaba en la misma expedición. En su diario escribió que “reconocí las islas de Sebald de Weert. Son tres islas rocosas y estériles, sin un árbol, reduciéndose toda la vegetación a matorrales…”
Cowley y Dampier viajaban juntos, evidentemente habían avistado las mismas islas. La versión del último es la más verosímil y alude indudablemente a las Malvinas (entonces llamadas sebaldinas por su descubridor Sebald de Weert). A su vez Cowley no tuvo mejor idea que ilustrar su feraz isla con un mapa que se corresponde exactamente con el perfil de una de las islas….sebaldinas.
A principios del siglo XIX ya nadie tomaba en serio las versiones sobre la probable tangibilidad de la isla Pepys. Bueno, nadie no…en Buenos Aires había un hombre nacido en Nápoles que creía firmemente en su existencia
A tal punto creía en la misma que en 1839 publica “Apuntes históricos sobre la isla Pepys”, donde defiende su posición frente a la unánime incredulidad sosteniendo que
La historia de la geografía suministra varios ejemplos de estas incredulidades. La Pérouse afirmó que no existía la Isla de la Ascensión, y la borró en su mapa; mientras que otro oficial de la marina francesa había estado en ella, y determinado su latitud al sud de la isla de Trinidad. Lo mismo ha sucedido con la Isla Pepys: declarada imaginaria por Byron, Cook, Bougainville, y La Pérouse, fue avistada por un oscuro piloto que volvía de Malvinas a Montevideo en un buque mercante. Su informe, elevado al conocimiento del ministerio español, pasó a consulta de don Jorge Juan, que presidía entonces el Departamento de Marina, y que no trepidó en reconocer y declarar la identidad de la «Isla Catalana» de Puig con la Pepys de Cowley. Para no debilitar la fuerza de sus argumentos nos hemos resuelto, (a pesar de las dificultades que encontramos en hacer uso de nuestros documentos gráficos inéditos), a reunir en un solo mapa tres croquis de esta isla: el 1.º tal cual la vio Cowley; el 2.º, según la dibujó Puig, en su informe, que en copia autorizada conservamos en poder nuestro; y el 3.º, tomado de otro plan, cuya originalidad es lo único que nos es dado garantir, por haber llegado a nuestras manos sin más indicaciones que las que lo acompañan. Por grande que sea el crédito de los que han negado la existencia de la Isla Pepys, no debe sobreponerse al convencimiento que producen las declaraciones explícitas de los que la han visitado (…) Se necesita un gran fondo de incredulidad para declararla imaginaria.
En 1845 insiste con su isla, enviando una comunicación a la “Societé de Geographie” de París. En 1852 traduce al inglés sus “Apuntes…” a los que agrega supuestos mapas de la isla. Uno de ellos, coloreado a mano por De Angelis se encuentra actualmente en el Archivo General de la Nación, con una leyenda manuscrita al pie: El plano de la isla Pepys tomado del comando del bergantín inglés “Hatefort-Packet” cuando arribó a la dicha isla.
La isla Pepys se había convertido en una obsesión que ni siquiera los cambios ocurridos a partir de Caseros, cambios que lo afectaron en grado sumo, pudo borrar De Angelis de su mente.

La mitad de nada
Derrocado Rosas, de Angelis entró en tratativas con Urquiza. Vendió a este buena parte de su colección privada. Sin embargo, falto de apoyo y protección, señalado en su lacayuno rosismo por los emigrados que retornaban al centro de la vida política, no lo quedó al polígrafo napolitano otra alternativa que poner saludable distancia, ausentándose primero al Brasil y luego a la más cercana Montevideo. En la otrora Troya Americana permanece hasta 1856, año en que retorna a Buenos Aires con el salvoconducto de un nombramiento que le otorga un rey borbón absolutista ungiéndolo cónsul general de las Dos Sicilias ante el rebelde estado porteño. Si hacía mucho tiempo que había abandonado sus ideas liberales, este cargo consular desmentía también su autoproclamada criolledad. Pero todos estos acontecimientos, como ya señalamos, no le hacen olvidar su personal ínsula privada.
Así al abandonar la capital oriental en pos de su destino diplomático, le escribe al Ministro de Relaciones Exteriores del Uruguay, Florentino Castellanos, dos cartas decididamente obsesivas sobre el tema. Tal vez los achaques de la vejez estén cobrando su precio. De Angelis tiene ya 72 años. Alguno hasta se aprovecha de esa obsesión abusando de su confianza, tal lo que parece desprenderse de esas cartas. En la primera de estas comunicaciones le dice a Castellanos:
Le agradezco las noticias que Ud. me ha dado sobre el descubrimiento de la isla Pepys, pero mucho me ha extrañado el silencio que ha guardado conmigo el Sr. Duval (¿?) Yo puse en sus manos todo lo que tenía sobre esta isla misteriosa: me entregué a su honradez, y no hice con el lo que había hecho con las autoridades inglesas, a quienes pedí un documento que declarase los títulos que yo tenía y los derechos que me reservaba sobre la isla, si se encontraba. Lo que pedía era la mitad de la propiedad territorial, la mitad de la pesca de anfibios y de huano, si existían, como era probable suponerlo.
El comandante del “Star” no halló la isla, pero me mandó la relación de su viaje con un planito de su navegación que también mostré al Sr. Duval que sacó copia de ellos. Y el Sr. Duval va, viene, no encuentra la isla, y confía a otros lo que debía haberme comunicado porque soy yo el que le ha dado los datos para encontrarla. ¡Hubiese al menos correspondido a mi proceder, mandándome una copia del artículo del “Monitor”, en donde se halla el anuncio de este descubrimiento!...
Unos días después envía al mismo destinatario otra carta machacando monotematicamente sobre “su” isla Pepys, pero en un tono de esperanzada credulidad:
He recibido una carta de Mr. Duval, que me anuncia su proyecto de volver a la isla sin decirme cuando. Tampoco me da una idea clara del viaje del “Bolga” y las circunstancias de su hallazgo. Como estos detalles tienen un muy gran interés para mí, ruego a Ud. se valga de algún comerciante… para hacer venir de París el número del “Monitor” que los contiene, ya que no puede conseguirse en Montevideo. Quisiera además saber si efectivamente el Sr. Duval piensa hacer un segundo viaje.
Su fe en la existencia de la isla Pepys lo ha trastornado. Piensa que de hallarla efectivamente por mano de algún ocasional capitán “Duval”, tiene derecho sobre la misma, aunque se conforma con la mitad de los bienes que esta pueda producir. Con ello volvería la fortuna, que nunca fue muy grande en su extraordinaria existencia europea y americana. La obsesión por la isla implica también el tener un seguro para su vejez. Pese a su cargo diplomático no consigue ninguna ocupación fija y ninguna propuesta le satisface. Está desorientado e intranquilo. El general Tomás Guido, su viejo amigo rosista a la sazón representante de la Confederación Argentina ante el Paraguay, gestiona con éxito que el presidente vitalicio Carlos Antonio López le convoque a hacerse cargo de un diario oficialista en Asunción. De Angelis rechaza la propuesta y solo le pide que le envíe de tierra guaraní “una hamaca de las más comunes que haya, y que no sea de mucho costo”.
Poco a poco se va aislando del trato social, recluyéndose cada vez más en su quinta suburbana. A su amigo Castellanos le confiesa:
Desde que he pisado mi umbral, no hago más que vegetar y dejo pasar los días sin contarlos. Podría decir, como Lamartine: no vivo, me sobrevivo.
Finalmente a los 74 años de edad, el 10 de febrero de 1859 a las diez y cuarto de la mañana, en el lecho postrero de su quinta de San Isidro, Pedro de Angelis encuentra al fin su isla Pepys. Isla que a partir de entonces se convierte como el Nápoles natal del gran archivista, en un paraíso habitado por un diablo.





Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar

Friday, September 07, 2007

La metamorfosis de Francisco Solano López


Crónica de la larga operación histórica que transformó a un individuo nefasto para su pueblo en el prócer paradigmático de la nación.
1970: un minuto de silencio para López ¿que está muerto?

Eran las 11.30 horas del domingo 1 de marzo de 1970 cuando a lo largo y ancho de la geografía guaraní miles de paraguayos detuvieron sus actividades y guardaron un minuto de silencio en homenaje a la memoria de Francisco Solano López, muerto exactamente un siglo atrás. Tras el colectivo y gregario silencio se escuchó por la red de radio y televisión la voz del general Alfredo Stroessner, autoritario presidente del país desde 1954, quien expresó que “[...] acallados los últimos disparos de la guerra que libró la Triple Alianza contra el Paraguay, se amontonó la ignominia, la calumnia y el ultraje contra nuestra Patria, porque fueron los vencedores los que escribieron la historia a su manera pero, en el fondo del alma popular siempre se mantuvo intacta la memoria del Héroe, descubriendo con certero instinto la intención secreta de una confabulación internacional, cuya trama está siendo esclarecida hasta lo más recóndito de un revisionismo histórico [...] el General Bernardino Caballero [...] recogió el legado inmortal del mariscal Francisco Solano López, de quien fue su amigo leal y valiente colaborador [...] y que en la paz tuvo a su cargo la honrosa misión de fundar la gloriosa Asociación Nacional Republicana, [o] Partido Colorado, fuente inmarcesible del nacionalismo paraguayo”.
Este discurso expresaba en el presente de 1970 la utilización del pasado como fuente de legitimación de la ideología del gobernante partido colorado. Una fuente tal vez no tan “inmarcesible” como el coloradismo según el gusto de Stroessner, pero con suficiente eficacia discursiva para poder presentar a su autocrático régimen como continuador de una línea histórica determinada. Un esquema muy sintético de esa operación puede ser enunciado de esta manera: “la guerra de 1864-70 fue el fruto de una conspiración internacional contra el Paraguay cuya consecuencia fue la destrucción de uno de los países más avanzados de América. Los extranjeros vencedores y sus cómplices paraguayos declararon tirano al mariscal Francisco Solano López, pero el revisionismo histórico ha reparado esa injusticia histórica. Algunos ex colaboradores del mariscal López, como el general Bernardino Caballero, recuperaron la tradición patriótica del mariscal. El partido colorado, fundado por Caballero en 1887, es el continuador y defensor en 1970 a través de la figura de Alfredo Stroessner de esa tradición”.
Culminaba así un proceso vindicador de la figura del mariscal López que ciertamente habría sorprendido a la exigua clase dirigente paraguaya sobreviviente a la guerra que en la década de 1870 se apoyaba alternativamente en argentinos y brasileños, tratando de ganar estrechos espacios de actuación al moverse alternativamente a favor y en contra de los contradictorios intereses de los vencedores para que estos no hicieran desaparecer a su patria de la órbita de las naciones independientes de la tierra.
En ese tiempo de angustias nadie ponía en duda en Paraguay que el gran culpable de la desastrosa situación en que se hallaba el país era Francisco Solano López, dictador que con sus manejos discrecionales había arrastrado por apetencia personal a la nación a una guerra imprudente contra vecinos más poderosos.
La derrota había dejado al Paraguay a merced de estos, especialmente de una triunfal y expansiva Argentina que esperaba hacerse con los despojos territoriales del vencido para transformarlos en un apéndice administrativo similar a los espacios que con voraz apetito obtendría a principios de la siguiente década en la Patagonia a consecuencia de medir con eficacia geopolítica la circunstancial debilidad de su contrincante chileno, el que enredado en una guerra contra Bolivia y Perú en el Pacífico, no estaba en condiciones de aceptar el reto de un segundo frente en su oriente trasandino.
Solo una oportuna reacción del gabinete de Río de Janeiro impidió que Buenos Aires terminara convirtiendo a Asunción en subalterna cabecera de uno de sus flamantes territorios nacionales, con idéntico status político al del Chubut o la Tierra del Fuego.
Haber caído entonces tan bajo tras la guerra de 1870 potenció en los paraguayos sobrevivientes, junto al sentimiento de humillación por la derrota, un odio visceral a la figura de Francisco Solano López. Se lo consideraba (junto a su padre Carlos Antonio y a Gaspar Rodríguez de Francia) copartícipe necesario de una tradición de despotismo agresivo que solo había redundado en pobreza y destrucción. Ese odio llegaba a tal punto que al igual que en los países vecinos, se tendía a encontrar en la personalidad y conducta de López las causas de la guerra, dejando para un análisis meramente accesorio el contexto histórico que hizo posible el conflicto.
Como muestra de esta conversación general omnipresente en la menguada élite paraguaya del último tercio del siglo XIX, están los ineluctables testimonios que el fundador del coloradismo, Bernardino Caballero, emitió (pese a la tergiversación interesada de Stroessner) sobre su ex jefe en 1871: “[...] el Paraguay desde la aparición de su primer tirano, José Gaspar de Francia, desapareció del catálogo de las demás naciones, olvidado y perdido por muchos años [...]. Posteriormente [...] el nuevo Nerón americano [López] le arrancó su existencia, su porvenir entero, sacrificando a sus pasiones brutales tantas víctimas ilustres”
En 1873 Caballero vuelve a la carga de manera admonitoria sobre el tríptico de gobernantes despóticos del siglo XIX, reivindicados hasta la exaltación por los colorados del siglo XX: “Sesenta años de encierro, de oscuridad y tiranía deben ser más que suficientes para que las tristes lecciones de esos tiempos no vuelvan jamás a repetirse en los hoy despoblados bosques de nuestra querida patria. [...] Nuestro aislamiento, nuestro encierro, la falta de espíritu público entre nosotros, entregaron los destinos del país a tres tiranos, de los cuales dos [el doctor Francia y el mariscal López] no tienen paralelo en la historia de los siglos”
Había sin dudas en estas definiciones reprobatorias sobre López y lo que este había significado para el Paraguay, una dosis de medroso oportunismo (el territorio guaraní estaba ocupado militarmente por Brasil para evitar el zarpazo final argentino), pero existía también la convicción generalizada de que el país debía superar su tradición de mandones discrecionales de idéntica conducta política a la del biliático dictador porteño Juan Manuel de Rosas, y gobernarse (como lo estaba haciendo la Argentina una vez liberada del yugo rosista) según principios liberales.
La participación de Caballero y de otros ex jerarcas del régimen lopizta en un gobierno de posguerra se sustentó en el hecho de que frente al peligro de anexión total a la Argentina, los brasileños aceptaron la inclusión de aquellos lopiztas que consideraban recuperables; en especial de quienes demostraron capacidad de adaptación a los cambios de poder.
Buena parte de esos dirigentes habían acompañado la demencial aventura del presidente vitalicio casi hasta el fin. Y en el caso de Bernardino Caballero literalmente hasta el fin. En marzo de 1870 al frente de una corta fuerza procuraba en la frontera con el Mato Grosso tomar por asalto a las fazendas para así obtener ganado con el que cual poder alimentar a las famélicas tropas que seguían aún al despótico y ya a esa alturas totalmente desquiciado Francisco Solano López. Una vez capturado, Caballero fue conducido en calidad de prisionero de guerra a Río de Janeiro. Retornó prontamente a su patria en virtud del cálculo político del gabinete imperial que precisaba en Asunción de actores vernáculos dispuestos a contrapesar la influencia de sus compatriotas “argentinistas” que desde el comienzo de la guerra por un error estratégico del gobierno brasileño, se habían agrupado en la Legión Paraguaya prohijada por el presidente argentino Bartolomé Mitre.
A Bernardino Caballero y a los restantes actores de la clase dirigente paraguaya (más allá de que fueran por mero cálculo de pervivencia, probrasileños o proargentinos) al ver el estado calamitoso en que quedó su país tras la derrota, no les quedó dudas sobre quién era el gran culpable.
En la década de 1880, terminada la ocupación brasileña y aventada definitivamente la amenaza de absorción argentina, el partido colorado con su creador en la presidencia de la República, reafirmó la condena de la figura de López. Así el acta de fundación de esta agrupación política en 1887 reza textualmente: “Estamos aquí congregados al cabo de diez y siete años de nuestra regeneración política tan penosamente alcanzada y en la que hubo de abatirse a un despotismo terrible”. Ninguno de los presentes en ese acto inaugural cuestionó que la regeneración hubiera comenzado con la muerte de López; ni el vaticinio de que los tiempos “en que en la República podía disponerse impunemente de la vida y hacienda de sus habitantes han quedado definitivamente atrás y ya nadie será tan falto de vergüenza como para erigirse en defensor de los déspotas del pasado”; ni que los “principios liberales” fueran los del partido colorado.
Esta agrupación al igual que su funcional contrincante, el partido liberal, tenía como máximo enemigo simbólico y discursivo a ese mariscal muerto en los septentrionales deslindes serranos del territorio guaraní.
Sin embargo esta unanimidad reprobatoria de la figura de Francisco Solano López se irá desgajando de a poco en un proceso que hallará origen en intereses económicos antes que en principios ideológicos, siendo estos en todo caso consecuencia de aquellos.

La puta y el mariscal

En 1885 retornó al Paraguay Enrique Solano López, hijo del mariscal y de Elisa Lynch, con el objeto de reclamar las posesiones a las que su madre aducía tener derecho de propiedad.
Enrique Solano llegaba con los debidos poderes y transferencias otorgados por la Lynch en Buenos Aires, luego de que ella desistiera de trasladarse a Asunción, motivada sin dudas en esta decisión por el recuerdo de la hostilidad con la que había sido recibida en la capital paraguaya por las mujeres de la élite local en su anterior retorno una década atrás.
Una aventurera existencia fue la que le cupo en suerte a la irlandesa Elisa Alicia Lynch. Nacida en 1835, adolescente aún su madre la casó con un oficial subalterno del ejército francés, Javier de Quatrefages, junto al cual marchó a Argelia donde mitigó el aburrimiento de una cotidianeidad pasada en el ámbito de los regimientos coloniales con múltiples infidelidades. Finalmente repudiada por el engañado marido, se trasladó a París. En la capital francesa, en la cúspide de su juventud y belleza se convirtió en prostituta de lujo, especializada en el “mercado latinoamericano”. En esos menesteres la conoció en 1854 el primogénito del presidente paraguayo Carlos Antonio López, enviado a Europa por su padre como ministro plenipotenciario facultado para comprar armamentos y establecer acuerdos comerciales. El joven Francisco Solano, dudoso[i] y engreído primogénito del mandatario guaraní, provisto por este de abundantes recursos financieros, aprovechó su estadía parisina para relacionarse con el demi monde de la Ciudad Luz, poblado de mujeres indiferentes al discurso moral corriente, cortesanas refinadas capaces de agradar a los hombres no solo por sus habilidades de alcoba sino también por su trato y conversación. Seguramente todos estos atractivos estaban presentes en Elisa Lynch, por lo menos a los ojos del impetuoso y pedante paraguayo, al punto que este retornó al Paraguay en su compañía.
Ya en tierra guaraní, si bien en un principio guardaron prudentemente las formas, pronto sinceraron una relación que duró tres lustros hasta la muerte de López en marzo de 1870 en Cerro Corá. Allí también finó el hijo mayor de los varios que tuvo la pareja, Juan Francisco Panchito López, un adolescente ungido por su alucinado padre como coronel en jefe del Estado Mayor de su espectral ejército. Panchito murió defendiendo a su madre de los atacantes brasileños que solo cesaron en sus intentos cuando desesperada aquella pronunció la frase salvadora: “-¡Cuidado, soy inglesa!”. Si bien López y Elisa nunca se casaron (posiblemente porque la Lynch hubiera incurrido en bigamia al no estar divorciada legalmente del oficial francés), la irlandesa obtuvo una respetabilidad tal vez forzada, pero respetabilidad al fin. La proletaria irlandesa devenida por fuerza de las circunstancias puta de lujo en el París burgués y cosmopolita del Segundo Imperio, se había transformado convenientemente a tiempo en el módico ambiente provinciano asunceño en la honorable y afrancesada madame Lynch.
La misma madame Lynch, ya rolliza y madura matrona, que en el Buenos Aires de 1885 traspasa dudosas legalidades a su hijo. La considerable fortuna en metálico que oportunamente había hecho retirar del Paraguay en 1869 por medio de la valija diplomática del jefe de la Legación yanqui en Asunción, transfiriéndola a la banca londinense haciendo valer su condición de “ciudadana británica”, la fue dilapidando a lo largo de esa década de 1870 en viajes por Oriente Medio, amantes y un tren de vida fastuoso que se llevaba de bruces con sus desmanejos financieros. El agotamiento de los recursos económicos motivó su fugaz venida a la ciudad del Plata. Luego de delegar en su hijo la defensa de sus intereses retornó a Europa en donde cerrando la parábola de su vida, falleció el año siguiente en París en similar pobreza a la que conoció en su infancia en Irlanda.[ii]

En busca del patrimonio perdido

¿Qué es lo que reclama Enrique Solano López? Simplemente un patrimonio formidable. El mismo se había formado por las transferencias, donaciones y “ventas” que su padre hizo a su madre.
Debemos tener en cuenta un hecho fundamental. Esto es la confusión interesada que los López (Carlos Antonio y su sucesor Francisco Solano) tenían sobre bienes privados y bienes públicos. Como bien señaló un diplomático inglés destacado en Asunción en esos años: “de hecho, el país es una gran estancia de la que actúa como propietario el primer magistrado”. Esa gran estancia tomó una dimensión extraordinaria en 1846, cuando el gobierno se declaró propietario de todos los bosques. Estos eran explotados por una mano de obra servil o directamente esclava, a quien se castigaba con la pena de muerte si abandonaba los obrajes, aún en el caso de que lo hiciera para ponerse a salvo de ataques de tribus hostiles. En 1848 el gobierno confiscó los bienes que las comunidades indígenas habían conservado desde los tiempos coloniales. Asimismo los mayores comerciantes en yerba eran siempre personas allegadas al gobierno. Hasta los apologistas del mariscal López reconocen que no había diferencia entre los bienes del Estado y los bienes de la familia López
Un ejemplo de aquella confusión es justamente el caso de Elisa Lynch. En 1871 ante un tribunal inglés declaró que, en el Paraguay, ella había comprado inmuebles por valor de 20.000 libras esterlinas; que desde el Paraguay había enviado al extranjero 50.000 libras durante la guerra; que en joyas y otros valores tenía unas 10.000 libras más; en total, unas 80.000 libras, una suma considerable para la época, al punto que superaba al presupuesto paraguayo de ese año: 70.000 libras que el empobrecido país vencido no tenía y esperaba cubrir con la llegada de un empréstito inglés. En 1867, cuando la destrucción de la guerra no había alcanzado aún los extremos posteriores, el inventario del mes de agosto mostró que en las arcas fiscales había sólo el equivalente a 10.000 libras.
La exposición de estas cifras nos permite comparar la desproporción entre la riqueza del país y la de Elisa Lynch, cuya fortuna era aún mayor. En un folleto que en esos años da a publicidad -Exposición y protesta-, presenta una lista de 32 inmuebles rurales y urbanos, casi todos comprados durante la guerra por valor de 34.967 libras, y no de 20.000 como había declarado en el tribunal inglés. Su fortuna declarada ascendía a casi 95.000 libras, con la salvedad—ella lo dice—de que los precios de los inmuebles estaban deprimidos a causa de la guerra. Esta es una explicación insuficiente, pues sus inmuebles rurales en el Paraguay cubrían 3.105 leguas cuadradas (5.412.000 hectáreas), y el precio de la legua de campo (antes de la guerra) se estimaba entre 1.800 y 3.100 pesos; tomando el precio más bajo, el valor del inmueble llega a 5.589.000 pesos, o 1.117.800 libras esterlinas. Las 3.105 leguas, sin embargo, se compraron por 90.000 pesos, unos 29 pesos por legua, que no son precio deprimido sino irrisorio. La mencionada lista de 32 inmuebles no incluía otras propiedades suyas: 3.317.500 hectáreas en el actual estado brasileño de Mato Grosso do Sul y más de un millón de hectáreas en la actual provincia argentina de Formosa.
Tan irrisorios eran los valores de venta de tierras del Estado a un particular, que el propio Francisco Solano López -en un desacostumbrado acto de realismo y decoro político- para que estos negociados mantuviesen un mínimo viso de legalidad, hizo firmar las ventas al dócil y decrépito vicepresidente Francisco Sánchez, cuando lo habitual era que homologara tales transacciones la rúbrica presidencial.
El enriquecimiento inmobiliario de madame Lynch solo fue posible entonces, porque el Estado paraguayo se había transformado en un feudo particular de la familia López.
Esta transferencia de tierras públicas no encuentra su razón única en una supuesta preocupación de López por el futuro de su familia. López y Lynch no estaban casados legalmente. De acuerdo a las normativas vigentes (que no era otra que la antigua legislación colonial española), la muerte del dictador no implicaría la sucesión automática de sus bienes a sus hijos. Antes bien, sus ambiciosos hermanos podrían reclamar la herencia. Tal vez allí se encuentre la causa profunda del fusilamiento de Benigno y Venancio López, que el autócrata ordenó en los últimos meses de la guerra, acusándolos de traición y conspiración.
Otra hipótesis no excluyente ni incompatible con la anterior, es la que sostiene el convencimiento que López habría tenido ante la inminencia de la derrota final, de que el Paraguay dejaría de ser un país independiente, dividiéndose su territorio los vencedores. Ya hemos visto que por lo menos en el caso de Argentina esto estuvo a punto de ser así y solo la reacción brasileña impidió que la anexión se concretara. Entonces el acceso a las tierras como propiedad privada de la ciudadana británica Elisa Lynch le permitiría a esta acudir en ayuda del gobierno inglés en el caso de que los países ocupantes cuestionaran la validez de sus títulos. Pese a los temores del dictador, la independencia formal del Paraguay fue respetada. Aún así los descendientes intentaron legalizar el asalto a la propiedad pública que el padre había enajenado a favor de la madre en los tiempos en que aquel manejaba de modo discrecional (y literal) el destino de vidas y haciendas en el atribulado Estado guaraní.

Derrotas judiciales

Pero ese atribulado Estado guaraní surgido de la derrota y azarosamente superviviente a partir de hacer jugar a su favor las contradictorias apetencias de los vencedores, opuso sus endebles instituciones a las pretensiones de Lynch y sus hijos.
En 1885 la Procuración General dictaminó que el pedido de reconocimiento de posesión de las propiedades era “improcedente frente a las leyes y la razón”. Tres años después el Supremo Tribunal de Justicia opinó con fuerza de ley que las ventas de tierras a la “ciudadana británica Lynch” habían sido solo una simulación y un descarado abuso de poder por parte del entonces dictador paraguayo. El Tribunal expedía su dictamen cuando no habían pasado dos décadas del fin de la guerra en el convencimiento de que no habría quien se atreviera a defender la supuesta legitimidad de dichas ventas “como mínimo por respeto a la verdad, si no a las desgracias de un pueblo”.
Estas negativas a los reclamos de Enrique Solano López tenían un respaldo legal basado en tres decretos. Resoluciones todas ellas emitidas por los endebles gobiernos provisorios paraguayos impuestos por los vencedores una vez ocupada Asunción (el primero redactado mientras López aún vivía y seguía combatiendo en el interior) que ponían a este fuera de la ley declarándolo “traidor a la patria y forajido”, embargaban sus bienes y los de su compañera “bastarda e ilegítima”, transfiriéndolos al Estado. El último decreto imponía incluso que Elisa Lynch debía ser sometida a juicio para dar cuenta de su enriquecimiento. Aprobados por la Legislatura, aún por congresistas que habían sido fieles sostenedores del régimen del mariscal López y evidenciaban su acomodamiento a las nuevas circunstancias políticas, lo cierto es que constituían una eficaz contención legal a las pretensiones de los herederos del déspota derrotado.
Ante el complicado panorama que se le presentaba en el Paraguay, Enrique Solano López intentó entonces hacer valer la transferencia que su madre le efectuara en Buenos Aires de los títulos de las tierras que habían quedado bajo jurisdicción argentina y brasileña.
En la Argentina alcanzaban a más de 11.000 km2 situados entre los ríos Bermejo y Pilcomayo. La opinión general en los ámbitos políticos y judiciales fue decididamente hostil a la restitución. Así en el mismo momento del reclamo en 1885 el jurista Estanislao Zeballos opinó que no solo no había legalidad en la posesión de ese territorio por Elisa Lynch sino que por ende era igualmente jurídicamente nulo el acto de transferencia que esta efectuara a favor de su hijo. Comenzaba para este un largo derrotero burocrático adverso a sus intereses que culminaría en 1920 cuando el presidente Hipólito Yrigoyen avaló la decisión judicial de que tales tierras pertenecían al patrimonio público, destinándolas a un proyecto de colonización como parte de un plan general de fomento del entonces Territorio Nacional de Formosa.
En el Brasil el panorama era aún más desalentador. Las tierras reclamadas, unos 33.000 km2, eran explotadas en concesión estatal por la poderosa compañía yerbatera Matte Larangeira. La demanda de restitución alcanzó entidad en 1892 cuando un representante de Enrique Solano López registró en una escribanía de Corumbá la escritura de compraventa labrada en Buenos Aires entre este y su madre. Para este tiempo el hijo del mariscal López había ya establecido algunos contactos en el débil entramado estatal paraguayo. De esa manera se entiende que a fines del siglo XIX los representantes diplomáticos guaraníes destacados en Río de Janeiro abogaran por su causa. Otra de sus estrategias fue la de asociarse con ciudadanos brasileños con el evidente fin de “desnacionalizar” su reclamo. Todo fue en vano. En 1900 la justicia estadual de Mato Grosso juzgó que su demanda era improcedente, fallo que fue ratificado dos años después por el Supremo Tribunal brasileño. En ambos considerandos se sostenía que en ningún momento el demandante había tenido posesión de las tierras en disputa, ya que las mismas siempre habían pertenecido al estado de Mato Grosso. Solo el poder discrecional y autoritario del ex dictador paraguayo posibilitó violentamente la venta o cesión a su concubina de predios situados en territorios ocupados militarmente por su ejército. Por lo tanto tal operación inmobiliaria pactada en esas circunstancias carecía de todo viso de legalidad.
Así a lo largo del tiempo, tanto en Paraguay como en Argentina y Brasil, Enrique Solano López fue sufriendo rudos golpes a sus pretensiones.

En el nombre del padre

Sin embargo tales adversidades no iban a menguar su espíritu ni su pasión puesta en el declarado objetivo de recuperación de un patrimonio perdido. Era un hombre inteligente y joven. Nacido en 1859, los recuerdos que tenía de su todopoderoso progenitor eran vagos y contradictorios. Tal vez las imágenes que quedaron fijadas con mayor nitidez en su memoria infantil fueron las correspondientes a la postrer y desastrosa campaña de la Cordillera. Recordaría su paso por las aldeas convertidas brevemente en “capital provisional de la República”. Un dudoso honor que perdían cuando ese rango era transferido al siguiente rancherío a donde se dirigían en esa huída a ninguna parte de las fuerzas imperiales. Estas cumplieron fácilmente su objetivo de perseguir, hostilizar y destruir ese ejército de espectros en el que él con apenas diez años de edad ostentó el grado de “teniente”, un capricho más nacido de la locura creciente de su padre. Sin dudas estaría nítida la visión de la masacre final a orillas del arroyo Aquidabán donde aquel (y también su hermano mayor Panchito) pasaron en su violento final a ser un perturbador y persistente recuerdo. Como poco antes lo habían sido sus tíos, desaparecidos de sus ojos de niño tras una atroz agonía ordenada por su padre, quién los acusó de traición al igual que a su abuela y sus tías, a las que condenó a la flagelación. Tal vez Enrique Solano se habrá preguntado íntimamente en más de una ocasión si alguien que hace torturar a su propia madre puede ser a su vez un buen padre.
Más allá de sus pensamientos íntimos sobre el particular, decidió que si quería recuperar –aunque sea en parte- el patrimonio familiar perdido, debía comenzar por instituir en la restringida opinión pública paraguaya una imagen favorable de Francisco Solano López. Solo así se podrían revocar los decretos admonitorios de su figura. Conseguido lo cual y con un consecuente ambiente político favorable, podría obtener la devolución de los bienes interdictos.
Así, por una cuestión de intereses meramente económicos y personales, Enrique Solano López dará inicio a una operación histórica elaborada por una corriente intelectual heterogénea en un principio y que irá decantando hasta conformar el llamado “revisionismo lopizta”. Los resultados de esta operación tendrán hondas consecuencias ideológicas no solo en el Paraguay del siglo XX, sino también en determinada comprensión del pasado por parte de millones de latinoamericanos que en las décadas del sesenta y setenta de ese siglo, desde una posición de izquierda progresista y bajo la consigna “Liberación o Dependencia”, harán suyo el discurso revisionista ungiendo a Francisco Solano López como héroe antiimperialista.
Exponemos a continuación los hechos y circunstancias que fueron consolidando esa estrategia vindicatoria.

El dolor paraguayo

“El hogar paraguayo es una ruina que sangra; es un hogar sin padre. La guerra se llevó a los padres y no los ha devuelto aún”. Ese aún corresponde a 1907, año en que Rafael Barrett, un aristócrata hispano británico desavenido con su clase, escribe en un semanario de Asunción la frase que da cabeza a este parágrafo, como parte de un artículo periodístico, el que sumado a muchos otros dará lugar a la constitución de un clásico de la literatura de denuncia social: El dolor paraguayo.
Para entonces casi cuatro décadas han transcurrido desde el fin del conflicto y el “aún” de la frase confirma un ominoso presente. El país al que llega Barrett muestra en apariencia cierto lento resurgimiento, cierta estabilización institucional más allá de las recurrentes convulsiones faccionales. Pero son signos falsos: lejos de haber una recuperación de los recursos humanos y económicos, estos se encuentran cada vez más desestructurados. Las prerrogativas otorgadas al capitalismo extranjero –especialmente argentino y en menor medida inglés y brasileño- hicieron que este, en convivencia con la oligarquía local, terminara adueñándose de las mejores tierras y de casi todos los medios de producción.
A principios del siglo XX Paraguay “es” dos zonas de explotación económica: la del tanino en el Chaco Occidental en manos de capitalistas argentinos asociados a accionistas europeos, cuyo ejemplo paradigmático es el del polifacético empresario Carlos Casado, fundador de colonias agrícolas y constructor de líneas férreas en la provincia argentina de Santa Fe, donde se enriqueció por la especulación inmobiliaria rural y por sus contactos con la élite gobernante local que le permitieron un uso espurio del crédito bancario del que redundó un excedente que a su vez multiplicó en la despiadada explotación de los obrajes madereros guaraníes.
La otra zona la constituye el área de explotación de la yerba mate, situada a lo largo de la ribera oriental del río Paraguay. Un largo recorrido que iba desde su desembocadura en el sur hasta el Mato Grosso. Precisamente en ese estado brasileño se ubicada la todopoderosa “Matte Larangeira”, en tierras que como vimos en la primera parte de este trabajo, eran reivindicadas como propias por la familia López
El obraje maderero y el yerbatero fueron exponentes de una economía basada en el monocultivo y la extracción de materias primas con una estructura feudal de explotación de la mano de obra, en condiciones que llegaban a una apenas encubierta esclavitud. Barrett, periodista con ideales libertarios, intentó concientizar con sus escritos, a sabiendas de los peligros que ello entrañaba. No esperaba justicia de parte de un Estado que había legalizado por decreto tal situación de esclavitud al dictar una legislación laboral que eliminaba la libertad de trabajo y de movimiento para el peón e institucionalizaba la prisión por deudas. Denunció entonces con énfasis ante la opinión pública los modos perversos de esa esclavitud. El mecanismo era simple: el adelanto irrisorio transformado en una deuda colosal que el peón debía saldar con su fuerza de trabajo en el yerbal. Fuerza que se iría minando en las pésimas condiciones laborales a la que se le sometería. Todo esto con la complicidad de jueces y jefes políticos, comprados por las compañías yerbateras que a cambio de un sobresueldo encontraban en la venalidad de estos funcionarios la imprescindible colaboración para conjuran rebeliones o fugas de los campesinos esclavizados.
Todo esto lo denunció Barrett con nombres, cifras, lugares. Veía sin embargo más allá: entendía que esta explotación solo era posible porque el cuerpo del país estaba herido en su organismo básico: el hogar individual, la familia como núcleo social. Y no solo la más humilde. Conjeturaba que la élite se comportaba de manera tan vergonzosamente cómplice de las condiciones que favorecían la explotación de los sectores más humildes, porque también ella había sido víctima de un cataclismo. Especialmente las mujeres, “esas nobles mujeres contagiadas de muda desesperación que López arrastró descalzas en pos de las carretas y que al sobrevivir se entregaron a los machos errantes para repoblar el desolado desierto de la patria”.
El hijo de una de esas mujeres, criticaría acerbamente a Barrett, afirmando que sus artículos antes que mostrar realidades, constituían “exageraciones sombrías de su pesimismo, los desahogos de su melancolía”. Ese hijo no era otro que Juan Emiliano O´Leary, un personaje que como a continuación veremos, fue fundamental en la reformulación de la figura de Francisco Solano López.

El Reivindicador

Nonagenario moría en 1969, plena era de Stroessner, Juan Emiliano O'Leary, periodista, historiador, político, diplomático, poeta y ensayista paraguayo. Nacido en Asunción en 1879, era hijo del segundo matrimonio de Dolores Urdapilleta Caríssimo. El primer marido de su madre fue un juez que el dictador Francisco Solano López remitió a prisión (donde murió), disgustado con alguna de sus decisiones. Dolores a su vez fue acusada de traición, en virtud de lo cual fue condenada al destierro interno, a ser al igual que miles de mujeres, una destinada[iii]. Junto a sus pequeños hijos fue obligada a realizar marchas forzadas en penosas condiciones, acompañando al ejército de López en retirada. En esa marcha los niños murieron de hambre. O´Leary evocaría estos horrores que se llevaron a sus hermanos a los que nunca conoció, escribiendo:
“Para tus verdugos y para los verdugos de nuestra patria –perdóname, madre mía- mi odio es eterno.
Madre, tu martirio es infinito. Día tras día, a cada momento, aparecen ante sus ojos las sombras de sus hijos, mis hermanos, muertos de hambre en la soledad de su peregrinación. Tú los viste morir.
Tú presenciaste aquella agonía indescriptible y, después que murieron, tuviste que dejar sus pequeños cuerpos fríos bajo una capa de tierra y una alfombra de flores.
¡Pobres mis hermanos! Yo también los veo en mis sueños, envueltos en nítidas mortajas, flotando en el espacio como blancos angelitos. Ni siquiera ustedes escaparon de la furia de los tiranos y de los Caínes.
¡Algún día, cuando mi canto sea digno de ustedes, enterraré su memoria en la cristalina sepultura de mis versos!
Tú perdonaste al tirano, que tan brutalmente te maltrató. Yo no lo perdono.
Lo olvido. Y en este día, uno mis lágrimas a las tuyas y con mi alma abrazo a esos pobres mártires, mis hermanitos, muertos de hambre en la soledad del destierro”.
O´Leary era un joven talentoso cuando escribió esta prosa, que a pesar de transitar por las fronteras de la sensiblería y el sentimentalismo, expresaba desde el dolor de su particular drama familiar una clara toma de posición respecto a la figura del mariscal López. Sin embargo pronto olvidó ese compromiso filial con las vicisitudes sufridas por su madre. Tal vez nada resuma mejor ese cambio que este escrito también suyo, en el que muchos años después el “tirano que tan brutalmente te maltrató” y a quien prometió no perdonar, se ha transformado en
“Esa figura (que) es como el nudo de nuestra historia, principio y fin de nuestra epopeya, clave de nuestro pasado, cumbre y cima, aurora y ocaso, resplandor de luz meridiana, [...] encarnación de todas nuestras grandezas morales y símbolo vivo de todos nuestros dolores. [...] Montaña de patriotismo, en sus entrañas brama el fuego de su amor desmesurado a nuestra tierra y en su alta frente pensativa parece que bullen todos los anhelos de nuestra raza [...] Se habla de sus errores y hasta de sus crímenes. Se dice que fue cruel. Su gran error fue no haber vencido. Su crimen, haber amado demasiado a su patria. [...] Los que hurgan en las intimidades de nuestra historia para encontrar motivos de desaliento [...] para empequeñecer o anular los méritos de nuestros grandes hombres, para disminuir ese patrimonio moral que es nuestro único título al respeto y a la admiración del mundo, más que nuestro odio, deben merecer nuestra compasión. [...] úlceras aún no cicatrizadas, abiertas por la guerra, quieren hacernos creer que no somos sino carne putrefacta; idiotez irremediable que quiere confundirnos con su propio cretinismo, aislémosles en el leprocomio de nuestro desprecio, mientras seguimos cantando el himno de nuestras glorias, seguros de que en los días que vendrán han de ser también para nosotros esa reparación que nos debe Dios en los designios de su justicia inmanente”
La exaltación patriótica, el ditirambo laudatorio hasta el paroxismo, muestra el cambio copernicano producido en O´Leary respecto a la evaluación de la figura de López. Este ha cometido solo un crimen: “haber amado demasiado a su patria”. Una interesada amnesia ha borrado en O´Leary los crímenes concretos del dictador. En particular uno que alguna vez le afectó profundamente: la muerte por inanición de sus hermanos mayores, esas criaturas a quienes pese a sus promesas de juventud, hacía tiempo ya que había enterrado en el olvido. Olvido forzosamente necesario para poder convertirse en el intelectual impulsor del nacimiento del revisionismo histórico para “recuperar” la memoria del fallecido dictador, retratándolo como héroe. O'Leary fue tan exitoso en esa tarea de que le apodaron El Reivindicador. Obtuvo entonces un prestigio que lo colocó en un lugar destacado dentro del grupo intelectual al que pertenecía, el llamado novecentismo.

El novecentismo: literatura, política y legitimación social

Hemos visto ya el estado de dependencia feudal y miseria material en que se encontraban las clases populares guaraníes a principios del siglo XX. Para el restringido número de intelectuales guaraníes el panorama era igualmente desolador. Paraguay era paupérrimo, falto de autoestima y carente de héroes paradigmáticos. Había triunfado la ideología liberal, cuyos seguidores despreciaban el pasado despótico y a los antiguos gobernantes. En aquel entonces empezó a sobresalir en la medianía general del acotado ambiente guaraní, una generación de estudiantes universitarios y bachilleres. Era un grupo pequeño y concentrado en Asunción, que anhelaba la construcción de una sociedad mejor, aunque no disponía de un pensamiento capaz de recuperar la autoestima nacional y a la vez encontrar la solución para una realidad miserable. Esos jóvenes buscaban héroes que encarnaran los valores, supuestos o verdaderos, de la nacionalidad paraguaya. La educación liberal no les ofrecía sino la denuncia de los «antihéroes» que gobernaron el país como dictadores hasta 1870. Componían cenáculos naturalmente reducidos, pequeñas islas que destacaban en el mar de analfabetismo en que se hallaba la inmensa mayoría de la población.
Maestro de los novecentistas fue Cecilio Báez, jurista erudito, autor de obras históricas y sociológicas, rector de la flamante Universidad Nacional de Asunción y diplomático. Otros exponentes de ese movimiento fueron: Arsenio López Decoud, autor del monumental Álbum Gráfico de la República del Paraguay, Manuel Domínguez, destacado catedrático, periodista y político; Manuel Gondra, profesor y político; Fulgencio R. Moreno, escritor, político y catedrático; Blas Garay, primer historiador paraguayo que acude a las fuentes de los Archivos de Indias para sus estudios sobre el Paraguay; Ignacio A. Pane, escritor, catedrático y sociólogo; Eloy Fariña Núñez, poeta; y unos pocos extranjeros como nuestro conocido Rafael Barrett, Guido Boggiani, Viriato Díaz Pérez, José Rodríguez Alcalá.
Más allá de estos nombres interesan dos que pertenecen también al grupo de los novecentistas. Son los que corresponden a Enrique Solano López y Juan O´Leary. El hijo del mariscal tras su desafortunado paso por tribunales paraguayos, brasileños y argentinos, tratando de recuperar la fortuna territorial que su padre otorgara en muy dudosas condiciones de legalidad a su madre, cambia de estrategia. O mejor, reformula la misma sumando al reclamo judicial, la construcción de una operación consistente en blanquear la memoria de su padre, con el objetivo de iniciar una campaña para derogar los decretos confiscatorios de 1869. Ese es la primera meta: conseguir un ambiente político y social favorable al rol histórico cumplido por el mariscal López, para obtener en segunda instancia la devolución de las propiedades y bienes interdictos.
Enrique Solano López funda en 1900 el periódico La Patria, desde cuyas páginas inicia su prédica vindicatoria. La misma tomará enjundia cuando se sume a ella en 1902 Juan O´Leary. Este se lanzó con todo el poder de su indiscutible capacidad intelectual a la campaña que daría origen al lopizmo, simplemente por una cuestión económica. Fue en este sentido un empleado generosamente rentado por Enrique Solano López. Y permaneció en esta empresa y le dio nuevo impulso cuando comprendió que aparte de las ventajas materiales, iba obteniendo prestigio y consideración pública.
En un principio el tándem Enrique S. López/Juan E. O´Leary no consiguió muchos adeptos dado que era todavía difícil, en virtud de la proximidad temporal del conflicto, manipular la historia. Una parte de la población, que ha vivido los acontecimientos directamente, tenía su propia visión de la guerra. Y del orden represivo atroz instaurado por el mariscal. Pero O´Leary, lejos de desanimarse, persistió en su cometido, incentivado no por convicciones ideológicas sino por dinero.
En ese sentido no se equivocaba Cecilio Báez, el más importante miembro de los novecentistas, cuando en la década de 1920, mientras crecía en el país la ideología lopizta, expresó que la recuperación favorable de la imagen de Francisco Solano López, era “simplemente una empresa mercantil, de lucro, en cuyo éxito creyeron los hijos de la Lynch adulando a los poderosos”.
Luego del fallecimiento en 1917 de Enrique Solano López [iv]la tarea de construcción del héroe quedó a cargo casi exclusivamente de O´Leary, aunque nuevas corrientes iban aportando lo suyo.
O´Leary fue simplemente un mercenario con una sólida formación cultural que creó a cambio de ventajas económicas, un héroe, en principio hecho a la medida de lo que su empleador pretendía, y luego constantemente reformulado de acuerdo a la evolución coyuntural de la política paraguaya en general y del Partido Colorado en particular, del que O´Leary fue miembro privilegiado y prebendario a lo largo de su dilatada existencia terrenal.

Un héroe “antiliberal” a la medida del nacionalismo autoritario

Poco a poco el machacar constante de O´Leary va dando sus frutos. Hacia la tercera década del siglo XX el lopizmo no es solo una corriente ideológica que avanza rápidamente dentro de ciertos círculos políticos e ideológicos, sino también un valor en alza en la conversación general de la población. Es muy común en esa época que en los establecimientos educacionales algunos alumnos pregunten desafiantes a sus condiscípulos si son lopiztas o no, y en caso de recibir una contestación negativa, desafían a pelear al interrogado. Más allá del rango aparentemente menor de estas anécdotas, las bravuconadas de esos estudiantes expresan un creciente sentimiento patriótico, convenientemente incentivado por el nacionalismo, donde los relatos épicos de la “Guerra Grande” van constituyendo una historiografía idealista del conflicto y de su principal protagonista. Es un relato ambiguo que mezcla la ficcionalización de la historia con la historificación de la ficción.
Hacia 1930 la creciente ideología lopizta no solamente defendía el rol histórico de Francisco Solano López, sino también de los gobernantes autocráticos que le antecedieron: José Gaspar Rodríguez de Francia y Carlos Antonio López. Esa ideología se oponía a los valores defendidos por el partido liberal, el cual se resistía a aceptar los valores tradicionales de la sociedad paraguaya y tenía los ojos puestos en el cosmopolitismo de Buenos Aires. La modernidad de los liberales se oponía al perfil rural del Partido Colorado, cuyo líder principal, el general Bernardino Caballero, había sido hombre de confianza de Francisco Solano López a lo largo de toda la Guerra, en rigor de verdad uno de los pocos oficiales que había salvado su vida de los arranques de demencial paranoia persecutoria del mariscal en las postrimerías del conflicto. Los colorados, olvidando la reconversión del propio Caballero como pieza clave de la política brasileña en la posguerra, se creían nacionalistas y acusaban a los liberales de reflejar valores extranjeros. Para los colorados, los liberales eran “legionarios”, es decir, miembros de la Legión Paraguaya, la pequeña fuerza militar de exiliados paraguayos que habían peleado a las órdenes del liberal argentino Bartolomé Mitre contra el régimen de López.

Una guerra ganada, resignifica una guerra perdida

La reelaboración de la memoria histórica en Paraguay activada por los lopiztas, contribuyó a que esa sociedad comenzara a exhibir un renacimiento del sentimiento nacional. La adhesión que manifestaba un sector mayoritario de la población hacia la recreación nacionalista del pasado centrada en la guerra, fue percibida por el gobierno paraguayo como una herramienta de eficaz operatividad en el contexto de creciente conflictividad con Bolivia por el litigio del Chaco.
Estallada la guerra en 1932 y durante los tres años que esta duró hasta la victoria militar paraguaya de 1935, era habitual en publicaciones dirigidas tanto a los soldados guaraníes como a la población en general, encontrar este tipo de analogías entre Francisco Solano López y los mandos del conflicto chaqueño:
“el Mariscal fue la personificación fascinante de las virtudes excelsas de su raza, como lo son ahora tantos jefes que en el Chaco, con su voluntad irreductible, están encadenando la victoria. En ellos y en su ejército revive el Mariscal, el espíritu de ese profesor de heroísmo que brindó al Universo una emoción de epopeya y le enseñó cómo [...] se muere por la Patria”
La guerra del Chaco significó para el Paraguay la reivindicación de su sentido de nacionalismo y su orgullo y confianza como nación. Esto tuvo su catalizador, en lo interno, en un amplio movimiento político liderado por los héroes militares de la guerra y sustentado en las estructuras partidarias del coloradismo. El 17 de febrero de 1936 esos golpistas derrocaron al presidente Eusebio Ayala (terminando con treinta y dos años de mandato continuo del partido liberal) y lo reemplazaron por el jefe más activo del Ejército, el coronel Rafael Franco.
Los llamados febreristas, triunfantes en su alzamiento oficializaron la reivindicación de la figura del mariscal con la promulgación de un decreto el 1 de marzo de 1936, aniversario de Cerro Corá, por el que se declaró "héroe nacional a Francisco Solano López, inmolado en representación del idealismo paraguayo". En setiembre del mismo año fueron igualmente declarados por decreto, próceres beneméritos José Gaspar Rodríguez de Francia y Carlos Antonio López. La implícita xenofobia del régimen militar encuentra también justificación en la exaltación de la figura del Supremo. El ostracismo que el doctor Francia expresaba en las barreras impuestas a la extranjería de porteños, correntinos y brasileños que intentaban avasallar al Paraguay, encuentra correlato en un nuevo tipo de extranjero: aquel de “ideas foráneas” que pretende subvertir un orden tradicional. En ese marco no es extraño que el principal crítico a la labor política, periodística y cultural desarrollada dos décadas atrás en Paraguay por Rafael Barrett (doblemente extranjero: por su nacionalidad y por su ideología anarquista) fuera Juan O´Leary. El nacionalismo dogmático y estatista de este, se hallaba en armonía con la dictadura de Rafael Franco. El culto que se rendía desde el gobierno febrerista a Francisco Solano López mostraba una concepción de Estado claramente favorable a los regímenes de fuerza, explicitado en el discurso vindicador de la figura del mariscal, donde el rol del ejército era trascendental:
“... no son las instituciones, sino las gestas militares, las que dan cuerpo a la nación. Guiado por un jefe heroico, el ejército encarna naturalmente los intereses del país y es al mismo tiempo el encargado de luchar contra el enemigo interior y exterior”
El lopizmo, movimiento inicialmente nacido para dar cierta legitimidad política al origen de los bienes materiales reclamados por los descendientes del dictador ya por entonces se ha desprendido totalmente de ese supuesto inicial. Despojado entonces de su “pecado original”, se irá consolidando ideológica y políticamente en los años posteriores, dando exitosa batalla en el campo historiográfico.

“Solamente los que andan de a pie no se caen del caballo”

La consulta en un diccionario biográfico nos dará de Juan Natalicio González una acotada información sobre su paso por este mundo: “Político y escritor paraguayo (Villarrica, 1897-México, 1966). Dirigente del Partido Colorado y presidente de la República (1948), fue derrocado por un golpe de estado (1949). Escribió varios estudios históricos y libros de poesía en guaraní y en castellano.”
Estos breves datos no alcanzan a dar cuenta de un hecho fundamental en esta historia: Natalicio González fue quien tomó la posta de Juan O´Leary en la construcción del lopizmo en la década de 1930 y en cierta forma es el que da definitiva estructura a una ideología autoritaria y antiliberal que servirá de sostén a la futura dictadura de Alfredo Stroessner.
En 1935 González escribe El Paraguay Eterno, obra en la que intenta demostrar que el liberalismo era un pensamiento exótico en el país y que existía una sola «esencia nacional», resultante de la tríada «tierra, raza e historia». Para González, militante del Partido Colorado, el liberalismo era una doctrina contraria a la naturaleza de la sociedad paraguaya y tenía por objeto arruinar el país. El Paraguay debía “estrangular el liberalismo”, hacer tabla rasa con el sistema político que, mal que mal, transitaba desde 1870 para volver a un autoritarismo similar al imperante en los gobiernos del Doctor Francia y de ambos López. “La doctrina liberal es el veneno que emponzoña el alma de la patria y le impide tornar a ser la nación grande y fuerte que fundó la civilización en el Río de la Plata.”
El antídoto para la enfermedad del cosmopolitismo liberal era el nacionalismo lopizta.
Curiosamente, esta xenofobia provenía en González de la influencia recibida de pensadores de extrema derecha europeos. Tal el caso del francés Charles Maurras, que le reforzó su antiliberalismo y le aportó el antisemitismo racionalizado intelectualmente. González llegó al extremo de atacar al liberal presidente Eusebio Ayala, quien fuera derrocado por los febreristas, bajo la acusación de “profesar la concepción judaica de la patria”.
Esta manifiesta xenofobia no debe impedirnos reconocer en Natalicio González a un sólido intelectual. Paradójicamente su repulsa a la extranjería no fue un obstáculo para que durante muchos años de residencia en la cosmopolita capital argentina, prestigiara con su inteligencia y erudición la brillante redacción del popularísimo (y amarillista) vespertino porteño Crítica. Allí compartió tertulias memorables con personalidades situadas por derecha e izquierda en las antípodas de su pensamiento, como el liberal Jorge Luis Borges o el comunista Raúl González Tuñón. Cuando tras ejercer por apenas cinco meses la Presidencia del Paraguay, fue defenestrado por una asonada interna, sus antiguos compañeros del diario fundado por Natalio Botana, preocupados por su suerte gestionaron que el presidente argentino Perón exigiera a su flamante y faccioso par paraguayo seguridades para su persona. Poco después una comunicación telefónica llevó a la redacción de Crítica en Buenos Aires la voz de Natalicio González que desde el puerto de Asunción donde iniciaba un exilio que sería definitivo, explicaba las peripecias de su paso por la convulsionada política guaraní y culminaba su exposición con gracejo e ironía al sintetizar las causas de su derrocamiento explicando que “solamente los que andan de a pie no se caen del caballo”.
Natalicio González lejos estuvo de ser, al contrario de su predecesor Juan O´Leary, un acomodaticio o un escriba de una causa por motivos económicos. Si bien es cierto que su presencia en el poder fue efímera, la influencia de González sobre el nacionalismo paraguayo fortaleció en el Partido Colorado tendencias y prácticas favorables al régimen político autoritario y al rechazo a las formas institucionales democráticas. Una praxis que al rechazar recurrentemente las concepciones liberales, fue preparando el terreno tras una década de inestabilidad y módicas guerras faccionales para la llegada de una larga autocracia.
Alfredo Stroessner, dictador colorado entre 1954 y 1989, heredó esa ideología y la adaptó al contexto internacional y regional de la guerra fría, donde su cerril anticomunismo encubrió simples apetencias de poder personal.
La mezcla de nacionalismo y lopizmo se hizo entonces doctrina omnipresente e indiscutible, apoyada por el Estado. Como vimos en la primera parte de este trabajo, el régimen strossnista impulsó una continuidad con el pasado sintetizada en la “línea histórica”: López-Caballero-Stroessner . Al último de esta triada no le interesaba la apología de héroes civiles y de la eficiencia del Estado liberal; antes bien deseaba promover la ideología autoritaria y militarista.
Como señala el historiador Francisco Doratioto, respaldado por las instituciones estatales de un régimen policial, fue que el nacionalismo lopizta se impuso por la propaganda sistemática, por la persecución al pensamiento crítico en la universidad, por la restricción de la libertad de prensa y por la inhibición a la investigación histórica con base metodológica científica. A esto hay que agregar que la corporación de historiadores prohijados por Stroessner llevó a cabo una política de destrucción sistemática de los documentos que la contradecían. A consecuencia de esos actos, hasta casi la década de 1990 la sociedad paraguaya tuvo un conocimiento distorsionado del proceso histórico del país. Había una percepción irreal de sus relaciones internacionales en el pasado así como de su rol en el contexto regional. Se inculcaba la idea de que cabría a caudillos de personalidad fuerte la conducción del Paraguay.
En este contexto no es un hecho menor que en la década de 1960 el ya nonagenario y siempre acomodaticio Juan O’Leary declarara heredero del mariscal López al general Stroessner. Poco después El Reinvidicador bajó a la tumba e inmediatamente Stroessner ordenó levantar un monumento a O’Leary que todavía sigue en pie en la plaza O’Leary de Asunción que aún se llama así. Los constructores de líneas históricas suelen tener estas recompensas, y perduran en la estatuaria y la nomenclatura.

Un líder antiimperialista

Hemos ido avanzando en este trabajo sobre la evolución del lopizmo, desde su original propuesta acotada a dar legitimidad a los dudosos derechos sobre bienes inmobiliarios de los descendientes de Francisco Solano López, hasta el proceso que en las tercera y cuarta décadas del siglo XX transforma a su figura, de dictador y responsable de una guerra desastrosa para su país, en héroe, víctima de la agresión de la Triple Alianza y paradigma del patriotismo paraguayo. En ese estadio, en la segunda mitad del siglo XX la interpretación de la guerra se construirá -de manera predominante en Paraguay pero con notable acogida entre intelectuales de los países vecinos- sobre la base de tres variaciones del enfoque imperialista y de los postulados que ofrecería la influyente Teoría de la Dependencia.
Compartimos lo postulado en una excelente investigación por la historiadora rosarina Liliana Brezzo, en el sentido que en esencia la teoría imperialista sobre el origen de la guerra exhibió durante esos años tres versiones:
La primera establecía que la guerra fue provocada por Gran Bretaña para abrir en el Paraguay un campo de rentables inversiones y un mercado para las exportaciones británicas.
Una segunda teoría se basada en la crisis del algodón de mediados del siglo XIX, que sostenía que la guerra civil en los Estados Unidos había creado tan grave alteración del mercado que los británicos consideraron al Paraguay como un proveedor que compensaría la declinante oferta de los estados confederados enfrentados entonces bélicamente al norte industrial yanqui.
La tercera teoría argumentaba que la incompatibilidad política del gobierno liberal al estilo europeo y el capitalismo estatal al estilo paraguayo habría conducido a Gran Bretaña a financiar una guerra encubierta mediante préstamos a los gobiernos brasileño y argentino.
En la década de 1980-90 esta taxonomía comenzó a ser revisada en Paraguay en el contexto abierto por la recuperación de las libertades. El año 1989 propició una renovación fundamental de la historiografía paraguaya que ahora tenía gracias a los saludables aires pos strossnistas, generalizado acceso a fuentes, a los archivos, a modernas metodologías historiográficas y nuevos campos temáticos. A esa situación específicamente paraguaya se agregó el proceso de integración regional que ha contribuido -sostiene Brezzo- a una entronización de la alteridad y a una reflexión acerca de las posibilidades y condiciones mismas de la mirada desde afuera.
Investigadores paraguayos y de otras nacionalidades al indagar conjuntamente sobre el origen y las causas de la guerra demostraron de manera convincente que cualquiera sea la versión de la explicación imperialista que se aplique, la evidencia disponible hasta el momento presta sorprendentemente poco apoyo empírico a la misma.
Estos trabajos ofrecen, entre otras pruebas, la dimensión diminuta que presentaba el mercado consumidor paraguayo por la falta de poder adquisitivo de la población como para despertar en Gran Bretaña un verdadero interés en su apertura. De haber existido -consideran- una vez removido el obstáculo para su apertura (la dictadura de Francisco Solano López) los británicos habrían invertido grandes sumas, aumentando de manera significativa el comercio. Pero esto no ocurrió: la evidencia presentada descubre que hacia 1880, por ejemplo, el Paraguay ocupaba uno de los últimos puestos en el ranking de inversiones británicas en América Latina.
En cuanto a la teoría de la crisis del algodón hay que comenzar por recordar que la Guerra del Paraguay se inició cuando la lucha norteamericana terminara y que, durante los cuatro años de ese conflicto Gran Bretaña había ubicado otras fuentes alternativas, particularmente en Egipto y en Brasil; por otra parte el algodón constituía un renglón muy pequeño de la exportación paraguaya, incapaz de atender las demandas que los británicos buscaban. Finalmente, la más firme desmentida de este argumento se basa en los propios esfuerzos que Francisco Solano López desplegó entre 1862 y 1865 para encontrar mercados a los productos paraguayos, yerba y especialmente algodón; por lo tanto no puede afirmarse que López habría impedido que el Paraguay exportase tanto algodón como le fuera posible.
¿Por qué tuvieron tanta atracción estas interpretaciones en la segunda mitad del siglo XX? Hay que admitir que culpar a Gran Bretaña por el inicio del conflicto satisfacía en las décadas de 1960 a 1980 a distintos intereses políticos: para algunos se trataba de mostrar la posibilidad de construir en América Latina un modelo de desenvolvimiento económico no dependiente. Modélicamente apuntaban como un precedente el estado paraguayo que fuera regido de manera despótica y autárquica (se aceptaba lo primero en aras de lo segundo) por el doctor Francia y los López. Acabarán, por lo tanto, por negar esa posibilidad en la medida en que presentaran a la potencia central -Gran Bretaña- como omnipotente, capaz de imponer y disponer de los países periféricos, de manera de destruir cualquier tentativa de no-dependencia.
Por su parte, la visión maniqueísta y mistificadora de Francisco Solano López no solo interesaba como al régimen dictatorial de Stroessner. También les convenía a sus enemigos políticos e ideológicos. En esa visión López era expuesto en condición de víctima de una conspiración internacional que prefirió morir a ceder a presiones externas. Por otra parte, estos presupuestos y conclusiones sufrirán una fuerte influencia del contexto histórico en que fueron escritos. Las décadas de 1960-1970 se caracterizarán en América del Sur por gobiernos militares. Una forma de luchar contra el autoritarismo que asolaba el continente era minar sus bases ideológicas. Los regímenes de fuerza estaban encabezados por militares golpistas que hacían -de la boca para afuera- de su liberalismo un credo similar al de su anticomunismo. Y que no tuvieron el menor prurito en echar abajo en sus respectivos países de actuación, la democracia y las instituciones, so pretexto de defenderlas. La Doctrina de la Seguridad Nacional a la que estos pretores adscribían los convertían de modo explícito en monigotes funcionales al imperialismo yanqui.
En ese contexto hacer del imperialismo inglés el responsable máximo y casi excluyente de la Guerra contra el Paraguay dio a ese conflicto un carácter ideológico y permitió que se retratara a Francisco Solano López como héroe antiimperialista. Ese carácter viabilizó la aceptación del nacionalismo lopizta por parte de la intelectualidad latinoamericana de izquierda. Por esta causa el nacionalismo lopizta antiimperialista fue tan exitoso entre los intelectuales al atacar el liberalismo que arropaba en la Guerra Fría a los militares facciosos latinoamericanos.
Al fin y al cabo, Bartolomé Mitre, presidente de Argentina que luchó contra Francisco Solano López y mantuvo una lealtad inconmovible a su aliado brasileño pese a las dificultades casi insolubles surgidas en el frente interno, fue la más destacada figura del liberalismo porteño y el fundador de un diario, La Nación, el cual se asumió como el vocero prestigioso de la burguesía liberal argentina que se benefició con los recurrentes golpes militares ocurridos a partir de 1930. En Brasil, donde los militares ocuparon el poder entre 1964 y 1985, Caxias y Tamandaré, jefes de las fuerzas brasileñas en la guerra, fueron convertidos en próceres modélicos del ejército y de la marina, respectivamente
He ahí, la razón en gran parte, de la acogida vergonzosamente acrítica y el consiguiente éxito en los medios intelectuales de la versión del revisionismo lopizta sobre la Guerra del Paraguay, versión aceptada por atacar el pensamiento liberal, por denunciar la acción imperialista o por criticar el desempeño de los jefes militares aliados. En estas interpretaciones, subyace muy a flor de tierra la construcción de un paralelismo entre la Cuba socialista, aislada del continente americano y hostilizada por Estados Unidos y la presentación de un Paraguay de dictaduras progresistas y víctima de la potencia entonces más poderosa del planeta, Gran Bretaña.
En este comienzo del tercer milenio, junto a la caída de la otrora popular Teoría de la Dependencia y al consiguiente deshielo del mito imperialista sobre el origen de la Guerra del Paraguay, estamos en presencia de investigadores[v] que han contribuido al esclarecimiento de una serie de cuestiones que aparecían inviolables hasta hace poco tiempo.
Pero si hay un descrédito notorio en el mito de Francisco Solano López como líder antiimperialista, persiste en la conversación general de vastos sectores un halo romántico sobre su figura.

La proeza de un matón, sangrienta

Al igual que el hombre del casino provinciano retratado por Antonio Machado en “El pasado Efímero”, varias generaciones de latinoamericanos formados en determinado sentido común histórico por las variopintas corrientes revisionistas que en las décadas del 60 y 70 asolaron las historiografías regionales, solo se animan en relación a hechos del pasado si alguien cuenta la hazaña de un gallardo bandolero, o la proeza de un matón, sangrienta.
Esa sedimentación de valores incorporados a lo largo de décadas explican determinadas persistencias conceptuales y discursivas. Esto nos permite entender el porque el revisionismo histórico que creó la ideología lopizta, pervive y se reproduce en la conversación general de amplias capas de la población. No bastó con la caída del régimen dictatorial de Alfredo Stroessner y el comienzo -por primera vez en su existencia autónoma desde 1811- de una sociedad paraguaya con valores democráticos (con las dificultades y retrocesos naturales a todo proceso de esta índole), para que desapareciera la ideología autoritaria centrada en la figura de Francisco Solano López.
Aún personajes claramente comprometidos con la nueva institucionalidad guaraní que sufrieron la persecución de la dictadura strossnista, hicieron suyo respecto a la visión de esa figura, un discurso similar al del caído autoritarismo colorado.
Así en 1982 Augusto Roa Bastos, uno de los más grandes escritores latinoamericanos, autor de textos esenciales de la literatura contemporánea de habla española como Hijo de Hombre y Yo, el Supremo, afirmó que Paraguay hacia mediados del siglo XIX, había alcanzado “una efectiva independencia y su autonomía económica”. Según Roa Bastos, el país fue arrastrado por la Triple Alianza a la guerra tramada y financiada por la “política de dominación del imperio británico”.
En idéntica sintonía, para Domingo Laíno, presidente del Partido Liberal, todos los males del país comenzaron en 1870 con la muerte del mariscal López. En esto coincide plenamente con el presidente del Partido Comunista, Oscar Creydt, que como informó un periódico asunceño fue uno de los “integrantes del Frente Patriótico Paraguayo (que) rindieron ayer un homenaje al ex presidente y héroe máximo del país, el mariscal Francisco Solano López. [...] Los asistentes valoraron el patriotismo y nacionalismo del Mariscal López y esperan que las generaciones siguientes de paraguayos sean dignos herederos del mandatario. [...] Los integrantes del Frente [son los] partidos Revolucionario Febrerista, Demócrata Cristiano, Comunista Paraguayo, Frente Amplio, Humanista y Convergencia Popular Doctor Francia”.[vi]
La dirigencia política suele no comer vidrio. Este tipo de declaraciones encuentran sin duda favorable acogida en las bases de las distintas agrupaciones firmantes. Y en aquellos sectores no tan minoritarios que aún añoran los “buenos tiempos del alemán (Stroessner)” y defienden la construcción del pasado formulada por ese régimen, con agresiva intemperancia.
Así se entienden las amenazas físicas y verbales que sufriera por parte de indignados lopiztas el escritor Guido Rodríguez Alcalá, autor de una novela que cuestiona no solo al personaje principal que aparece en sus páginas sino a toda la “línea histórica”: López-Caballero-Stroessner construida por el coloradismo en la que ese personaje opera como nexo entre el pasado lejano y el cercano. Caballero, tal el título de su novela publicada en 1986, es el paradigma de una desmitificación irónica muy acorde con las técnicas de la “nueva novela histórica hispanoamericana”. Rodríguez Alcalá acomete una iconoclasta tarea narrativa retratando a Francisco Solano López como un cobarde paranoico obsesionado por hipotéticas conspiraciones; a Bernardino Caballero (fundador del Partido Colorado, y considerado por el revisionismo, el sucesor de López) como un pícaro servil y aprovechado; y a los aliados como unos ineptos más interesados en beneficiarse de la guerra que en ganarla. Así, la contienda que los revisionistas habían convertido casi en un mito fundacional queda desdibujada y degradada. Cosa que no podía ser aceptado por quienes creían firmemente en ese mito. Y que respondían con el ataque a quienes como este escritor, perturbaban la convicción acerca de un pasado que ellos consideraban inmutable e inmodificable.
No es fácil destruir un mito, aunque la lógica de las evidencias, las fuentes y los documentos señalen claramente los pies de barro que lo mantienen erguido. Aún hoy los textos escolares paraguayos siguen proponiendo como modelos a seguir por las nuevas generaciones, a los niños que perecieron en agosto de 1869 en la batalla de Acosta Ñú, permitiendo con su holocausto que el dictador se pusiera a salvo de sus perseguidores. Es habitual que los padres ofrezcan a los adolescentes la lectura de obras sobre el tema. Escritas por lo general por autores populistas, destacan el coraje de esos chicos, pretendiendo avivar la indignación del lector contra los aliados argentinos-brasileños porque estos lucharon contra un enemigo más débil, al que exterminaron pese a su corta edad. Sin negar la creciente brutalidad en la etapa final de la guerra de las fuerzas brasileñas (en especial luego de retirarse del comando de las mismas el marques de Caxias y ser reemplazado por un yerno del emperador, el conde D’Eu), y de los argentinos que al mando del general Emilio Mitre se habían convertido casi en una asociación ilícita que secuestraba menores para pedir rescate, hay en ese razonamiento una indudable inversión de pruebas. Hasta la Decembrada -esa serie de combates que a fines de 1868 abrió el camino para que Asunción fuera ocupada por los aliados-, López podía esgrimir la necesidad de impedir el avance del enemigo con la esperanza de llegar a algún final favorable (o al menos una salida decorosa) para el Paraguay, incluyendo una intervención de países neutrales o el cansancio de guerra que empezaba a afectar el frente interno de Argentina y en menor medida de Brasil. Pero luego de la batalla de Lomas Valentinas quedó claro que la guerra estaba definitivamente perdida. No había ya ninguna justificación militar para que el autócrata paraguayo pusiera a luchar a niños casi desarmados contra soldados profesionales. Sin embargo eso fue lo que hizo. Y en su creciente y demencial criminalidad llegó al voluntarismo de intentar cambiar las leyes de la biología: por un decreto del 14 de febrero de 1869 declaró adultos a los varones de doce años. Esta conducta indefendible del dictador que llevó al innecesario sacrificio de miles de jóvenes víctimas, sigue siendo meritada por una parte considerable de la opinión pública paraguaya como admirable, demostrativa de la voluntad de resistencia de Francisco Solano López, quien era acompañado “voluntariamente” por todo el pueblo guaraní en su obstinación, al punto que las madres habrían entregado sus hijos inflamadas de fe patriótica y estos habrían acudido con entusiasmo a la inmolación.
No solo los paraguayos idealizan a los actores del pasado alimentando un espejismo que transforma al victimario en víctima. Los latinoamericanos en general y los argentinos en particular, suelen ser afectos a construir héroes románticos, con virtudes inventadas o convertidas subjetivamente en tales desde el defecto inicial. A ese héroe todo se le acepta, aún aquello que se reprueba en el resto de los mortales.
Un ejemplo de esta proclividad la encontramos aún en vida de Francisco Solano López. En julio de 1868, tras la toma de Humaitá por los aliados y el consiguiente dominio del río Paraguay por parte de la poderosa escuadra brasileña, López ordenó que cientos de sus hombres intentaran, en canoas y con armas blancas, tomar por asalto los acorazados blindados imperiales. La operación terminó en lógico desastre para los soldados paraguayos que fueron ametrallados desde las cubiertas de los navíos brasileños.
Ante la irracionalidad militar de ese ataque y la sangría de vidas unilaterales que el mismo supuso, el presidente Bartolomé Mitre escribió lo siguiente:
“Si nosotros, argentinos, hubiéramos cometido tal absurdo, se hubiera dicho que sacrificábamos la sangre de nuestros soldados o que éramos unos burros, y que nuestros soldados eran como bueyes que se dejaban llevar al matadero. Pero como lo hicieron los paraguayos, siguiendo órdenes de López, los argentinos no tienen palabras para demostrar admiración por el heroísmo de los paraguayos y por la energía de López”.
Este análisis que supera a la coyuntura del hecho comentado, explica en buena medida la persistencia actual del lopizmo (superadas las causas que fueron cimentando a lo largo de más de un siglo su construcción), no ya como ideología específica al servicio de procesos políticos determinados, sino como andamiaje sostenedor de la figura de Francisco Solano López, devenido en paradigmático personaje romántico de un pasado ficcionalizado ex profeso para poder escapar de los problemas o la medianía del presente.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar




BIBLIOGRAFIA:

BÄCKMANN, Charlotta. Blodiga dagar i Paraguay. Ed. Norstedt & Söner. Estocolmo, 1910.
BARRETT, Rafael. El dolor paraguayo. Ed. Biblioteca Ayacucho. Caracas, 1987
BOTANA, Helvio I. Memorias. Tras los dientes del perro. Peña Lillo Editor. Bs.: As. 1985
BREZZO, Liliana. La Guerra de la Triple Alianza en los límites de la ortodoxia: mitos y tabúes. Ed. De la Universidad de Talca, Talca, 2007.
BREZZO, Liliana y FIGALLO, Beatriz. La Argentina y el Paraguay, de la guerra a la integración. Ed. de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Rosario, 1999.
DORATIOTO, Francisco. Maldita Guerra. Ed. Emecé. Bs. As., 2004.
HALPERIN DONGHI; Tulio. El revisionismo histórico como visión decadentista de la Historia Nacional. Siglo XXI Editores. Bs. As., 2005.
LYNCH, Elisa. Exposición y protesta: cartas inéditas de Elisa Alicia Lynch, Enrique Solano López Lynch y Emiliano López Pesoa. Ed. Fundación Cultural Republicana. Asunción, 1987.
RODRIGUEZ ALCALA, Guido. Imágenes de la guerra y del sistema. Revue Nuevos Mundos. París, 2006.


CITAS:

[i] Estudios realizados en las últimas décadas en el Paraguay corroborarían un rumor extendido a lo largo del tiempo: Francisco Solano López no habría sido hijo biológico de Carlos Antonio López, sino que este habría adoptado como tal al contraer matrimonio con Juana Carrillo, al niño que la misma habría engendrado con un desconocido. Regordete y moreno, Francisco Solano físicamente difería sensiblemente de sus hermanos menores. No obstante esta es una afirmación hipotética que no modifica por cierto el curso de los acontecimientos históricos. En sociedades como la paraguaya del siglo XIX, hijo no era necesariamente el de la sangre sino el que públicamente se establecía como tal. Así el “adulterino” Francisco Solano tenía más legitimidad social al ser aceptado por su “padre” Carlos Antonio, que los hijos que este engendró en vientres de inferiores estratos sociales, a los que nunca reconoció con plenos derechos.
[ii] Falleció en la total miseria el 26 de julio de 1886. En ausencia de sus hijos, fue sepultada en el parisino cementerio Pére Lachaise. Sus cenizas fueron repatriadas desde Francia en 1961 y depositadas en el Museo Histórico de la ciudad de Asunción. El traslado lo efectuó la cañonera Paraguay, navío que seis años antes había sido noticia internacional por acoger en calidad de asilado en el puerto de Buenos Aires durante las dos primeras semanas posteriores a su derrocamiento, al ex presidente argentino Juan Perón.
[iii] Destinadas: mujeres condenadas por algún delito político o por pertenecer a una familia sospechosa. Muchas de ellas eran miembros de la élite y fueron detenidas solamente porque alguno de sus parientes masculinos estaba implicado en conspiraciones reales o supuestas contra el dictador paraguayo. En el último período de la guerra, obligadas a acompañar al ejército lopizta en retirada, fueron sometidas a torturas, violaciones y sevicias de todo tipo. Espantosa situación a la que se sumó la falta absoluta de alimentos, todo lo cual explica el porque de un total de 3.000 destinadas, solo sobrevivieron 800, sin incluir en el número de víctimas a los niños que acompañaban a sus madres prisioneras, y que por centenares sucumbieron a causa del hambre o fueron degollados en la confusión final, por ambos bandos. Distintos testimonios han dado cuenta de episodios de infanticidio cometido por tropas argentinas y brasileñas que veían en sus pequeñas víctimas a “soldados enemigos” y de similares atrocidades por parte de las tropas del mariscal López, que por orden de su a esas alturas totalmente desquiciado jefe, masacraban a estos inocentes bajo la acusación de ser “espías de los macacos”.
[iv] Como dato curioso que visualiza los caminos impensados de este inmenso continente americano, hacemos notar que la primera mujer que fue Gobernadora de un Estado yanqui es bisnieta del mariscal Francisco Solano López. Enrique Solano López contrajo matrimonio con la norteamericana Alexandra Maud. Tuvieron una hija llamada Lorna López Maud que se estableció en Estados Unidos. Allí casó con George Dean, unión de la cual nació Bárbara Lorna Dean, Senadora Republicana por el Estado de Alaska y Gobernadora interina del mismo. Desciende por ende en forma directa por vía materna del dictador paraguayo.
[v] Liliana Brezzo y Francisco Doratioto, por citar solo a dos de los investigadores que se constituyeron en inapreciable fuente de consulta para este trabajo.
[vi] Ultima Hora, Asunción, 25 de julio de 2005.

Tuesday, May 22, 2007

Mato Grosso: el frente olvidado de la Guerra del Paraguay


En nuestro imaginario colectivo la Guerra del Paraguay “es” determinados escenarios, canonizados a lo largo del tiempo como los únicos lugares de ocurrencia de la misma. Hubo sin embargo otro escenario hoy casi olvidado, menor y periférico sin dudas, que tuvo su propia dinámica por casi cuatro años. Ese escenario fue el frente del Mato Grosso.


Guerra civil, guerra regional, guerra internacional
Con acertado poder de síntesis el historiador brasileño Francisco Doratioto afirma que la Guerra del Paraguay fue el resultado de las contradicciones imperantes en la región del Plata a mediados del siglo XIX, teniendo como última razón de ser, la consolidación de los emergentes Estados nacionales de esa parte de América Latina. Estas contradicciones se cristalizaron en torno de los episodios ocurridos en la débil República Oriental del Uruguay, cuando en los primeros años de la década de 1860 el gobierno argentino apoyó desembozadamente a la facción colorada sublevada contra el gobierno de Montevideo detentado entonces por la facción blanca. A esa intromisión en la cuestión oriental por parte del mitrismo porteño devenido tras la farsa bélica de Pavón en gobierno de todo el hinterland argentino, se sumó también la intervención de Brasil y Paraguay, a favor de los colorados el primero y de los blancos el segundo. Sin embargo esa múltiple intervención no debía desembocar forzosamente en un conflicto bélico. Si la guerra terminó por concretarse, ello se debió a que esta era la salida que más convenía a todos los Estados involucrados.
Los gobernantes de los mismos previeron una guerra de corta duración en el cual se alcanzarían los objetivos con el menor costo posible. Mala información, tanto del contexto regional como de los potenciales enemigos, sumado (en especial en el caso paraguayo) a un voluntarismo optimista e irreal, alimentaron esta idea del conflicto rápido en beneficio propio.
En ese estadio de escalada de tensiones que se van sumando desde 1863 a 1865 no existen “buenos” y “malos” como pretende con falsa ingenuidad el revisionismo histórico, sino simplemente intereses en pugna.
Así, para el dictador paraguayo Francisco Solano López la guerra era vista como la herramienta con la que podría ubicar a su país como una potencia regional al lograr el acceso al mar por el puerto de Montevideo gracias a su alianza con los blancos orientales y eventualmente con los federales argentinos aglutinados en torno a la figura de Urquiza.
Para el gobierno presidido por Bartolomé Mitre la guerra era la forma adecuada de consolidar el Estado centralizado en base a la hegemonía de la provincia de Buenos Aires, al eliminar los apoyos externos que recibían los federales argentinos tanto de parte de Paraguay como de los blancos orientales.
Para el gobierno blanco oriental la guerra significaba el definitivo apoyo militar paraguayo, forzosamente necesario para terminar con la recurrente injerencia de argentinos y brasileños en el Uruguay. Vencida esta facción, para los triunfantes colorados acaudillados por Venancio Flores, la guerra era a la vez el pago al Imperio por la imprescindible ayuda brindada por este para el acceso al poder, como así también una forma de continuar en terreno internacional la vieja disputa con el enemigo interno, toda vez que las huestes blancas tras su inicial dispersión no tardaron en reagruparse en el exilio, procediendo a incorporarse a las filas paraguayas.
Para el Imperio del Brasil, aunque la guerra no era esperada de la manera en que estalló, una vez producido el ataque paraguayo se la instituyó como un escenario ideal para terminar con los problemas limítrofes y las amenazas a la libre navegación que tanto afectaban a su provincia de Mato Grosso, y también como un vehículo ideal para consolidar el poder político de la facción liberal en el gobierno desde 1862. Esta facción dentro de la vasta geografía del Imperio se expresaba por medio de los dirigentes de Río Grande do Sul, demasiado receptivos a los supuestos ultrajes sufridos en la Banda Oriental por sus “comprovincianos” los hacendados gauchos, y por ende mucho más agresivos en política exterior que la facción conservadora compuesta en su gran mayoría por la élite burocrática carioca.
Son entonces estos intereses divergentes de los flamantes Estados nacionales los que tornan a la guerra como una expectativa deseable en pos de la rápida concreción de tales intereses.

El imaginario de una guerra
Sin embargo nada fue rápido en esa guerra. Cinco años y medio, desde diciembre de 1864 a marzo de 1870, imprimieron a la Guerra del Paraguay características específicas que impiden categorizarla en comunión a las empresas bélicas predominantes en los siglos anteriores. Y no solo por su duración. Fue un conflicto de inmediata repercusión mundial, dada la magnitud geográfica de los participantes y la puesta en marcha por parte de estos de un esfuerzo militar que comprometió todos sus recursos humanos, políticos y financieros, concientes de la trascendencia que para el desarrollo de su historia posterior tendría el resultado de las acciones bélicas.
En ese sentido la Guerra del Paraguay es equiparable solamente en el siglo XIX a la Guerra de Secesión estadounidense. Ambas entran en el concepto moderno de “guerra total” al movilizar directa o indirectamente a la sociedad en su conjunto. Los dos conflictos fueron un formidable campo de experimentación en armamentos, logística, conducción, sanidad, comunicaciones, etc. En ambos se aplicaron experiencias aprendidas en precedentes contiendas, especialmente en la Guerra de Crimea. No en vano la prensa mundial denominó (exageradamente) a la fortaleza de Humaitá como la Sebastopol paraguaya en recuerdo al inexpugnable bastión ruso. También en ambas guerras quedó claro que por su carácter “total” y de larga duración, detrás del ejército combatiente debía funcionar otro en la retaguardia que le otorgara al primero operatividad y continuidad en su poder de fuego a través de una afiatada logística. Dato no menor en el desarrollo de ambos conflictos es la falencia logística de quienes finalmente resultaron vencidos: la Confederación Sudista y la República del Paraguay.
Todos estos ingredientes convirtieron a la Guerra del Paraguay en una permanente fuente de interés cuyos episodios eran reproducidos con mayor o menor grado de fidelidad por la prensa mundial. Inmediata sucesora cronológica de la Guerra de Secesión, la Guerra del Paraguay suplió en los grandes diarios europeos a aquella, con información variopinta que alternaba la veracidad con la fabulación, el comentario simplista con el análisis de enjundia.
Esta visibilidad mundial contemporánea a los hechos tuvo una consecuencia que llega a nuestros días. Para la mayoría de nuestros contemporáneos la Guerra del Paraguay “es” determinados escenarios, canonizados a lo largo del tiempo como los únicos lugares de ocurrencia de la misma. Así en nuestra comprensión de hechos ocurridos siglo y medio atrás, las imágenes de los mismos vuelven recurrentes sobre las misma geografías: seguimos los avances iniciales de los ejércitos de Francisco Solano López por Corrientes y por Río Grande do Sul, nos replegamos con ellos a la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay y la línea de defensa construida para formar lo que la historia con geométrico sentido común denominó Cuadrilátero, el lugar de las grandes batallas (Curuzú, Tuyutí y Curupaytí) y las grandes inacciones. Luego de casi dos años de estas últimas, forzamos el paso del río con la escuadra brasileña en Humaitá, y asistimos primero a la caída de Asunción y luego a los últimos combates en los que la diferencia de poder de fuego entre los contendientes transformaron a los mismos en una serie de matanzas asimétricas que culminan en la cacería final de Cerro Corá.
Hubo sin embargo otro escenario, menor y periférico sin dudas, hoy casi olvidado en el imaginario popular de la guerra, que tuvo su propia dinámica por casi cuatro años. Ese escenario fue el frente del Mato Grosso.

Una lejana provincia bandeirante
Las incursiones bandeirantes que en los siglos XVII y XVIII se aventuraron desde su base paulista hacia el poniente en busca de oro y diamantes, dieron origen en el siglo XIX a la provincia mas alejada en términos geopolíticos del Imperio del Brasil. Situada longitudinalmente entre la selva amazónica y el gran pantanal de llanuras permanentemente inundadas, la meseta de tierras altas físicamente denominada Planalto del Mato Grosso, se constituyó pasada la fiebre aurífera en el centro de una economía pastoril que ocupó gradualmente el espacio a partir del avance de los establecimientos ganaderos y las pequeñas villas y ciudades que viabilizaban el comercio y la circulación. Hacia 1850 Matto Grosso era una inmensa provincia casi despoblada, un ariete de penetración del Imperio hacia el interior que por irónica paradoja de la desaforada geografía sudamericana encontraba su comunicación con los centros de poder brasileños a través de una ruta fluvial que discurría por territorio extranjero. De Río de Janeiro o San Pablo la única forma práctica de llegar a Cuiabá, capital de la alejada provincia, era remontar a partir del estuario del Plata, los ríos Paraná y Paraguay. Esto tornaba potencialmente explosiva la relación del Imperio con los países situados en las márgenes de esos cursos de agua. En especial con el Estado Paraguayo. Ambas naciones reivindicaban como propio el territorio situado entre los ríos Blanco y Apa, espacio geográfico que deslindaba el sur del Mato Grosso con el norte guaraní. Cada uno de los gobiernos exhibía sus propios títulos sobre la zona, interpretando discrecional y arbitrariamente a su modo los tratados suscriptos en el siglo anterior entre las coronas de Portugal y España. El Imperio había tomado en los hechos la iniciativa de ocupación efectiva al establecer en años recientes pese a las protestas paraguayas, colonias militares en los lindes de las tierras en litigio. Lo cual había originado continuos incidentes y escaramuzas, que si bien menores y localizados, mantenían en tensión permanente a la frontera.
Por otra parte el territorio en conflicto producía yerba mate. La disputa era entonces también por los mercados de consumo de la misma. Paraguay tenía claro que la ampliación de sus exportaciones de yerba mate debía darse necesariamente a costa de eliminar la competencia de los yerbales brasileños. El avance territorial sobre la zona de cultivo de Mato Grosso debía compensar necesariamente la depresión del precio por la sobreproducción reinante.
Consecuencia de todo ello es el hecho que en la década de 1850 se asistió a un endurecimiento en las relaciones bilaterales, fricciones estas exteriorizadas en los permanentes obstáculos que el presidente paraguayo Carlos Antonio López puso a la navegación de los navíos brasileños hacia Mato Grosso, supeditando el libre paso de las naves imperiales a la firma de un tratado de límites acorde a las aspiraciones guaraníes. El Imperio actúo con prudencia, articulando medidas militares (que luego se evidenciarían como insuficientes) con movimientos diplomáticos. Se llegó entonces a una especie de status quo que por espacio de un lustro permitió una tensa convivencia que superó incluso el liminar año 1862 en el que en Paraguay la muerte del presidente vitalicio López elevó a protagonismo de gobernante igualmente vitalicio a su hijo Francisco Solano; en el Imperio del Brasil el gabinete conservador fue reemplazo por otro de tinte liberal; y dato no menor, surgió un tercer estado con afilado apetito para intentar obtener tajada en el entuerto aprovechando las fintas belicosas entre los otros dos: la República Argentina, entendiendo por tal a la burguesía mercantil porteña liderada por el joven y antiguo artillero de Montevideo, La Paz y Santiago de Chile, Bartolomé Mitre, que emergía presidente al frente de una estructura política administrativa centralizada, aunque duramente cuestionado por las oligarquías y élites regionales.
En esa ambigua situación enmarcada en un explosivo contexto regional, permitiendo el mantenimiento de un status quo de hecho que no de derecho, ganaban brasileños y paraguayos. Pero era una solución de circunstancia a la que los acontecimientos de 1864 pusieron rápido fin. Los sucesos de la República Oriental del Uruguay, no solamente sirvieron de catalizadores de una guerra deseada por todos los estados participantes como ya con precedencia en este trabajo hemos visto. También permitieron contingentemente que el larvado conflicto de límites sostenido a lo largo de décadas por ambos países tuviera un rápido desenlace manu militari a favor del Paraguay…aparentemente.

Captura del Marqués de Olinda e inteligencia previa
En esos años de tensa calma que precedieron a la tempestad, ciertas voces lúcidas en el Brasil habían llamado la atención sobre la falta de preparación militar y la indefensión en que se hallaban tanto Río Grande do Sul como en modo especial Matto Grosso, donde las exiguas tropas destacadas carecían hasta de cuarteles. El gabinete liberal escuchó y actuó: armas y pertrechos fueron enviados a Mato Grosso… pero sin destinar la tropa necesaria para utilizarlos. La inmensa provincia no contaba siquiera con un millar de soldados para enfrentar a una posible invasión de un enemigo que disponía (por lo menos sobre el papel) con decenas de millares de efectivos.
El gabinete liberal tomó también algunas otras medidas de carácter logístico y político. Entre ellas se contaba la subvención apenas encubierta de la Compañía de Navegación a Vapor del Alto Uruguay que permitía mantener una línea fluvial regular entre Montevideo y Cuiabá, la capital matogrossense.
Una de las naves de la Compañía, el Marqués de Olinda, llegó el 11 de noviembre de 1864 a Asunción. La capital paraguaya hervía desde hacía un mes y medio atrás en rumores sobre la consumación finalmente de la intervención brasileña en el Uruguay, con el cruce de la frontera del ejército imperial en carácter de decisivo brazo auxiliar de los colorados en su guerra civil con los blancos. Pese a tal intervención que culminaba un año de tensiones, el Imperio no le había declarado la guerra a Paraguay aunque Francisco Solano López fingía que así había sido, a sabiendas que tal suceso no había ocurrido. Es más, durante esas semanas el representante blanco oriental en Asunción había tratado infructuosamente que el dictador López cumpliera su promesa de ayuda a Montevideo, negándose este bajo el curialesco argumento de que la entrada del ejército imperial al Uruguay “no tenía carácter oficial”.
En esa circunstancia López ordenó la captura del Marqués de Olinda, que tras haberse reabastecido en el puerto asunceño navegaba ya aguas arribas rumbo a Mato Grosso. El vapor llevaba en su pasaje al nuevo Presidente de esa provincia, Carneiro de Campos. Tanto este como los oficiales del barco fueron hechos prisioneros hasta el final de la guerra (al menos los que tuvieron la suerte de sobrevivir a los malos tratos que les prodigaron los paraguayos). La marinería en cambio fue trasladada liberada a Buenos Aires (un generoso rasgo humanitario que los paraguayos no repetirían a lo largo de la guerra).
El casus belis se había consumado y sendas cartas enviadas por los flamantes beligerantes vía país neutral (entonces la Argentina) confirmaron el estado de guerra existente.
La invasión al Mato Grosso había sido cuidadosamente planeada por el gobierno guaraní, habiendo recogido este en los años precedentes valiosa información sobre el territorio a ocupar por medio del espionaje. En 1862 una patrulla paraguaya recorrió sin ser interceptada el distrito de Miranda. Poco después un oficial enviado por Asunción en aparente misión de buena voluntad fue recibido por las autoridades brasileñas de Corumbá y Dourados, sin que estos se percataran de la verdadera finalidad del visitante que no era otra que la de recabar información acerca del estado de las defensas imperiales en esos puntos. La situación militar brasileña en la zona también era conocida en Asunción por fuentes tan diversas como los dudosos informes de soldados desertores del fuerte de Coimbra, o la mas precisa que proporcionó en 1864 el coronel Francisco Resquín (el mismo que unos meses después comandaría una de las columnas invasoras), que camuflado como hacendado supuestamente interesado en comprar tierras, recorrió amplias regiones.
Todas estas fuentes dieron al gobierno de Asunción el convencimiento de que el potencial enemigo brasileño apostado en la línea meridional del Mato Grosso no contaba con capacidad de combate, no solo material sino también moral. En efecto y a manera de ejemplo, en el fuerte de Coimbra, epicentro del sistema de defensa imperial en la región, los efectivos no solo eran escasos sino además se encontraban menoscabados en su espíritu de lucha por el hecho de que no habían sido relevados desde hacía cuatro años.
Todo lo cual explica la euforia que reinó en vastos sectores de la población paraguaya cuando a fines de 1864 sus columnas militares se pusieron en marcha rumbo al norte.

La blitzkrieg guaraní: un despreocupado paseo militar por agua y tierra
El 23 de diciembre de 1864 el autócrata paraguayo Francisco Solano López pasó revista a las tropas que al día siguiente iban a salir por vía fluvial rumbo a Mato Grosso con el fin de capturar las principales posiciones de dicha provincia, teniendo como primer objetivo al fuerte de Coimbra. Eran unos 4.200 efectivos al mando del coronel Vicente Barrios, cuñado de López. Este, corroborando que lo primero que muere en la guerra es la verdad, leyó a los soldados una proclama donde afirmaba que pese a los esfuerzos que había hecho para mantener la paz, los mismos habían resultado infructuosos por la perfidia de un Brasil que le había declarado la guerra al Paraguay, no quedándole entonces más remedio que aceptar la contienda en salvaguarda del honor nacional ultrajado en sus “más preciados derechos”. De esta cínica manera al negar el orden en que sucedieron los acontecimientos, el gobierno paraguayo que había sido el agresor se presentaba como agredido.
Al día siguiente partieron los expedicionarios a bordo de cinco barcos a vapor (entre ellos el capturado Marqués de Olinda) que remontaron el río Paraguay sin encontrar oposición alguna hasta llegar en el anochecer del 26 de diciembre al estuario situado frente al fuerte de Coimbra. Los cañoneros tomaron posición para bombardear la fortaleza enemiga y los cuerpos de infantería se aprestaron para el asalto a sus murallas.
Ese mismo día 26 partía de Villa Concepción (última población paraguaya en la frontera norte) un contingente de caballería de alrededor de 3.500 hombres bajo el mando del coronel Resquín, con la misión de ocupar los territorios comprendidos entre los ríos Apa y Blanco. Esta fuerza marchaba por tierra siguiendo la línea Concepción-Bella Vista-Nioaqué-Miranda-Coxim, y estaba destinada inicialmente a dar apoyo a la expedición naval, neutralizando posibles movimientos de refuerzo y abastecimiento logístico que desde el Este pudieran intentar los brasileños en ayuda a sus guarniciones situadas sobre el río Paraguay.
Este contingente dividido en dos columnas fue ocupando en los días siguientes puestos y villas que los brasileños abandonaban precipitadamente ante la llegada de un invasor notablemente superior en número. En su apurada huída las tropas imperiales no tuvieron tiempo de destruir sus arsenales, dejando entonces intactos armas y pertrechos que pasaron a poder del atacante.
Mientras tanto en el Oeste, en el frente de operaciones fluvial, terminados los preparativos para el bombardeo y ataque al fuerte de Coimbra, Barrios envió el 27 de diciembre un ultimátum al comandante brasileño, coronel Hermenegildo Portocarrero, intimándole rendición en el plazo de una hora, caso contrario tomaría el fuerte por la fuerza.
Portocarrero rechazó el ultimátum y en consecuencia los paraguayos abrieron fuego sobre la fortaleza enemiga. La misma se encontraba defendida por una guarnición de poco más de un centenar de hombres, a todas luces insuficientes para operar la treintena de piezas de artillería montadas en batería. Esa desproporción entre elementos humanos y recursos materiales mostraba la errónea política de defensa que había tenido el gobierno imperial en esa región, al proveerla de abundante armamento pero no de la tropa necesaria para operar con eficiente poder de fuego el mismo.
El día 28, mientras los vapores agresores proseguían el bombardeo, una tropa de reconocimiento paraguaya llega a sobrepasar las murallas, siendo repelida a duras penas por los defensores. Esta acción llevó a que Portocarrero decidiera la evacuación del fuerte, realizando la operación de retirada hacia el norte en el mayor sigilo posible. La decisión del comandante de guarnición brasileño fue muy criticada en su momento por sus compatriotas. El nuevo presidente de Mato Grosso lo hizo responsable de no haber resistido como correspondía, argumentado que contaba con munición suficiente y que su línea de comunicación con la retaguardia no había sido cortada.
No obstante y visto en retrospectiva, la decisión de Portocarrero de retirarse de la fortaleza se justifica si se considera la gran superioridad numérica de los atacantes, así como la imposibilidad de que los supuestos refuerzos de Corumbá llegaran a tiempo para inclinar la balanza del lado brasileño. Por otra parte es improbable que sacrificar a la guarnición defensora en Coimbra hubiera llegado a tener algún resultado militar de importancia, salvo retardar unas horas el avance paraguayo.
El 29 de diciembre entonces, los paraguayos tomaron Coimbra y una vez establecidas las nuevas posiciones, el Coronel Barrios avanzó sobre las guarniciones de Albuquerque y Corumbá. Los vapores brasileños en huída fueron perseguidos por sus pares guaraníes, consiguiendo estos dar alcance a la flota enemiga, batiéndola completamente al hundir algunos barcos y apresar otros.
Albuquerque cayó sin lucha el primer día del año 1865. El camino fluvial quedaba libre hacia el próximo objetivo: Corumbá. El lugar contaba con una respetable urbanización para ese tiempo y lugar: mas de mil habitantes, cuarteles del ejército y de la marina, y lo más importante: una defensa constituida por medio millar de soldados, un parque de artillería abundante en cañones, armamento portátil y munición. Todo ello al mando del coronel Carlos de Oliveira. Era posible sostener la defensa de la villa manteniendo a los paraguayos río abajo mientras que desde río arriba llegaban los prometidos refuerzos de Cuiabá. La resistencia militar constituía una obligación no solo militar sino moral, pues ella debía dar tiempo a evacuar a los civiles en los esperados barcos de la flotilla imperial. Más aún cuando por orden de Oliveira se había prohibido a los civiles alejarse de Corumbá, dando a estos la impresión que aquel iba a resistir ante los paraguayos.
Sin embargo el 2 de enero Oliveira, su Estado Mayor y la oficialidad de la guarnición de Corumbá, abandonaron la plaza en el único vapor disponible, el Anhambaí, el cual tomó el rumbo del norte con destino a Cuiabá. Oliveira desembarcó dos días después en el puerto de Sará y tras un azaroso periplo terrestre llegó a la capital a principios de marzo, donde fue destituido por el presidente de Mato Grosso, quien calificó como “desastroso” su abandono de Corumbá. Nunca recuperó su grado ni funciones y finalmente fue retirado del servicio activo por el gobierno imperial.
La huída de Oliveira resultó trágica para la población civil y los soldados rasos. Al verse abandonados intentaron escapar en improvisadas lanchas que no estaban en condiciones de emprender la travesía fluvial. Estas al no tener prácticos a bordo, encallaban en los bajos del complicado cauce del Alto Paraguay, quedando entonces a merced de los navíos paraguayos que dominaban totalmente esa zona del río tras haber avanzado hasta el puesto naval de Dourados. Este punto situado en la margen izquierda del río Paraguay, contaba con un astillero y un depósito de municiones de la marina imperial, que el 6 de enero tras una breve refriega pasó a poder de los paraguayos. Ese fue el límite septentrional del avance fluvial paraguayo.
Las instrucciones originales de Barrios le ordenaban tomar Cuiabá, lo cual hubiera separado en los hechos a Mato Grosso del Imperio. Existía un camino en buenas condiciones entre Dourados y la capital provincial. Barrios sabía de su existencia. Era la ruta de Piquirí, por donde se podría trasportar artillería, hombres y pertrechos. Supuestamente defendida por 2.000 soldados imperiales, la moral de estos sin embargo era tan baja como la del resto de la población matogrossense, sorprendida por las rápidas victorias paraguayas y asustada por las atrocidades que según contaba el creciente número de refugiados que llegaba del sur en condiciones deplorables, cometían las tropas invasoras.
Sea porque no se sintió seguro para avanzar por vía terrestre y consideró a la fluvial aún más improbable al no contar con barcos adaptados a la difícil navegación del Alto Paraguay hasta Cuiabá, o simplemente porque López cambió de planes, lo cierto es que el comandante paraguayo detuvo su avance y se limitó a ocupar el territorio en disputa original con el Brasil.
La campaña inicial del ejército guaraní se pareció más a un ejercicio de entrenamiento que a una invasión. Resistencia militar solo encontró (y débilmente) en Coimbra y en Dourados. Todo lo demás se reduce a tareas punitivas asimétricas sobre tropas desmoralizadas en desbandada y civiles abandonadas a su suerte.
Valga el ejemplo de lo ocurrido el 6 de enero de 1865, fecha en que culmina como ya expresáramos la blitzkrieg fluvial guaraní comenzada apenas dos semanas antes. Ese día es capturado el Anhambaí, que luego de poner a salvo en su vergonzosa retirada al jefe y los oficiales de la guarnición de Corumbá, había retornado a esa zona tratando de ayudar a los civiles que huían del invasor. Tras encallar por una mala maniobra, fue abordado por los soldados paraguayos. Pocos marineros brasileños lograron escapar con vida. A los que se encontraban a bordo, pese a haberse rendido los degollaron con armas blancas, y a los que intentaron ponerse a salvo nadando, los mataron a tiros. Una muestra de lo mucho que iba a sufrir la población civil matogrossense bajo la dominación paraguaya.

La ley del saqueo
A mediados de enero de 1865 las noticias de la rápida conquista paraguaya de la zona en disputa con Brasil, llegaron a Asunción. De inmediato mujeres de la élite gobernante, entre ellas algunas parientes de Barrios y de López, se dirigieron convenientemente protegidas hacia Coimbra y Corumbá con el pretexto de cuidar a los soldados guaraníes heridos. El objetivo real de estas “filantrópicas” era el saqueo liso y llano.
Existía en Corumbá en palabras del comandante paraguayo “un botín de inmenso valor” cuya mayor parte pasaría por la vía femenina citada a poder de la clase dominante asunceña. Ese botín se había obtenido por medios violentos. Una vez ocupado Corumbá, la villa fue saqueada en su totalidad. El conjunto de su población no había tenido oportunidad de escapar por la defección y huída del comando militar que debería haber organizado la evacuación de los civiles. Estos, capturados por los paraguayos en las improvisadas embarcaciones que encallaban en el río, o en los montes circundantes, fueron sometidos por el invasor a las peores sevicias. Las mujeres sufrieron ultrajes sexuales, en muchos casos en presencia forzada de sus esposos e hijos. El propio coronel Barrios se quedó con una adolescente luego de amenazar al padre de la misma con fusilarlo si oponía resistencia. Los hombres de Corumbá fueron sometidos a interrogatorios sobre bienes o tesoros ocultos. Menudearon en ellos las más refinadas torturas. Algunos fueron asesinados a lanzazos bajo la acusación de espionaje. Esta conducta de las tropas de ocupación se daba de bruces con las instrucciones originales que había recibido el comandante de las mismas en el sentido de tratar con humanidad y respeto a los civiles si estos no cometían actos de hostilidad.
De igual manera que Barrios se comportó el jefe de la columna terrestre, coronel Resquín, al ordenar el saqueo de las casas y fazendas que los matogrossenses abandonaban apresuradamente para esconderse en los bosques y matorrales cercanos. Cuando esta indefensa población civil caía capturada en manos de los paraguayos, los hombres eran sometidos a los mismos rigurosos interrogatorios para que declararan sobre supuestos o reales tesoros escondidos y las mujeres eran violadas y muchas veces convertidas por largo tiempo en forzadas compañeras sexuales de oficiales y sargentos.
Sin dudas más importantes que este botín esquilmado violentamente a la población civil, fue la gran cantidad de armamento tomado en la rápida campaña. Los capturados arsenales del Mato Grosso proporcionaron al ejército paraguayo medio centenar de cañones que junto a las municiones y pertrechos igualmente por derecho de conquista obtenidos, se constituirían en el material bélico que atendería casi todas las necesidades del Paraguay a lo largo de la guerra que comenzaba.

Prisioneros militares y cautivos civiles
En febrero de 1865 remitidos por el general Barrios desde Corumbá, llegaron por vía fluvial a Asunción las primeras centenas de prisioneros de guerra brasileños. Una parte de los mismos fue destinada a Villa Occidental, paraje chaqueño situado frente a la capital, donde sobrevivieron dedicándose a una muy primaria agricultura de subsistencia en penosas condiciones. Similar trato sufrió el resto de la remesa, sometida a prisión rigurosa en precarios galpones del puerto. Allí se separó a civiles de militares, prohibiéndoseles comunicarse entre sí.
Tanto estos como los derivados al poniente del río Paraguay, constituyeron en el verano de 1865 la avanzada de una modalidad que el gobierno guaraní mantendría en los próximos tres años: la deportación de buena parte de la población del Mato Grosso ocupado. Fue un proceso constante que alcanzó algunos picos. Por ejemplo en julio de 1866 cuando por orden del dictador paraguayo ya por entonces devenido en alucinado autócrata, a casi medio millar de civiles matogrossenses sin distinción de sexo ni edad se les ordenó bajo amenaza de fusilamiento embarcarse en menos de tres horas en la flotilla guaraní. Amedrentados, partieron al cautiverio sureño apenas con la ropa puesta, mientras contemplaban como las tropas ocupantes saqueaban sus bienes y propiedades. Estas redadas humanas sobre la población vencida volvieron a efectuarse con similar magnitud en marzo de 1867, continuado con menor intensidad hasta febrero del siguiente año.
Los civiles brasileños cautivados no recibieron alimento ni vestimenta de las autoridades paraguayas. Solo los prisioneros militares obtenían a la cansada comida, por lo general en mal estado. Avanzada la guerra estos soldados brasileños fueron destinados a trabajar de día en obras públicas o de defensa, regresando por la noche a la prisión. Un comerciante italiano de Corumbá que pese a su neutral nacionalidad había sido obligado a residir en Asunción, en un viaje en tren que emprendió desde esta al campamento militar de Cerro León, pudo observar el duro trato que recibían esos soldados a lo largo de la vía férrea, siendo su tarea el mantenimiento operativo de la misma, trabajando en penosas condiciones y bajo el rigor extremo de los guardias paraguayos.
El gobierno de López no temía que los prisioneros militares o civiles protagonizaran fugas de alguna entidad. Asunción y sus alrededores se habían convertido en una “Siberia Tropical”. Sin mapas ni medios de transporte, con el río dominado en forma total hasta Humaitá por el peligroso y omnipresente estado policial montado por el dueño de casa y rodeados de una hostil y desconocida geografía de montes y pantanos inaccesibles, se tornaba imposible que los cautivos pudieran siquiera intentar llegar a las líneas argentinas o brasileñas.
En la más completa indigencia, los civiles matogrossenses encontraron no obstante tanto infortunio, un ángel de la guarda…

José María Leite Pereyra, un Raoul Wallenberg del siglo XIX
Desde 1855 Portugal mantenía un consulado en Asunción, el que a su vez dependía de la legación lusitana en Montevideo. En esa década el titular del mismo había sido Francisco Correa Madruga, que había aprovechado su cargo y las relaciones entabladas con influyentes miembros del gobierno guaraní para convertirse en un próspero hacendado dueño de una regular fortuna. Tal vez para poner a salvo a la misma, en noviembre de 1865 partió a Buenos Aires, negándose a retornar a su puesto con el curialesco argumento de que el bloqueo brasileño le impedía hacerlo. Esa justificación dada a las autoridades de Lisboa era falsa, ya que por esas épocas tanto el río Paraná como el Paraguay seguían abiertos a barcos de países neutrales en misión oficial o diplomática.
La deserción de Correa Madruga dejó a cargo de la representación consular a su secretario y yerno, José María Leite Pereyra, el cual fue reconocido por el gobierno paraguayo como “gerente de consulado”. Existía en teoría por arriba de ese cargo un vicecónsul. En teoría, porque la realidad mostró que el mismo, un medroso personaje llamado Antonio Vasconcellos, dadas las circunstancias hizo inmediato y prudente “mutis por el foro”.
Leite Pereyra venía teniendo actuación desde la llegada de la primera remesa de prisioneros desde Corumbá a principios de 1865. Se había ocupado de repartir a pedido del ministerio de relaciones exteriores brasileño con anuencia del gobierno de Portugal, vestimenta a los soldados capturados cuyo costo fue resarcido al consulado portugués en Buenos Aires por la tesorería imperial.
Una vez al frente de hecho del consulado por la deserción de su suegro, Leite Pereyra puso sus afanes en ayudar a todos los cautivos, sin distinción de condición o nacionalidad. Con modestia justificó su humanitario accionar como la simple acción de cumplir con el Reglamento Consular de Portugal, que ordenaba a los agentes diplomáticos no solo proteger los intereses de sus compatriotas sino de todas aquellas personas en peligro que no tuvieran representantes consulares propios. En la ocasión actuó como lo haría tres cuartos de siglo después el representante sueco ante la Hungría del régimen católico fascista en descomposición del Almirante Horthy, sometida a los dictados raciales de la política nazi. Si miles de seres humanos salvaron su vida en la Budapest ocupada por los alemanes gracias a la valentía y decisión de Raoul Wallenberg, también la salvaron cientos en Asunción gracias a José María Leite Pereyra. Judíos allá, mattogrossenses acá, el compromiso con la vida fue el mismo.
Con la media palabra afirmativa del canciller guaraní José Bergés, convirtió a su casa de la ciudad y a su chacra de las afueras en refugios de los civiles más comprometidos. Decenas de estos pasaron a habitar las mismas, hasta que en abril de 1867 la policía paraguaya las avasalló violentamente, trasladando a los asilados a la cárcel. Privados estos de agua y comida por las autoridades, sobrevivieron solo gracias a los esfuerzos de Leite Pereyra quien se las arregló utilizando tácticas que iban desde la presencia de ánimo para invocar su discutible rango diplomático frente a burócratas hostiles y temerosos del imprevisible dictador paraguayo, hasta lisa y llanamente el soborno a los guardias para pasar alimento a los detenidos.
Con sus acciones humanitarias Leite Pereyra fue siendo considerado cada vez más un molesto estorbo por el gobierno paraguayo. Este apeló a diversos procedimientos para neutralizarlo. En 1867 intentó vincularlo infructuosamente al tráfico de monedas, abriéndole un amañado proceso judicial. Al no poder comprobar nada, recurrió a procedimientos más expeditivos para terminar con la influencia del “gerente de consulado”.
Curiosamente, la vulnerabilidad creciente de Leite Pereyra se originaba en su propio superior diplomático. Leonardo Azevedo, Barón de Souza, era el ministro portugués destacado en Montevideo, con mandato de representación de los intereses lusitanos ante todos los países de la cuenca del Plata. Azevedo era también informante pago desde 1864 del gobierno paraguayo, a quien se había ofrecido expresamente para cumplir esa rentada función.
En 1868 el canciller guaraní José Bergés informó a Azevedo que su gobierno ya no seguiría reconociendo a Leite Pereyra como “gerente de consulado”. Azevedo en lugar de defender a su subordinado, aceptó la imposición de Bergés, contestándole que el consulado de Portugal en Asunción estaba acéfalo desde la partida de Correa Madruga, y que si alguien podía eventualmente asumir la representación del mismo era el vicecónsul, que no era otro que el fantasmal Vasconcellos que se había llamado a silencio tras la partida de Correa Madruga.
Leite Pereyra no fue informado por su superior de su defenestración diplomática. Se convirtió entonces en presa fácil de sus enemigos. Fue acusado de participar en una conspiración contra Francisco Solano López. Desesperado, alcanzó a refugiarse en la única legación que aún funcionaba en Asunción: la norteamericana. Pero sobre el jefe de la representación yanqui, Charles Washburns, pesaba igual acusación, por lo cual este no se sentía seguro en su propia sede diplomática. Ante las presiones paraguayas Washburns se vio obligado a entregar a Leite Pereyra, el que tras un simulacro de juicio fue fusilado el 25 de agosto de 1868. Pagó con su vida su compromiso con la vida.

Reacción brasileña: las dificultades de la movilización
La invasión paraguaya al Mato Grosso obró como un revulsivo en el Imperio. Una ola de indignación recorrió el territorio brasileño ante la perpetración de un acto considerado por la opinión pública como una agresión traicionera e injustificable. En esos primeros días de 1865 a medida que llegaban las noticias del avance paraguayo, miles de brasileños se presentaron voluntarios a alistarse para el frente de batalla.
Sin embargo con el correr de las semanas el entusiasmo fue decayendo y el voluntariado tuvo que ser reemplazado por el reclutamiento forzoso. Un problema no menor en formar una fuerza de combate para afrontar la guerra era la mala opinión que se tenía del Ejército, considerado un lugar marginal de castigo y degradación donde los soldados vivían en las peores condiciones, sin instrucción ni capacidad bélica alguna. De allí la recurrencia del Brasil en sus anteriores intervenciones en el Plata en la década de 1820 y a principios de la de 1850, a incorporar en sus filas a mercenarios europeos (mayoritariamente alemanes) para suplir la deficiencia numérica de tropa propia.
Existía también la Guardia Nacional. En realidad su nombre se presta a equívoco pues era una guardia regional que dependía en cada provincia de la élite dominante. Usualmente era utilizada políticamente tanto como fuerza de presión local como lugar de sociabilidad y prestigio de una oficialidad constituida por los miembros de las clases privilegiadas[*]. Los gobiernos provinciales fueron reacios a enviar sus efectivos a los frentes de combate sureños. La excepción estuvo dada por las nordestinas provincias de Bahía y Goias, que sí cumplieron su compromiso movilizando contingentes hacia el teatro de operaciones.
En Bahía especialmente, la guerra generó entusiasmo a punto tal que los cuarteles se vieron colmados de voluntarios. Muchos de ellos se alistaban para aprovechar los generosos sueldos y ventajas ofrecidos por el gobierno. No sospechaban que la guerra sería larga ni preveían en su inicial optimismo las condiciones de salubridad que les esperaban. Provenientes del cálido y seco Sertao, sufrirían en grado sumo el brusco cambio de temperatura. Sin ropas ni alimentaciones adecuadas, los húmedos y fríos inviernos de la región del Plata causarían en ellos muchas más bajas que la metralla paraguaya.
Con todo este elemento humano alistado voluntaria o forzosamente en la Guardia Nacional y el Ejército, se formó en teoría una fuerza de 50.000 hombres. En ella se sustentaba la viabilidad de un plan elaborado por el general de mayor prestigio militar y político del Imperio, el marqués de Caxias.
El plan suponía la existencia de tres columnas. La mayor de ellas, fuerte de 25.000 efectivos, debía avanzar por Paso de los Libres y en combinación con la Marina Imperial forzar el paso del río Paraguay neutralizando la fortaleza de Humaitá para finalmente tomar Asunción. Otra columna de 10.000 hombres a partir de Río Grande do Sul debía ocupar Itapuá, desde donde cuidaría el flanco de la columna principal.
Finalmente la tercera columna, también de 10.000 hombres, debía avanzar por vía terrestre desde San Pablo hasta Mato Grosso, recuperar la provincia y tomar Concepción, evitando así una posible retirada hacia el norte de las fuerzas paraguayas en huída desde Asunción. Los restantes 5.000 soldados quedarían en reserva en Brasil.
Todo este plan terminó en mera teoría, no se cumplió en tiempo y mucho menos en forma. La guerra discurrió por años ya convertida en conflicto internacional de características totales que superaron la esperanza brasileña de que una fuerza considerable en afortunada campaña, terminase rápidamente con el enemigo. El Plan de Caxias había nacido muerto. Veremos a continuación como operó más allá de la mera teoría de este plan, la realidad de las operaciones bélicas en el frente del Mato Grosso.

La lucha contra los paraguayos… y contra la geografía
En abril de 1865, en el mismo momento en que Buenos Aires respondía al ataque paraguayo a Corrientes declarando la guerra a Asunción y formalizando alianza con Río de Janeiro, el gobierno imperial comenzó a organizar la denominada Columna Expedicionaria de Mato Grosso convocando a guardias nacionales de las provincias de Goias, Minas Gerais y San Pablo en la capital de esta última. El plan de Caxias preveía 10.000 hombres, el gobierno ordenó alistar 12.000. Sin embargo la realidad golpeó de manera contundente las optimistas previsiones teóricas. Menos de un millar de efectivos constituyeron la fuerza inicial que partió de San Pablo hacia el oeste
Llegados estos a Campinas, permanecieron allí más de dos meses, ocupada la oficialidad en una intensa vida social de bailes y diversiones. Toda esta inacción ocurría en el mismo tiempo en que por distintos conductos llegaban a Río de Janeiro los angustiosos pedidos de auxilio del presidente de Mato Grosso, quien no contaba para defenderse frente a una eventual reanudación del avance paraguayo más que con 3.000 soldados pésimamente pertrechados. En Cuiabá se había perdido todo contacto con el resto de Brasil desde diciembre. El gobierno matogrossense estaba junto al resto de la provincia que aún controlaba, librado a su propia suerte.
La incomprensible demora en Campinas de la columna expedicionaria fue acompañada por epidemias y deserciones. Finalmente en julio retomó la marcha en dirección norte hasta Uberaba, en los deslindes de San Pablo con Minas Gerais, donde se les unió una brigada mineira de Ouro Preto, fuerte de 1.200 hombres. Estos eran producto del reclutamiento forzoso. Acompañados por sus mujeres e hijos, estaban prontos a desertar a la primera oportunidad. De allí el trato de prisioneros antes que de soldados que la oficialidad les daba.
En Uberaba se repitió la extraña detención de Campinas, perdiéndose otros dos valiosos meses.
Finalmente en setiembre de 1865 esta fuerza exigua de apenas 2.000 hombres (la quinta parte de lo que establecía el plan de Caxias) dividida en dos brigadas y munida de doce piezas de artillería, retomó el camino hacia la capital de la provincia de Mato Grosso. Fue una marcha lenta y exasperante por el camino más largo para evitar pasar por Coxim, supuesta última avanzada paraguaya.
A fines de octubre recibieron nuevas órdenes. Ya no era Cuiabá el destino de la columna sino el distrito de Miranda, el cual debían restituir a la soberanía territorial brasileña. El gobierno imperial había por entonces recibido información acerca de que los paraguayos habían retrocedido hasta el río Apa, abandonando Coxim. A este punto llegó el cuerpo expedicionario sobre finales de año, pasando entonces a denominarse oficialmente Fuerzas en Operación al Sur de la Provincia de Mato Grosso.
Estos dos millares de combatientes junto a una cantidad similar de agregados (la Guerra del Paraguay mantendría pese a sus modernas innovaciones esa vieja costumbre del soldado marchando a campaña junto con su familia), permanecieron en Coxim más de seis meses, aislados en ese punto por las inundaciones. En junio de 1866 cuando las provisiones comenzaban a escasear y la pésima calidad de las mismas las convertían en campo propicio para las epidemias, el jefe de la columna, coronel Fonseca Galvao, se decidió a dar cumplimiento a las órdenes recibidas y emprendió la marcha hacia la Villa de Miranda. Era un trayecto de cuatrocientos kilómetros de pantanos pestilentes donde debían avanzar con el agua a la cintura. Unos cuantos soldados y un número mayor de mujeres y niños murieron ahogados, tragados por las ciénagas. Terreno tan insalubre ocasionó fiebres y epidemias que mataron a muchos, entre ellos al coronel Galvao.
El 17 de setiembre de 1866 luego de tres meses de marcha desde Coxim y de haber recorrido dos mil kilómetros desde su salida año y medio atrás de San Pablo, la fuerza brasileña recuperó sin lucha Miranda, abandonada horas antes por los paraguayos. Si ningún combate habían tenido con estos, ello no implicó que no tuvieran que sufrir bajas considerables: un tercio de la columna expedicionaria había desaparecido a consecuencia de las epidemias, los accidentes de la larga travesía y las deserciones.
La villa de Miranda estaba ubicada en un lugar aún más insalubre que Coxim. Los ocupantes paraguayos la habían saqueado prolija y concienzudamente. Al retirarse habían destruido los edificios de algún valor. Sin lugares para alojar a la tropa y rodeada por bajos inundados permanentemente que favorecían las epidemias, no se justificaba mantener al cuerpo expedicionario allí. Sin embargo eso fue lo que hizo su nuevo jefe, el inepto coronel Albino de Carvalho

La recuperación del honor perdido de un coronel
Solo la llegada en enero de 1867 de un nuevo jefe, el coronel Morais Camisao, permitió que el buen criterio de este trasladara a la columna -ya reducida a 1.300 efectivos- a una zona de clima agradable poblada de bosques surcados por arroyos de agua potable. A doscientos kilómetros de la insalubre Miranda, Nioaqué fue el lugar elegido para establecer al cuerpo expedicionario.
Al contrario que sus antecesores, el coronel Camisao no quería inmovilizar la fuerza a su mando en el ocasional lugar de guarnición manteniéndose estático dominando solo el territorio circundante abandonado por el invasor guaraní. Nioaqué debía constituirse simplemente en un lugar saludable desde donde una vez recuperada la tropa, avanzar hacia el próximo objetivo. Este no era otro que la paraguaya Villa de Concepción, localidad esta que dada su ubicación geográfica, resguardaba por el norte el camino por el río Paraguay hasta Asunción, de la misma manera que por el sur lo hacía Humaitá.
Era un objetivo difícil de cumplimiento casi imposible dadas las falencias numéricas de la columna y el nulo apoyo logístico del que la misma podría disponer. Eso no amilanó a Camisao que en febrero de 1867 se puso en marcha. Tan intrépida resolución tal vez se originara en el hecho de que Camisao había sido uno de los oficiales destacados en Corumbá que en enero de 1865 abandonaron a su suerte a civiles y soldados, huyendo de la población sitiada por los paraguayos en el único vapor disponible. Herido en su honor por ese vergonzoso episodio, entendió que esta era una oportunidad para reivindicarse ante la opinión pública matogrossense.
A principios de marzo la columna llegó a inmediaciones del río Apa. Las patrullas de reconocimiento enviadas a los alrededores sirvieron para advertir de su presencia a los paraguayos, eliminando entonces el factor sorpresa. En ese estadio y con el hambre acechando, Camisao convocó a un consejo de oficiales, los cuales finalmente decidieron seguir adelante.
En abril de 1867 la columna brasileña compuesta por 1.600 efectivos de infantería (a los que deben sumarse mujeres, niños y hasta comerciantes) cruzó a territorio paraguayo. Eufórica y temerariamente tomó el nombre de Fuerzas Expedicionarias en el Norte del Paraguay, una eufóricamente optimista necedad nominativa porque en poco tiempo retrocederían a su propio territorio. Sin artillería ni caballería, carentes de línea de abastecimiento, los brasileños avanzaban hacia su declarado objetivo de Concepción por una ruta dictada antes que por la estrategia militar, por las necesidades del hambre.
El abandonado fuerte fronterizo paraguayo de Bella Vista fue tomado el 21 de abril. Allí tuvo Camisao noticias que apenas a treinta kilómetros, en la hacienda de la Laguna, una de las tantas dudosas y recientes propiedades por “donación espontánea del pueblo paraguayo” de Francisco Solano López (que confundía de modo promiscuamente precapitalista, patrimonio personal con estatal), existía un gran rebaño de ganado y animales de tiro que permitirían alimentar a su tropa para seguir al objetivo final. Pero en Laguna no encontraron ganado sino soldados guaraníes mal armados y sometidos por los sargentos capangas a un régimen de terror, trabajando sin paga en esa ex “Estancia de la Patria” junto a negros esclavos y peonaje servil indígena. Un microcosmos demostrativo del trato que recibían las clases subalternas en el Paraguay de los López. Sin motivación ni temor a perder nada más que sus cadenas en ese sector de frontera donde el largo brazo del estado policial de Asunción pareció detenerse frente a la columna expedicionaria, no es extraño entonces que los paraguayos en número de 800 fueron derrotados y puestos en fuga por 600 brasileños que solo perdieron un hombre frente al centenar de bajas del enemigo.
La victoria expresada en estos números contundentes no pudo disimular el hecho de que se les estaban acabando las provisiones. Careciendo de los recursos logísticos necesarios, Camisao tuvo que abandonar su plan de tomar Concepción y desandar el camino. El 7 de mayo de 1867 los brasileños abandonaron Laguna rumbo a Nioaqué. Fueron hostigados permanentemente en su retirada por las fuerzas paraguayas que les arrebataron el poco ganado que llevaban y los sumieron en el hambre. Los expedicionarios llegaron a verse obligados a sobrevivir comiendo raíces y sabandijas. La mortandad fue enorme entre los niños que acompañaban la columna. El 25 de mayo los paraguayos atacaron el campamento brasileño pero fueron rechazados a duras penas por estos.
La condición de la retirada era tan extrema que se tomó la decisión de dejar atrás a 130 soldados enfermos de cólera, con un cartel donde se pedía compasión por los mismos. Los paraguayos hicieron caso omiso del mismo, degollando a todos los abandonados.
Poco después el cólera acabó también con la vida del coronel Camisao. El resto de la fuerza expedicionaria llegó a Nioaqué el 4 de julio. Se encontraron con la sorpresa de que la tropa que habían dejado allí en reserva había abandonado el lugar, el cual fue ocupado nuevamente por los paraguayos que tras saquear la localidad la incendiaron para luego retirarse a las cercanías. Solo quedaba en pie la iglesia, pero la misma había sido dejada intacta ex profeso. Al día siguiente explotó como consecuencia de la detonación de una bomba trampa colocada por los anteriores ocupantes. Quince soldados brasileños murieron en este episodio y muchos más quedaron heridos. La columna siguió viaje, llegando finalmente el 11 de julio de 1867 al puerto de Canutos donde se hallaron a salvo de sus perseguidores. Casi un millar de hombres (y un número aún mayor de mujeres y niños) habían muerto por los combates, el hambre y las epidemias en la fallida conquista de Concepción. Entre ellos el mentor de la peligrosa empresa, ese coronel que con ella deseaba lavar su honor mancillado en la huída de Corumbá.

Reconquista y nuevo abandono de Corumbá
En febrero de 1867 el nuevo presidente de la provincia de Mato Grosso, Couto de Magalhaes, frente a la inacción del gobierno central se decidió a emprender por propia iniciativa una ofensiva contra el ocupante paraguayo. Adoptó entonces un plan que le propuso el capitán Antonio María Coelho, el cual consistía básicamente en atacar Corumbá por el sur aprovechando la inundación del Pantanal, antes que hacerlo por el norte, lugar previsible para el enemigo.
Pese a las críticas de los altos oficiales de la guarnición de Cuiabá, Couto de Magalhaes elevó a Coelho al grado de coronel y lo puso al frente de una fuerza de mil hombres que embarcada en cinco naves descendió por el inundado Pantanal hasta aguas abajo de Corumbá, a la que atacaron desde el sudoeste el 13 de junio de 1867.
La villa había sido en sucesivas razzias vaciada de su población civil, la que fue deportada a Asunción en las condiciones que con precedencia hemos visto. La guarnición paraguaya fue sorprendida por el ataque. Cuando se efectuó el mismo los soldados estaban dispersos por los alrededores ocupados en tareas agrícolas que había ordenado el comandante guaraní Hermónegones Cabral, como parte de una estrategia de supervivencia en un medio hostil. No obstante se reagruparon y opusieron una tenaz resistencia hasta que el número y el mejor armamento de los brasileños los obligó a rendirse.
De los trescientos paraguayos que componían la fuerza de ocupación de Corumbá, más de la mitad fueron fusilados una vez rendidos, entre ellos el comandante Cabral.
Los brasileños casi no tuvieron bajas en el ataque, pero muy pronto cientos de ellos cayeron víctima de la viruela. Ante la imposibilidad de defender la villa en esas penosas condiciones, el presidente matogrossense ordenó el 23 de junio su evacuación. Las fuerzas en retirada llevaron consigo un enemigo más letal que todos los ejércitos de López: la antiquísima enfermedad viral que los había empezado a diezmar en Corumbá. No existiendo previamente en todo el Mato Grosso la profilaxis de la vacunación, la viruela mató en pocos días a más de la mitad de los 10.000 habitantes de la capital provincial. Fue tal la mortandad que ante la imposibilidad de dar abasto a los entierros, por las calles de Cuiabá se veían cadáveres arrastrados por perros hambrientos.
La abandonada Corumbá fue entonces nuevamente ocupada por las fuerzas de Asunción. En ese estadio de agotamiento mutuo y epidemias catastróficas, ninguno de los contendientes intentó avanzar más allá de las posiciones alcanzadas.
Ese quietismo que las difíciles circunstancias imponían explica el modo en que se desarrollaron los últimos acontecimientos de la ocupación paraguaya. Cuando en febrero de 1868 la escuadra brasileña forzó finalmente el paso del río Paraguay por la fortaleza de Humaitá dejando expedito el camino a Asunción, López ordenó la retirada de sus efectivos en Mato Grosso para concentrar su esfuerzo bélico en el Sur. De acuerdo a esa directiva del dictador paraguayo Corumbá fue evacuado en abril al igual que el fuerte de Coimbra y los restantes puntos aún sujetos a la órbita guaraní. Pero el gobierno matogrossense recién se enteró del hecho cuatro meses después cuando a mediados de agosto de 1868 una patrulla de reconocimiento entró en la sufrida villa. La encontró desierta. Buena parte de sus antiguos habitantes llevaban años prisioneros en el sur, y aún seguirían en cautiverio (los que tuvieran la suerte de sobrevivir) por mucho tiempo más.
Las comunicaciones normales entre Mato Grosso y la corte imperial de Río de Janeiro solo se restablecerían en febrero de 1869 cuando tras la ocupación brasileña de Asunción llegaron los primeros vapores a Cuiabá. Habían transcurridos más de cuatro años desde que el anterior vapor que intentó llegar a la capital matogrossense fuera detenido por orden de un ambicioso presidente vitalicio paraguayo que entendió con irreal voluntarismo a tal operación como la excusa ideal para provocar una contienda corta y victoriosa. La rápida conquista y ocupación de la zona del Mato Grosso en disputa secular con el Brasil pareció darle la razón. Sin embargo con ese ataque desencadenó la reacción de sus enemigos que consideraron a ese frente de combate como periférico y secundario. Las grandes batallas, las operaciones y las campañas que decidieron finalmente el resultado de la larga guerra ocurrieron en otros escenarios.
Los autores de este trabajo hemos intentando dar visibilidad a una zona olvidada en el común del imaginario colectivo que desde hace siglo y medio se construye y reformula permanentemente sobre la Guerra del Paraguay, ese gran conflicto bélico que definió en la segunda mitad del siglo XIX el incipiente destino nacional de los países del meridión occidental americano.


Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar
http://grupoefefe.blogspot.com/



BIBLIOGRAFIA
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HALPERIN DONGHI, Tulio. Historia contemporánea de América Latina. Alianza Editorial. Bs. As., 2006
RESQUIN, Francisco Isidoro. La Guerra del Paraguay contra la Triple Alianza. Ed. El Lector. Asunción, 1996.
TUNAY, Alfredo. Em Mato Grosso invadido (1866-67). Ed. Melhoramentos. San Pablo, 1929.




[*] Allí surge la figura del coronel, omnipresente en la literatura brasileña, de modo especial en la genial narrativa costumbrista de Jorge Amado.