Thursday, April 06, 2006

La otra historia de la Constitución Argentina

HISTORIA DE UNA VIEJA DAMA INDIGNA
La trastienda de la Constitución Nacional Argentina. Mitos, verdades, falsedades, amores y odios en la construcción de un imaginario popular sobre nuestra Ley Suprema. O de como detrás de los preámbulos, de los convencionales, detrás de los incisos y el articulado, detrás…detrás esta la gente.

Por Fernando Cesaretti y Florencia Pagni


En busca de un rey para sofocar a los díscolos
Constitución: ley fundamental de un estado soberano, establecida o aceptada como guía para su gobernación.
Constitucionalismo argentino: proceso seguido por el estado argentino para dotarse de las leyes magnas que han configurado históricamente su ordenamiento constitucional.
Estas dos definiciones primarias obtenidas en cualquier diccionario o enciclopedia sirven para introducirnos en el largo camino que la Argentina recorrió a partir de su independencia formal en 1810/16 hasta la efectiva sanción de su Constitución en 1853.
Los avatares de este proceso comenzaron ya con la inaugural Junta de Mayo. Las distintas facciones que fueron surgiendo expresaban los distintos intereses en pugna. En realidad lo que estaba en debate era el régimen que adoptaría el naciente estado. La década de 1810 es como bien señala el historiador Tulio Halperín Donghi, el tiempo de la Revolución y la Guerra. El tiempo en que las élites cambian, trasmutan y emergen nuevos componentes, nuevos actores sociales.
Varios son los intentos para dar un marco institucional al ex virreinato del Plata: Asamblea General Constituyente de 1813, Reglamentos Provisorios de 1815 y 1817. Finalmente en Abril de 1819 el Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas (el mismo que tres años antes había declarado en Tucumán la independencia de estas tierras) pare la llamada Constitución de las Provincias Unidas de Sud América.
Era un curioso instrumento jurídico con significativos silencios. Ni siquiera se mencionaba como sería el régimen de elección de autoridades en el vasto territorio donde tendría fuerza de ley. Aunque su carácter centralista y unitario quedaba pristinamente en claro, cuando normaba que un Director del Estado, tendría facultad discrecional para “nombrar todos los empleos”.
La logia política mercantil de Buenos Aires había desconocido una vez más con la promulgación de semejante Constitución la realidad política del interior que reclamaba una salida federalista opuesta al centralismo porteño. Sintomáticamente al mismo tiempo que la promulgaban despacharon órdenes a San Martín y Belgrano, para que con sus respectivos ejércitos bajaran a resguardar al Directorio.
El esfuerzo resulta vano. San Martín se niega a convertir su fuerza de liberación en fuerza de represión y se pronuncia en Rancagua. Belgrano pacta un armisticio en San Lorenzo con los artiguistas de Santa Fe. El ejército del Norte se subleva en Arequito desconociendo la autoridad del Directorio. Finalmente en febrero de 1820 en los campos de Cepeda una caballería de clinudos centauros litorales aniquila en una carga de un minuto los planes unitarios elucubrados para un siglo.
A partir de entonces cada espacio provincial asume su autonomía plena. La Unidad Política entendida como el espacio regido desde el puerto de Buenos Aires deja de existir. Fenece también la idea monárquica que vastos sectores porteños han impulsado como modo de gobierno. Esa idea, que más de una vez intentó ser puesta en práctica, implicaba una centralidad aristocrática manejada por los porteños.
Atrás queda, ya en el plano de lo meramente anecdótico, la propuesta de Belgrano de instaurar como rey a un descendiente de los incas, propuesta que motivó la irónica y racista réplica de Tomás Anchorena que afirmó que a ese rey habría que ir a buscarlo a alguna chichería del Cuzco donde seguramente sería tal su grado de embriaguez que difícilmente entendería para que lo buscaban. O los periplos de Rivadavia, Alvear y el mismo Belgrano por Europa buscando en alguna Casa Dinástica de “segunda división” algún candidato. Daba lo mismo que fuera un De Luca o un Orleáns. Lo importante era que, como afirmaba el general Alvear, el monarca viniera con fuerzas militares suficientes para sofocar a los díscolos. Pero el año 20 demostró que los díscolos no pudieron ser sofocados y atrás quedó para siempre el ideal monárquico.

El intento unitario de 1826: la puja entre el frac y el calzoncillo.
Pero el complemento de ese ideal, el sistema unitario de gobierno no desapareció. Travestido de republicanismo logró durante la “feliz experiencia rivadaviana” que un Congreso Nacional a hechura de los intereses porteños, redactará una Constitución de régimen republicano, representativo y unitario. Tan explícita era en este último carácter que el proyecto de la Comisión de Negocios Constitucionales fue finalizado el 1° de septiembre de 1826 y reconocía que "no ha hecho más que perfeccionar la Constitución de 1819". Aprobada la misma en Buenos Aires, fue rechazada en el resto de las provincias.
Ese rechazo se simboliza en un episodio que los historiadores revisionistas han narrado con fruición: llega a Santiago del Estero en pleno verano el doctor Tezano Pintos. Su misión es la de imponer al gobernador Juan Felipe Ibarra acerca de la nueva Constitución. En plena siesta santiagueña se presenta en la residencia de gobierno vestido a la europea: frac, chaleco, chaqueta. Sudando literalmente la gota gorda, Tezano Pintos es recibido por Ibarra en calzoncillos. Horrorizado por ésta informalidad del gobernador, se apresura a entregar un ejemplar de la flamante Constitución y a retirarse. Cuando lo ésta haciendo siente a sus espaldas la voz de Ibarra que jocosamente le dice: -doctor, se olvida el cuadernito, y le arroja el ejemplar que le había dejado. El revisionismo simbolizó en el empaque y la vestimenta del infortunado Tezano Pintos, la improcedencia de la Constitución de 1826. Su carácter unitario la hacía tan inapropiada y lejana a la realidad argentina como la gruesa chaqueta del enviado porteño en la tórrida siesta del estío santiagueño.
Hacemos una salvedad, más allá de la anécdota citada, los autores de este trabajo no nos sumamos a esta tradición revisionista de tomar de “punto” a Tezano Pintos. Este en definitiva, era tan solo uno más de una generación de hombres del puerto, prisioneros de una contradicción. En efecto, provistos de un bagaje doctrinario de ideas recibidas del Iluminismo, alternaron entre promover la democracia o excluir la participación política de las masas populares. Su orientación final, aristocrática y urbana, muestra su profunda desconfianza al proletariado rural. En la década anterior su inclinación hacia estructuras monárquicas expresó su vocación centralizadora con Buenos Aires a la cabeza de su proyecto de progreso elitista. En cierta forma, y tal como los definió Juan Bautista Alberdi, los ideólogos unitarios se asumían ideológicamente como románticos, siendo en realidad positivistas sin saberlo. El problema es que su “orden y progreso” era impracticable, dada que su cosmovisión se daba de bruces con la realidad del país. De allí su impotencia para vencer el desafío que se habían propuesto de institucionalizar prácticas y modelos europeos en una población cuyos verdaderos intereses ignoraban.
Un año después de promulgada la Constitución de 1826, encendida nuevamente la mecha de la Guerra Civil, el proyecto de los hombres “del cuadernito” quedó en el olvido.

El intento fallido de la Argentina Interior
A mediados de la década de 1830 el partido unitario parecía definitivamente derrotado. El federalismo consolidaba su poder en todo el país. Se había alcanzado tras años de lucha, la paz. No era una paz totalmente consolidada ni estable, pero era una paz al fin. Lo que no era poco, tras dos décadas de permanente sangría interna.
Esas dos décadas no habían pasado en vano. Atrás habían quedado las decrépitas formas del gobierno colonial. Una nueva sociedad había emergido. La misma no contaba aún con un andamiaje legal que reemplazara al del Antiguo Régimen. Hemos visto en el capítulo anterior los paradójicos y contradictorios ideales que guiaban a los hombres del unitarismo porteño, en su lucha para llenar el vacío dejado por el viejo orden virreinal.
En el interior los cambios habían sido igualmente dramáticos y socialmente “revolucionarios”. En un principio los terratenientes criollos habían resistido mejor la crisis económica que las pequeñas elites urbanas. De allí que rápidamente exigieron de los cabildos y legislaturas locales, una mayor participación y protagonismo político. Adquieren estos señores rurales una autoridad que no solo es militar sino social y económica. Si en un principio proceden de las familias principales del hinterland donde ejercen su poder, en la década de 1820 surgen nuevos caudillos de origen humilde, que adquieren su prestigio por méritos militares.
En muchos casos el caudillo unía a las distintas clases de la provincia en una solidaridad política y territorial, frente al enemigo externo. Estamos entonces frente a un modelo de federalismo popular o lisa y llanamente plebeyo. Una especie de “bonapartismo” a la criolla. La naturaleza democrática del liderazgo que ejercía el caudillo dimanaba de su exitosa defensa de los valores y tradiciones locales por un lado, y su encuadre “nacional”, al asumirse junto a sus colegas de las otras provincias, como portavoz de los intereses del Interior frente a la postura absorbente de Buenos Aires.
Debemos sin embargo tomar precauciones al adjetivar como democrático al sistema de caudillos. Si bien algunos ejercían un paternalismo benévolo (“El caudillo era el sindicato del gaucho”, según la feliz definición jauretcheana), otros eran pequeños autócratas locales, señores de horca y cuchillo que imponían su despótica autoridad sobre trabajadores serviles y un pequeño estamento comercial urbano, a menudo víctima de saqueos y exacciones. Eran frecuentes los conflictos locales, sobre un trasfondo de continua declinación social y económica del Interior, declive simétricamente proporcional al progreso de los estancieros y comerciantes porteños dueños del puerto y de la aduana.
En esos años del ocaso unitario, los caudillos interiores defendían celosamente sus respectivas autonomías. La mayoría expresaba sinceros deseos de alcanzar un orden nacional que asegurara la autonomía provincial frente a la garra centralizadora de Buenos Aires. Muchos veían en el modelo federalista de los Estados Unidos el ideal a seguir. En consonancia con estos gobernadores, los ciudadanos más lúcidos de las provincias interiores (y también del Litoral y Buenos Aires) entendieron que era el momento de formalizar las estructuras de hecho y crear un orden constitucional.
El riojano Quiroga se había convertido en el líder natural de este movimiento hacia una Constitución. Para Facundo, la mejor garantía de la seguridad de las provincias interiores frente al peligro de la voracidad porteña, era la institucionalización del país bajo la autoridad de una Ley Suprema.
Y no estaba solo en esa empresa. El santiagueño Ibarra (el mismo que había recibido literal y “simbólicamente” en calzoncillos el “cuadernito” unitario de 1826), instaba a convocar una Asamblea Constituyente. En Córdoba Mariano Fragueiro se pronunciaba de manera similar, y varias provincias propiciaban la formación de una asamblea representativa presidida por Quiroga.
Facundo, superando su pasado de violencia y crueldad, se había convertido en un estadista a nivel nacional. En esta clave se puede entender la ayuda financiera que brinda al joven Alberdi para que perfeccione sus estudios. Su proyecto (y tal vez su propia persona) contaba sin embargo con un enemigo solapado: Juan Manuel de Rosas, quién no se cansaba de poner dialécticas piedras en la rueda de la Constitución, argumentando que persistían los tiempos de violencia, lo cual tornaba prematuro todo intento institucional.
En Febrero de 1835, Barranca Yaco simbolizó no solo el final físico de un reumático terrateniente riojano, sino el de un proyecto constitucional de la Argentina Interior, proyecto que fue como el canto del cisne de una región cada vez más a merced de la potente Argentina del puerto y de la aduana.

Rosas: pateando la pelota hacia adelante
La organización definitiva pasó a ser una materia pendiente que Rosas llevó a la larga durante sus dos décadas de hegemonía. Hegemonía sustentada en ambos extremos del arco social. Sus partidarios se encontraban tanto en la clase de los propietarios terratenientes (a la que pertenecía) que vieron en él a la mejor opción para recomponer y reproducir la estabilidad social; como entre las masas urbanas y rurales, que lo veían como su mejor garantía para obtener mayor justicia social. Estos y aquellos, más una nueva clase de agentes comerciales aliados con intereses extranjeros, esencialmente británicos, formaban las columnas en que se sostenía el régimen rosista.
Los años del Restaurador de las Leyes, pese a ese título, no dieron a luz a la Ley Fundamental de la Nación. No hubo tampoco por cierto, una restauración del antiguo orden colonial Si en cambio, se fue sedimentando un discurso en los distintos actores sociales acerca de que cuando se produjese la tan ansiada institucionalización, ésta debía ser realizada no solo bajo la forma del republicanismo sino también del federalismo.
Si nuestra actual Constitución Nacional tiene un antecedente directo ese es el Pacto Federal de 1831. En este establecía que debía formarse una Comisión Representativa con sede en Santa Fe, integrada por un representante de cada una de las provincias adherentes con las siguientes atribuciones: 1º) celebrar tratados de paz en nombre de las tres provincias expresadas, conforme a las instrucciones que cada diputado tuviera de su respectivo gobierno; 2º) hacer declaración de guerra contra cualquier otro poder en nombre de las tres provincias litorales; 3º) ordenar el levantamiento del Ejército en caso de guerra contra cualquier otro poder, en nombre de las tres provincias en forma ofensiva o defensiva, y nombrar el general que debería mandarlo; 4º) determinar el contingente de tropa con que cada una de las provincias debería contribuir; 5º) invitar a todas las demás provincias de la República, cuando estuvieran en plena libertad y tranquilidad, a reunirse en federación con las tres litorales, y a que, por medio de un Congreso General Federativo, se arreglara la administración del país, bajo el sistema federal, su comercio interior y exterior, y la soberanía, libertad e independencia de cada una de las provincias. Además, se comprometían a no firmar tratados por separado con otras provincias y a no otorgar asilo a ningún criminal que buscara refugio en una al huir de la otra; declaraba además libre el tránsito interprovincial.
El Pacto Federal fue firmado originalmente por Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos. Luego se fueron adhiriendo las restantes provincias. Ese tratado es mencionado tácitamente en el Preámbulo de la Constitución Nacional cuando se afirma que los representantes del pueblo de la Confederación Argentina reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las Provincias que la componen lo hacen en cumplimiento de pactos preexistentes.
Mucho del articulado del Pacto Federal no pasó de ser letra muerta, mera expresión de deseos. Sin embargo los largos años de autocrático gobierno de Rosas, van dejando pese al mismo Rosas, un sedimento “constitucional”. Esto lo vieron con contemporánea claridad desde el exilio, Alberdi y Sarmiento, seguramente los más lúcidos representantes de la Generación del 37, aquella que había apostado al proyecto de organización nacional a partir de los caudillos federales del Interior.
Alberdi sostenía que el país había avanzado poco y nada (en realidad había retrocedido) bajo el gobierno de Rosas. Sin embargo el régimen había logrado un objetivo positivo: la centralización del poder. En igual sintonía se expresaba Sarmiento al sostener que “los unitarios han perdido, pero ha triunfado la unidad; han vencido los federales, pero la federación ha sucumbido”. Para ambos pensadores Rosas había logrado restablecer el orden, quedaba por cumplir el postergado sueño de libertad. Para el sanjuanino en particular, la reconciliación entre las facciones beligerantes solamente se podría dar por medios pacíficos, a través de una Constitución aprobada por el voto de la población, convertida en “el medio más poderoso de pacificación y de orden interior”.
Es en ese estado de cosas, cuando en 1847 el tucumano lanza una bomba revulsiva para tirios y troyanos. Invita a los jóvenes exiliados (el mismo lo es) a deponer pasiones y colaborar con Rosas para alcanzar la tan ansiada Constitución. Pretendía que el Restaurador abandonara sus prácticas represivas y negociara una salida institucional, donde no necesariamente estaba excluido. En la propuesta de Alberdi, el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, podría convertirse perfectamente en el primer Presidente Constitucional de la Confederación Argentina.
Rosas ni siquiera contestó a la propuesta alberdiana. Lo cual no sorprendió a nadie dado el perfil político del autócrata terrateniente de las pampas. Desde su ególatra omnipotencia, el señor de San Benito de Palermo no comprendió (ni intentó hacerlo) esta tentativa de conciliación. Si fue entendida por otros jefes federales (entre ellos Urquiza), demostrando que la propuesta había sido fecunda a largo plazo.
Finalmente sobreviene Caseros. Rosas parte a Southampton y al olvido. Los sectores dominantes de la emergente ganadería del litoral cuyo representante es el vencedor General Urquiza junto a las élites del interior deciden que la hora es propicia para organizar definitivamente al país. Creen que el sistema republicano, representativo y federal no es discutible. Por lo menos en teoría tienen razón. Otra cosa es cuando la normativa toque o vulnere intereses concretos. En esta dualidad hay que encontrar la razón de la secesión porteña y su no aceptación de la Constitución que se promulgará en Santa Fe en 1853.

“Rosas no ha hecho nada útil para el país”
Esta frase que expresa al mismo tiempo reprobación y desangelado desconsuelo pertenece a Juan Bautista Alberdi. La escribe en 1847 tras sufrir el ominoso silencio del Restaurador a su proyecto de institucionalización, tal como vimos. Más allá de su herido amor propio, el tucumano no andaba del todo desacertado en su definición del módico autócrata de las pampas. Acertaba en tanto Rosas se había apropiado de algunas formas simbólicas del antiguo orden colonial, “restaurándolas” para consolidar su propio poder. Tal el nacionalismo xenófobo y la exaltación de una arcadia rural que por lo menos en el género discursivo dominaron el imaginario colectivo de la Santa Federación. Y no todo había sido mero discurso. Entre las acciones concretas se podía contar el desmantelamiento del Banco Nacional, la resistencia a las nuevas formas de tecnología y producción, la restricción a la libre circulación de hombres e ideas, y por supuesto, la férrea negativa –privilegios porteños de aduana mediante- a la organización nacional definitiva.
Todo esto era cierto aunque paradójicamente, tal como Alberdi y el resto de la Generación del 37 reconocían con distintos grados de reticencia, el país había avanzado durante los años de Rosas…a pesar del mismo Rosas. Así las restricciones impuestas por la dictadura punzó al avasallante empuje del capitalismo europeo no habían podido evitar un crecimiento económico que medido en parámetros de la época, era espectacular. Si bien en la punta de la pirámide de ese crecimiento se encontraba un áulico círculo rosista de hacendados y agentes comerciales, la bonanza también se derramaba escalones abajo. Especialmente entre la extranjería. Esos vascos, esos gallegos, esos irlandeses, llegados al país en proletaria y literal huída de las hambres europeas (mal que les pese a sus descendientes argentinos que reinventan a sus míseros genitores, haciéndolos portadores de nobiliarios escudos éuskaros o celtas), formaban hacia 1850 la mayoría de la población económicamente activa no solo de Buenos Aires y el Litoral, sino de distintos enclaves del Interior. Nos encontramos ante una sociedad dinámica y cambiante pese al discurso demagógico, estamental y falazmente tradicionalista del rosismo, que asiste paradojal y contemporáneamente a un proceso de disciplinamiento social. Con lucidez Alberdi sostuvo que la gran contribución del régimen rosista fue la de haber domesticado a las masas, permitiendo a futuro una nueva relación entre los factores de poder y la sociedad civil. Relación que colocaría a la Argentina en favorable posición para dar el gran salto hacia el orden y el progreso. En ese sentido Rosas había sido un positivista a medias: su larga autocracia alcanzó el orden. Faltaba el progreso.

Llegaste justo, José…
Pero hacia 1850 los aportes positivos de Rosas hacía tiempo que se habían agotado. Solo su desmedida vocación de poder y el apoyo de la oligarquía saladerista porteña que hacia pingues negocios con los mercados esclavistas de Cuba y Brasil, mantenía inercialmente a la Santa Federación. Era un círculo vicioso de reproducción mutua. La industria de los saladeros –sostén económico del régimen- había provocado graves distorsiones socio económicas. Si bien proporcionaba enormes beneficios al áulico circulo terrateniente de la Provincia de Buenos Aires, su escaso nivel tecnológico así como las relaciones feudales de trabajo forzosamente inherentes a su modo de producción, retrasaban el progreso de la región en su totalidad. En idéntica sintonía y como prístina demostración de defensa de los intereses de la clase a la que pertenecía y le daba sustentación política, cada vez con mayor frecuencia Rosas apelaba a la fuerza en nombre de esa oligarquía para obstaculizar los ya inevitables procesos de cambio.
El desafío final a la hegemonía del tasajo provino de un grupo de similar conformación social al grupo dominante porteño: nos referimos a los ganaderos litorales que en esos años alcanzan un desarrollo económico notable a favor de la expansión lanar. No conviene sin embargo exagerar el progreso de Entre Ríos. En la provincia mesopotámica la tenencia de la tierra estaba tan concentrada como en Buenos Aires. Al igual que Rosas, el gobernador Justo José de Urquiza representaba y era al tiempo el mayor exponente de esos latifundistas
Hacia 1850 en sintonía con la cambiante dinámica social antes mencionada se estaba produciendo un reacomodamiento de los grupos de poder. La puja entre la oligarquía porteña y la entrerriana implicaba un enfrentamiento no solo de carácter económico sino la lucha por la primacía nacional.
Caseros llevó a la superficie manu militari esos intereses y provocó una aceleración de los tiempos. Nadie puso en duda que tras la teatralizada batalla del 3 de febrero de 1852, los cambios tantas veces demorados ya no podrían verse obstaculizado por ningún déspota anacrónico y reaccionario. El desafío de la nueva generación de líderes nacionales consistía en reemplazar un gobierno arbitrario por un poder restringido y sin dudas autoritario, pero regulado e institucionalizado.
No era un desafío fácil. Había junto a la euforia de la hora, más dudas que certezas. ¿Qué pasaría con el monopolio de las rentas de aduana que hasta el momento detentaba el puerto porteño? ¿Se podría vencer la hegemonía de Buenos Aires permitiendo una participación decisiva en la administración nacional de grupos y áreas geográficas excluidas en el pasado?
Pronto los hechos dieron respuesta a esas preguntas. Rápidamente Buenos Aires se volvió contra su “libertador” de la víspera iniciando un proceso que culminaría en la secesión del 11 de setiembre de 1852. Ante la provocación separatista Urquiza se movió con prudencia y moderación. Pensaba que una vez sancionada la tan anhelada Constitución Nacional, la Legislatura de Buenos Aires ratificaría la misma. El optimismo del entrerriano demostró ser infundado. El puerto no estaba dispuesto a perder sus privilegios. Buenos Aires llegó a levantar ejércitos para impedir la reunión del Congreso Constituyente. Pese a tan cerril oposición, este comenzó a funcionar en Santa Fe. Veamos el como y el modo de ese funcionamiento. Desacartonando el pasado, traigamos a nuestro presente las prácticas de esos actores devenidos por fuerza de los hechos en “expertos constitucionalistas”.


Convencional buena presencia, joya nunca taxi, se alquila
Cuando uno hace referencia a una Convención Constituyente aparecen imágenes recurrentes: doctos personajes enfrascados en la lectura de libros, tratados, papeles de toda índole. Sesudos debates de alta jerarquía intelectual. Y un todo contextual de solemnidad dado por la tarea de formular leyes fundamentales para el futuro y el destino de la Nación. Afirmó con certeza Benedetto Crocce que toda historia es historia contemporánea. Nuestro presente nos lleva a idealizar a los congresales que se reunieron en Santa Fe de una manera que por ejemplo desde el punto visual, es tributaria de la estética que dimana de un afamado cuadro que impone su majestad escénica en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso Nacional .
Frente a este empaque leguleyo construido crocceamente en el imaginario colectivo con posterioridad a los acontecimientos, recurrimos al antídoto de la atrapante (y tendenciosa) narrativa un historiador revisionista para desmitificar el lugar, los hechos y los hombres: `Fue por la primavera del 52 que empezaron a llegar a Santa Fe, vieja ciudad de caudillos, unos señores estirados, graves y solemnes; que pusieron con sus fracs europeos y sus labios rasurados al estilo unitario, la nota exótica en la tranquila y somnolienta calma de la vida provinciana. Discurrían con ademanes ampulosos sobre “los pueblos” señalando el desierto que empezaba a pocas cuadras de la plaza Mayor, y hablaban con difícil y encendida prosa sobre “la libertad” mientras los amplios corbatones y las camisas de plancha los mantenían sudorosos y oprimidos, pues no eran esas prendas las más apropiadas para Santa Fe y para el cálido mes de noviembre. Pero ellos querían demostrar que la civilización es sólo una, y no conoce geografía ni termómetro.
Los criollos, que calafateaban en la Ribera las famosísimas goletas santafecinas, los veían pasar, solemnes y despreciativos, depositarios de la fórmula mágica que traería el “bienestar general”; mientras las habilidosas mujeres, tejiendo las fuertes telas del litoral (toscas tal vez, pero que duraban toda la vida), comentaban alegremente las vestimentas de colores extraños usadas por quienes querían vestir la Patria con ropaje constitucional. Los veteranos blandengues del Patriarca, que corrieran media Confederación en el ejército del Brigadier invicto, y que pocos años atrás se habían batido como bravos junto a Mansilla y Santa Coloma en el Quebracho y San Lorenzo, trataban de penetrar el sentido de alguna frase difícil, como esa de “proveer a la defensa común”, oída al paso de alguna atildada y enfática pareja de congresales. Junto a la puerta de la Aduana, el viejo Bustamante miraba asombrado los “fraques”, que venían a hacer Patria, mientras acariciaba entre sus manos quemadas por cuarenta años de guerras, el tambor que Belgrano le diera en Tacuarí, y con el cual repetía continuamente los compases de la carga famosa de su niñez´.
Si, eran los hombres del fraque, que pese a la vestimenta no tenían el empaque solemne de aquel Tezano Pintos que no había sabido apreciar la sabiduría de andar en calzoncillos en el tórrido verano santiagueño. Elegidos de modos disímiles por las trece provincias interiores, los convencionales no se destacaban, salvo excepciones, por su vuelo intelectual. Algunos ni siquiera pertenecían a las provincias que deberían representaban. En Buenos Aires los llamaron “alquilones”, porque ´ni Elías ni Martínez sabían donde quedaba La Rioja, cuyos intereses representaban; ni Huergo ni Gondra podían señalar a conciencia el sitio exacto de San Luis, que los había “elegido”; ni Gutiérrez había pisado jamás Entre Ríos; ni Alvear, Catamarca; ni Lahitte y del Carril eran nativos de Buenos Aires que los “enviaba”, ni tampoco Pérez de Entre Ríos; mientras Seguí, Gorostiaga, Delgado y Barros Pazos faltaban respectivamente de Santa Fe, Santiago, Mendoza y Córdoba desde sus años mozos y muy pocos los reconocerían por allí, no obstante haberlos “votado”´.
El relato precedente juega en clave irónica con la complicidad del lector. El autor del mismo es José María Rosa, uno de los revisionistas más reconocidos y sin duda el de mayor impacto en el público en general. Su Historia Argentina fue una obra de largo aliento (13 tomos, luego ampliados a 17) y constituyó un éxito editorial de proporciones. Rosa es un cabal ejemplo de esa generación de intelectuales para quienes la interpretación de la historia nacional se constituyó como un campo de batalla político, en el que la presentación de una visión alternativa a la oficial de la historia argentina se convirtió en un importante eje de un combate ideológico orientado a la impugnación del orden socioeconómico y político existente. Siempre dispuesto a dar batalla por el presente utilizando como arma (lejos de todo rigor heurístico) su interpretación del pasado, es en esta clave que se puede entender por ejemplo, que halla encomillado los términos “elegido” y “votado”, lo cual constituye un anacronismo. Es pretender pensar y cuestionar los modos de designar representantes a mediados del siglo XIX desde la óptica de una decencia de los modos electorales que recién comenzará a hacerse perceptible a partir de la promulgación de la Ley Sáenz Peña en 1912.
Así que mal que les pese al espíritu de Pepe Rosa y a otros venerables espectros del hoy historiográficamente obsoleto revisionismo histórico, no debemos rasgarnos las vestiduras por el modo en que los padres fundadores del orden institucional llegaron a serlo. Ni aún ante el peligro de que esas vestiduras queden embadurnadas por el dulce de leche de un alfajor santafesino…

El otro Yo del Doctor Merengo
Todavía no en estatura de próceres con derecho a que sus nombres figuraran en el nomenclador de alguna calle secundaria de nuestras ciudades, los convencionales se reunían en el local en que Hermenegildo Zuviría abrió en Santa Fe en ese año 52, un despacho de bebidas y fábrica de alfajores en la esquina de las calles del Cabildo y San Jerónimo, frente mismo al lugar donde funcionaba el Congreso Constituyente. Don Merengo – así se lo llamaba familiarmente – gozaba de justa fama como repostero y de buen aprecio por su correcto trato. La alfajorería de Merengo era el punto de reunión de la sociedad santafesina en los anocheceres veraniegos, cuando el insoportable calor imponía la tertulia con abanicos, panales y dulces provincianos.
En los altos de Merengo el ministro y constituyente Manuel Leiva había alquilado cuartos para sus colegas en el Congreso que por recelo liberal no se avenían a la hospitalidad del convento de San Francisco o del antiguo – y por entonces vacío – Colegio de los Jesuitas. Allí paraban Juan María Gutiérrez, José Benjamín Gorostiaga, Salustiano Zavalía, entre otros. Allí los dos primeros estudiaron el anteproyecto constitucional de Alberdi que habría de someterse definitivamente en el salón del Cabildo.
Dos de los residentes en la alfajorería de Merengo, Gorostiaga y Gutiérrez fueron los redactores reales del Proyecto Constitucional. Así entre diciembre de 1852 y enero de 1853, mientras sus “colegas” se entretenían a orillas del río donde calmaban ardores y ausencias desfogándose con las chinitas que servicialmente les brindaba la élite santafecina, los dos pobres juristas dedicaban largas horas a traducir a lenguaje llano “los trabajos abstractos del doctor Alberdi”.
No debemos sin embargo exagerar la participación de Gorostiaga y Gutiérrez. En esencia, la Constitución sancionada en 1853 es la obra de Alberdi, con algunos agregados extemporáneos e ilógicos.

La Constitución nace manca
Ya tenemos Constitución. El cuadernito de los doctores unitarios de 1826 ha sido sustituido por un libro que constaba de un preámbulo y 107 artículos divididos en dos grupos: declaraciones, derechos y garantías, por un lado; y por el otro el referido a las autoridades de la nación dividido a su vez en dos títulos: gobierno federal y gobiernos provinciales. El gobierno federal estaba dividido a su vez en poder ejecutivo, legislativo y judicial.
Sancionada el 1 de mayo, promulgada el 25 del mismo mes y jurada solemnemente el 9 de julio de 1853 adquiere desde el inicio una entidad incontrastable. Nótese que las fechas coinciden con las de la patria misma, lo cual no es casual. Regresan entonces los convencionales a sus provincias reales o supuestas con la satisfacción del deber cumplido, empalagados de alfajores y el recuerdo de algún cuerpo mestizo.
Esta satisfacción podía ocultar un hecho: si la Constitución pretendía tener fuerza de ley sobre todo el territorio, era ésta una Constitución manca. Buenos Aires, la provincia más poderosa no la había reconocido. La unidad política que tras la euforia de la caída de Rosas se había pensado lograría ser fundada a partir de la sanción de una Constitución, se quebró con el golpe porteño del 11 de septiembre de 1852. Como expresamos previamente Buenos Aires no aceptó transferir su poder económico (la aduana tal como lo establecía el artículo 19 del Pacto de San Nicolás) ni tampoco aceptó ponerse a nivel de igualdad política con los “trece ranchos” al enviar la misma cantidad de representantes que cada una de las restantes provincias. Así durante casi una década habrá una coexistencia armada dentro del territorio nacional de dos unidades políticas: la Confederación Argentina con asiento en Paraná y el Estado Libre de Buenos Aires.
El conflicto se dirimirá a favor de la supremacía porteña en la ficcional puesta en escena de la batalla de Pavón, en septiembre de 1861. Para que este final fuera posible, para que esta batalla pour la galerie cerrara aparatosamente el acuerdo entre la burguesía porteña y sectores emergentes de las élites del Litoral en desmedro de los viejos estamentos del interior mediterráneo, hubo que realizar en 1860 la primera reforma a la Constitución.
Sintéticamente esta reforma estableció que los derechos de exportación no serían considerados como rentas nacionales y tiró la pelota hacia adelante en el ríspido tema de la cuestión capital al establecer que ésta se establecería en aquella ciudad que designara el Congreso previa sesión de la legislatura local . Mientras tanto las autoridades nacionales residirían en la ciudad de Buenos Aires. De esta forma la Constitución determinó el papel del presidente de modo teórico y ayudó a que en la práctica se negara lo que en la teoría se normaba.
Durante las tres presidencias ocurridas desde 1862 a 1880 los titulares del Poder Ejecutivo Nacional debieron desempeñar su papel constitucional en un territorio muchas veces hostil y siempre ajeno, donde carecían de los medios necesarios para hacer efectivo el poder político debido a su coexistencia obligatoria en la misma ciudad con el gobernador de la provincia más poderosa. El caso más patético fue el de Nicolás Avellaneda que llegó a decirle a un amigo, señalándole a un policía de facción en la Casa de Gobierno: “-ves ese milico que está allí, pues sobre él el presidente de la Nación no tiene la menor autoridad. Es más, si se le ocurre a Tejedor (gobernador de la provincia de Buenos Aires), éste puede ordenar que me detenga”. La federalización de la ciudad de Buenos Aires dirimirá la larga cuestión capital. La provincia porteña entregaba su puerto y su aduana a la Nación, pero como con ironía señaló el profesor de historia (entre otras actividades) Juan Domingo Perón, para entonces ya la Nación era Buenos Aires.
Superada esta cuestión, y en lo que estrictamente a la Constitución atañe, tenemos entonces a partir de 1860 un corpus legal que en esencia va a permanecer inalterable hasta la reforma de 1949, pues los cambios realizados en 1866 y 1898 modificaron solamente cuatro artículos menores. Relacionados con la pertenencia de los derechos de exportación al tesoro nacional en el primer caso, y con la proporcionalidad aplicable a la elección de diputados y al número de ministros, en el segundo.

Construyendo ciudadanía y exclusión
Sostiene Michael Foucault que hay veces en que el derecho se erige simplemente en un instrumento de dominación, y como tal trasmite y hace funcionar relaciones que no son otra cosa que relaciones de exclusión.
La esencia de nuestra Constitución asume ambigüedades y contradicciones que tornan pertinente la definición de Foucault. De carácter liberal, -la declaración de derechos y garantías responde ciertamente a esa impronta-, nuestra Carta Magna no escapa a el contexto de época en que fue creada. Hay artículos que ciertamente contienen normas que no contribuyen a integrar sino a discriminar. Véase sino el inciso 15 del artículo 67 que entre otras atribuciones del Congreso, institucionaliza la conversión (forzosa) de los indios al catolicismo. Impuesto en 1853, recién en 1994 fue eliminada ésta cláusula. Demos por sentado que el espíritu racista de 1853 se extendió a las Reformas de 1866 y 1898. No entendemos por que no fue eliminado en 1949 o 1957. Tal vez intentar entender esta rémora legal implique aceptar la existencia de un lado oscuro de la sociedad argentina del cual la Constitución sería solo el reflejo.
Asimismo el artículo 25 privilegió taxativamente a determinada migración. Su texto no deja margen de duda al respecto: “el Gobierno Federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni grabar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”. El gobernar es poblar de la consigna alberdiana implicaba hacerlo con gente de pigmentos claros.
No es conveniente sin embargo cargar las tintas en demasía sobre el espíritu discriminatorio de la Constitución. En esencia creemos que el debate debe darse en torno a la interrelación entre normativa y realidad. Hay ciertamente un paradigma civilizador del cual la Constitución es reflejo. La normativa igualitaria (pese a estos artículos que se oponen a ese espíritu) está de acuerdo a las ideas positivistas, ideas dominantes y hegemónicas en la época. Éstos artículos en tal sentido no serian sino la excepción que confirma esa regla igualitaria. Todo ello respondiendo en lo económico a un modelo concreto de inserción del país bajo un perfil agroexportador asociado subordinadamente al capital financiero, especialmente al de origen británico. Sin embargo, esta visión no tiene en cuenta una contradicción básica entre los postulados universalistas proscriptos desde lo político en la Carta Magna, y la libertad de mercado en lo económico que también postula el andamiaje normativo, contradicción esta que se expresa en la desigualdad y subordinación que tiñen las prácticas cotidianas del hecho social.
A finales del siglo XIX y principios del XX se acentúa la tensión entre una normativa teóricamente universalista integradora y un contexto real restrictivo, lo cual, y en opinión de las historiadoras Marta Bonaudo y Elida Sonzogni “...obliga al Estado entre el fin de siglo y la Primera Guerra Mundial, ha replantear su rol. Estos diferentes actores van generando, a través de sus demandas la necesidad de rediscutir el papel punitivo de éste o su desempeño solo como garante del orden en términos de legalidad. En ésta etapa se comienza a colocar en el plano de la discusión la importancia de reformular sus niveles de ingerencia operando más ampliamente como regulador y árbitro de las relaciones sociales”.
Ese Estado opera sobre una nueva sociedad donde la cuestión social toma creciente importancia. Paradójicamente la conflictividad entre normativa y realidad se asienta en los postulados de ese artículo 25 que fomenta la inmigración europea. Claro que no han llegado, salvo en pequeñas cantidades, los “industriosos y civilizados” anglosajones y germanos que pretendía Alberdi para construir una sociedad de farmers en éstas pampas, sino que ha sido de la Europa mediterránea y oriental de donde arribaron los migrantes que no encontraron por cierto acceso a la propiedad de la tierra. Ésta ya había sido parcelada en beneficio de las élites oligárquicas. A su vez, la Conquista del Desierto había dado el verdadero sentido del inciso 15 del artículo 67 de la Constitución Nacional: a los indios se los convertía “pacíficamente” al catolicismo a fuerza de fusil.
En esa mezcla de igualitarismo normativo y exclusión de hecho, surge un discurso donde la hipocresía campea por sus fueros. El mito de la Argentina crisol de razas es entendido por buena parte de la sociedad de una manera muy particular. Un sector ve sin duda en el artículo 25 o en el inciso 15 del artículo 67 (recordemos que este recién fue derogado en 1994), algo más digno de elogio que de reprobación. Esta “conversación general” no es fácilmente erradicable. Como bien expresó Waldo Ansaldi en “La construcción de una ciudadanía democrática requiere necesaria e imprescindiblemente de la abolición de toda forma de discriminación, viejas y nuevas. La común prohibición, en locales bailables de la ciudad de Buenos Aires, de entrada a jóvenes y adolescentes de tez morena y/o cabellos negros es un caso harto conocido. Del mismo tenor es la aberrante conducta de quince mujeres “de la alta sociedad» salteña que amenazaron con incendiar la catedral de la ciudad de Salta y presionaron al vicario episcopal para que -como finalmente ocurrió- quitara del atrio un «pesebre criollo» cuyas imágenes tenían rasgos collas y estaban vestidas con trajes bolivianos, «argumentando» que de ese modo las mismas no se mostraban en “su perdurable belleza”.
Si en señoras de las cuales quizás no pueda esperarse otra cosa, esa actitud es grave y repudiable, en otro caso la conducta es gravísima y más repudiable aún por tratarse de un hombre con funciones de gobierno muy importantes -las cuales lo ponen (deberían poner) en un plano de acción en favor de la cohesión social-, como el protagonizado por el gobernador de la provincia de Chubut. Según la prensa, el mandatario, Carlos Maestro, momentos antes de una grabación televisada, sin advertir que el micrófono estaba abierto le pregunta a un colaborador: « ¿Cómo se llama esa mina, medio rompebolas? Esa que era más loca que la mierda... Esa que es medio india, dirigente mapuche».No hay excusa alguna para justificar tamaña agresión, tanto en términos de género -por su condición de mujer, degradada a la de mina-, cuanto de conducta -«medio rompebolas»-, de estado –“más loca que la mierda”-, de pertenencia étnica –“medio india”- y de responsabilidad –“dirigente mapuche”.
Los ejemplos que da Ansaldi pueden multiplicarse hasta el infinito. Esta multiplicidad en cierto modo, despoja de parte de culpa a nuestra Vieja Dama Indigna, trasfiriéndola a la sociedad de la cual es Ley Suprema. Ella ha creado ciudadanía a lo largo del tiempo y a su vez a establecido normativamente la exclusión racial. No debemos sorprendernos que una posible síntesis sea el actual resultante de esta construcción constitucional: una sociedad de ciudadanos racistas, con un hipócrita doble discurso. Discurso que en situaciones límites se torna prístinamente descarnado. Como cuando ante el éxodo de miles de personas de clase media durante la crisis del 2001/02, era habitual escuchar lamentos por la partida de tantos “buenos argentinos” al tiempo que se señalaba compungidamente la pena por lo que le pasaría al país en el futuro, dado que “los negros de mierda” se quedaban.

La Constitución entuavía no llegó
Relata Jorge Abelardo Ramos en Revolución y contrarrevolución en la Argentina un episodio acaecido en 1905, cuando el Presidente Quintana cansado de que las cámaras legislativas no trataran los proyectos de leyes que enviaba, procedió a clausurar el Congreso. Esto produjo una gran conmoción. Una multitud se agolpó frente al Palacio Legislativo. Un diputado histriónicamente preguntaba a los gritos: -¡la Constitución, ¿donde está la Constitución?! Un soldado del cuerpo de bomberos de facción frente al edificio lo escuchó y burlonamente le contestó: -entuavía no llegó-.
Este suceso refleja la indiferencia con la que buena parte de los sectores subalternos asumían el proceso institucional. La Constitución que entre sus funciones fundamentales tenía la de crear ciudadanía era objeto de esta mofa. La razón última de estas ironías se encontraba en la dicotomía entre una normativa igualitaria e integradora, y una práctica decididamente restrictiva que hacía del fraude electoral una herramienta fundamental de la vigencia y reproducción del régimen oligárquico fortalecido especialmente a partir de 1880. Régimen falaz y descreído lo llamará con su kraussista estilo, Hipólito Yrigoyen. Precisamente será éste quien acaudillará durante los “veinticinco años seculares” , un movimiento cuya bandera más significativa (en esencia tal vez la única), será la plena vigencia de la Constitución Nacional. Entienden los hombres del radicalismo que el fraude es una anomalía que no está prescripto en la Carta Magna sino que atenta contra el espíritu de la misma.
Es una afirmación discutible. Los Constituyentes de 1853 (y su tucumano numen inspirador) no creían en el sufragio universal como medio de representación política. El Preámbulo lo expresa claramente: “el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes”. Y como éstos eran elegidos mediante componendas entre los distintos sectores de poder, deliberaban y gobernaban las minorías con el pueblo ausente. La chusma y el populacho debían ser excluidos dando paso a la inteligencia y la fortuna. Esa adjetivación tenía un claro sentido restrictivo para los hombres de la Organización Nacional.
Es evidente que la sociedad argentina fue cambiando a lo largo de esa segunda mitad del siglo XIX. Aunque en esencia es igualmente burda la paródica opción de los soldados de Urquiza por candidatos tales como “Felipe Lotas” o “Serapio Ludo” en 1852, con el acaparamiento de libretas electorales por parte del pintoresco Cayetano Ganghi (un cololichesco “caudille positive” que orgulloso de su eficiencia le muestra a Carlos Pellegrini un cajón repleto de libretas incautadas, listas para ser utilizadas a favor del mejor postor), el contexto no es el mismo. Las revoluciones cívico-militares de 1890, 1893 y 1905 se ocuparon de recordar a las élites que el pueblo quería participar de la cosa pública mediante la pureza del sufragio.
Tal vez hablar de pueblo de modo genérico tal vez sea inapropiado. Si se puede afirmar que a principios del siglo XX ha aparecido un nuevo actor social constituido por los sectores en ascenso, esos segmentos de una creciente clase media hija en gran parte de la inmigración (con el aditamento de argentinos viejos) que no encuentran un espacio político en correlatividad con el lugar que ya ocupan en el espacio social.
El hecho de elevar estos sectores a la Constitución como emblema de su causa nos indica el valor simbólico que va adquiriendo la Carta Magna más allá de la intencionalidad originalmente restrictiva de sus redactores.
Este conflicto se resolverá parcialmente cuando los sectores más lúcidos del régimen descompriman la situación al votar en 1912 la ley de sufragio universal con padrón militar para los ciudadanos varones . Pero como una endemia similar a las plagas de langosta que por esos años azotaban nuestros campos, el fraude retornará con virulencia en la década de 1930. Realizado en algunos casos en nombre de los principios constitucionales. Tal el llamado “fraude patriótico” ejecutado por los conservadores para evitar el retorno de la “chusma radical”.

La Reforma del Chaucha
El 3 de septiembre de 1948 Perón anunció al país la próxima Reforma de la Constitución Nacional. El 24 de enero de 1949 quedó constituida la Convención Reformadora, presidida por el coronel domingo Mercante. La oposición radical negó validez a la Convención y se retiró de la misma Por lo tanto el 9 de marzo de 1949 se aprobaron sin disenso, discusión o debate, las Reformas propuestas.
Las principales Reformas incorporadas incluían los derechos del trabajador, la familia y la ancianidad, el derecho a la propiedad privada con una función social y el capital al servicio de la economía nacional. Por el artículo 40 se nacionalizaban los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas y las demás fuentes de energía exceptuando los vegetales. Se estatizaban también los servicios públicos y se prohibía su enajenación o concesión a particulares. .En el plano político permitía la reelección presidencial y constituía también a la Suprema Corte de Justicia como un tribunal de casación.
Para los opositores el único sentido de la Reforma obedecía a posibilitar la reelección del Presidente Perón. Lo demás era pura hojarasca. Hermosas declaraciones que envolvían en una épica nacionalista y soberana el espinoso asunto de la reelección.
El artículo más revolucionario de esa Reforma es el número 40 que declara de propiedad exclusiva del estado argentino, al subsuelo nacional. Lo que en buen romance significaba que el petróleo no podía ser explotado por el capital extranjero. El artículo 40 era el símbolo máximo de la soberanía que proclamaba el peronismo. Cuando el mismo es aprobado por la Asamblea Constituyente, Arturo Sampay llama emocionado al presidente de la Nación para darle la buena nueva. Sin embargo, éste le contesta lo siguiente: “-Lo que yo quiero saber es si ya aprobaron el tema de la reelección. Lo demás es puro papel”. Y agrega: “-o usted nos cree tan pelotudos que por más que lo pongamos en la Constitución, nos vamos a enfrentar al gobierno de Estados Unidos por el tema del petróleo”.
Sampay e Italo Luder desempeñaron en la ocasión el mismo rol que Gorostiaga y Gutiérrez casi un siglo antes. El nivel del resto de los convencionales dejó mucho que desear, medido esencialmente en el nivel de sofisticación de los modos políticos que el país había alcanzado. Ni siquiera se cuidaron las formas en la elección de los mismos. Algunos de ellos estaban ubicados en las fronteras de la picaresca, la delincuencia o el ridículo. Así, en la primera sesión un convencional por el bloque peronista, pidió la destitución del gobernador de la provincia de Buenos Aires y presidente de la Convención Constituyente, Domingo Mercante. Interrogado como podía pedir eso siendo parte del bloque oficialista, aclaró que el en realidad era radical, viajante de comercio y le había ganado jugando al truco el lugar en la lista al verdadero candidato.
Tal vez el paradigma de todo este embrollo lo constituya la figura de Antonio López Quintana, alias “el Chaucha”. Llegó a convencional sin que fuera impedimento que tuviera en su haber varias entradas por infracción a la ley de juegos y tiroteos varios. En 1952 atacó a balazos a un diputado, en 1969 cayó en un enfrentamiento con la policía bonaerense en el Tigre. En ese momento su prontuario registraba delitos contra la propiedad, juegos de azar, tráfico de drogas, etc. Con sentido de revancha evidente el diario La Prensa le dedicó una editorial a la muerte de “el Chaucha” al denominarlo personaje simbólico de la Constitución de 1949. Era esta una apreciación falaz y tendenciosa. El manejo clientelar y el turbio maridaje con el hampa y el lumpenaje es de larga data en la historia política argentina. ¿Quién podría entonces horrorizarse y tirar la primera piedra?
No seguramente los sectores conservadores con una larga tradición en utilizar elementos de acción, de Juan Moreira a Ruggierito.
Tampoco lo podrían hacer los radicales que se retiraron de la Convención como campeones del civismo y de la pureza de las prácticas políticas. No eran precisamente inmaculados los intereses que, por ejemplo en nuestra zona, unían a dirigentes radicales como Juan Cepeda con elementos de acción tales como el paisano Díaz, un tenebroso explotador de mujeres hoy insólitamente reivindicado por la “rosarinada”, ese deleznable movimiento local que ensalza y eleva a paradigma referencial a cuestionables personajes telúricos, simplemente por eso, por ser “de acá”.

Reformas, parches y remiendos entre torturas y proscripciones:
Los avatares de la política argentina llevaron a que en 1955 la autodenominada Revolución Libertadora derogara las reformas de 1949 restableciendo el texto constitucional anterior a las mismas. Luego una Convención reunida en 1957 introdujo algunas de las pautas sociales ya implementadas en 1949. Inspirada en la Constitución italiana de diez años atrás, la Reforma de 1957 introdujo en la Ley Suprema el salario mínimo, vital y móvil; impulsó la participación de los trabajadores en al dirección y ganancias de las empresas, limitó la jornada laboral, reconoció constitucionalmente a los sindicatos, enunció el derecho de huelga, afirmó principios de seguridad, etc. Especialmente el artículo 14 bis (o catorce nuevo como gustan de llamar los leguleyos) encarna esos derechos sociales. Pese a estos cambios introducidos, la Constitución en sí, y el respeto a la misma, importaba muy poco. Al punto que el llamado a elecciones de convencionales sirvió para un recuento globular del tamaño real de cada fuerza política. Recordemos, es pertinente hacerlo, que la Reforma de 1957 se produjo en un marco asordinado por fusilamientos, torturas y la proscripción del peronismo.
Tal vez el mayor desprecio a la idea de legitimidad que la Constitución encarnaba esté dado por la enmienda que lleva adelante el gobierno de facto encabezado por Alejandro Agustín Lanusse en 1972. Dispuso manu militari reformas, agregados o suspensiones temporarias de varios artículos.

Le dejo un abrazo, general…
Finalmente llegó la larga noche del Proceso Militar donde la Constitución fue tirada literalmente a la basura. Se instituyó mano militari que las Actas del Proceso tenían preeminencia sobre la Carta Magna. De este modo al mismo tiempo prístino y feroz, los pretores establecieron que ni siquiera en el marco meramente teórico acataban la Ley Fundamental.
Al condicionar el funcionamiento constitucional a los estatutos por ella dictados, la dictadura se arrogó impunemente el rol de “soberano”. Este rol, que lamentablemente desde nuestro hoy, buena parte de la dirigencia política de la época le reconoció tácita o implícitamente, convertía al gobierno militar en fuente de juridicidad, en virtud de la cual la legalidad que de el dimanaba se colocaba por encima de la legalidad constitucional.
Ese rol había sido asumido por las Fuerzas Armadas antes del golpe mismo. Hacia 1975 la clase política toda se tornaba impotente al no poder controlar la violencia generalizada que se daba en medio de la quiebra final del modelo redistributivo. La sociedad civil ya no creía en una recomposición dentro de los marcos institucionales y miraba expectable a las Tres Armas. El propio partido gobernante, desquiciado por sus luchas faccionales, había abandonado toda vocación de mediación política, asumiendo implícitamente su imposibilidad de dar respuesta a hechos que consideraba inabordables. Es en este contexto en que debemos entender la forma vergonzosa en que el gobierno civil peronista dejó librada la represión en Tucumán al exclusivo arbitrio de la cúpula militar, lo que permitió trasladar la figura del “soberano” a la misma. En ese estadio había que dar solo un pequeño paso a la represión generalizada: todo aquel que no acepte al “soberano” y las medidas que este dicte se convierte inmediatamente en un enemigo sin derechos. La primera etapa de la dictadura se caracterizó por una militarización casi total de la sociedad, que pasivamente en general aceptó el clima de guerra que se le impuso. Al respecto se torna pertinente la definición de Carl Schmitt: “la guerra es un terreno apropiado…con el pretexto de restablecer el orden, se ejerce un poder ilimitado y a lo que antes se llamaba libertad se llama ahora motín y desorden”

Camino a Santa Fe pactando por Olivos.
Sin embargo este manifiesto desprecio por la ley fue generando, tímidamente al principio, decididamente después, una reacción de signo contrario en la población. Poco a poco entre las tinieblas, la gente buscó una luz de esperanza en esa Vieja Dama Indigna con la que había tenido en el pasado una relación a veces ambigua, a veces tortuosa y las más de las veces de indiferencia.
Por primera vez en la historia argentina lo institucional fue valorizado por vastos sectores del pueblo argentino. Al punto que con la restauración democrática de 1983 el candidato finalmente triunfante, Raúl Alfonsín, recorrió en campaña electoral todo el país convocando multitudes inimaginables hoy, recitando el Preámbulo de la Constitución.
En 1994 afianzado el sistema institucional y ya a salvo de asonadas e intentonas golpistas, la Constitución es nuevamente reformada. Se monta toda una misa en escena para darle al boato necesario. Actos y reuniones se suceden en Santa Fe, Paraná y finalmente la nueva Constitución es promulgada en el Palacio San José de Concepción del Uruguay. La reforma en sí agregó principios de distinto carácter, incluso aquellos de carácter extranacional como la adhesión al Pacto de San José de Costa Rica. Se incorporan instrumentos tales como el de la consulta popular vinculante y se hace una defensa taxativa en el texto constitucional de la defensa de la democracia, la ética y los derechos de sectores tan disímiles como los aborígenes, los usuarios y los consumidores.
Todo muy bonito, muy positivo pero en definitiva un gran enmascaramiento tras bellos principios del objetivo principal de la reforma: la reelección presidencial y el afianzamiento de la clase política como tal. Esto fue percibido rápidamente por la opinión pública al considerar la reforma constitucional como el emergente del llamado Pacto de Olivos establecido entre los dos más importantes popes de la política argentina: el presidente Menem y el ex presidente Alfonsín.

“Tengo derechos porque soy argentino hasta la muerte”
Hemos ido historiando el proceso de construcción y consolidación de nuestra Carta Magna con una visión crítica e irónica, tratando de desacralizar el contexto en que ese proceso se inscribió. Es obvio que toda normativa es obra del espíritu humano. Tras lo aparentemente más excelso y más justo de la Ley se oculta la intencionalidad de los hombres que la formulan.
Eso en cuanto a quienes a lo largo de éste siglo y medio escribieron y reformularon en las sucesivas Reformas citadas. Pero hemos encabezado este ensayo a modo de introducción haciendo referencia a los actores sociales subalternos. Consideramos que tal categoría involucra en nuestro hoy a la gran mayoría de los argentinos. A esos ciudadanos a los que la Constitución ayudó a crear en tal carácter. Subalternos porque no han tenido participación activa en la formulación de las reformas constitucionales. Utilizando términos tan caros a algunos historiadores como centro y periferia, es la gente común la que actúa en este último carácter rodeando de modo satelital el núcleo conformado por la Constitución, los constitucionalistas, los cientistas políticos y todos aquellos que hacen del estudio y análisis del articulado de nuestra Ley Fundamental, una especialidad.
Y a esa gente, a ese nosotros, recurrimos los autores de este ensayo para tratar de desentrañar la relación que la une (sus pequeños amores) o desune (sus pequeños problemas) con la Constitución. O expresado de otra forma, ver el grado de inscripción simbólica que asume nuestra Carta Magna en el imaginario colectivo.
No somos cientistas políticos, tampoco sociólogos ni doctos encuestadores. Recurrimos entonces desde nuestra cuasi universal ignorancia de historiadores al sentido común general, aplicando este a un cuestionario conformado por siete preguntas que le presentamos a veinte personas en forma individual, garantizándoseles el anonimato -y va de suyo- la absoluta libertad en las respuestas. Encuadramos a grandes rasgos a los encuestados en lo que se puede definir muy genéricamente como los sectores bajos y medios de la clase media: estudiantes, profesionales, empleados, comerciantes, amas de casa. Con gran diversidad etaria, tal vez su punto en común sea su residencia actual en las ciudades de Rosario o Arroyo Seco. Lo cual no implica condición de rosarinos o arroyenses para todos ellos. También entrerrianos, misioneros, santafesinos integran esta veintena. Detallamos a continuación de la manera más sumaria posible, las preguntas y sus respuestas:
En primer término se les preguntó si consideraban que como ciudadanos gozaban de derechos. De forma abrumadora (17 a 3) la mayoría contestó afirmativamente.
Luego se les preguntó acerca de cuales eran esos derechos. Las respuestas fueron variadas, pero en general (14 sobre 20) remitieron a alguno/s de los establecidos en la Constitución. Pero solo 3 encuestados hicieron referencia específica a la Constitución.
En cambio en la tercera pregunta: ¿por qué cree usted que tiene esos derechos?, la mitad de los encuestados consideró tenerlos porque se los otorga la Constitución. En dos casos, remitieron el origen de esos derechos a la nacionalidad antes que a la normativa. Testimonio de N.P.B, nivel secundario, empleado, 64 años: “tengo derechos porque soy argentino y amo a mi país”.
Testimonio de H.V., nivel primario, empleado, 62 años: “tengo derechos porque soy argentino hasta la muerte”. Posiblemente esta enfática expresión remite concientemente o no en el testimoniante al título de una canción puesta de moda a principios de los años 70 por el teatralmente desaforado Roberto Rimoldi Fraga, un cantor enrolado en la más cerril derecha nacionalista. Paradójicamente, nuestro entrevistado se define como liberal, comprometido “desde siempre” con los postulados de la Unión Cívica Radical.
Ambos testimoniantes se ubican en el extremo más alto de la franja etaria del grupo de entrevistados.
La siguiente pregunta fue: ¿qué idea tiene de la Constitución Nacional? Las respuestas fueron en general de una vaguedad extrema. “Alguna vez la leí”, “no se me ocurre nada”, “no recuerdo”, “se algunas cosas, pero muy pocas”, etc. Un solo testimoniante: J.E.F.F., arquitecto, 45 años, afirmó tener “un buen conocimiento”.
Luego se interrogó acerca de si en la vida cotidiana, la Constitución estaba presente o no. Las respuestas fueron afirmativas y negativas por mitades.
A la siguiente pregunta sobre si consideraba que la Constitución era justa, 10 testimoniantes afirmaron que si, 7 que no y 3 no supieron o quisieron dar una respuesta sobre el particular
La última pregunta que se les hizo fue acerca de que les gustaría agregar, sacar o modificar a la Constitución. La mayoría (17 sobre 20) contestó de modo ambiguo, genérico o negativo: “no se me ocurre nada”, “no me interesa mucho el tema”, “no puedo contestar porque no lo sé”, “muchas cosas”, “la dejaría como está”, “me declaro ignorante en este punto”, “ni idea”.
Sintomáticamente los testimoniantes restantes, desean modificar la Carta Magna, no para darle mayor amplitud sino para hacer más restrictiva su normativa. Dos de ellos lo expresan taxativamente: “agregar la pena de muerte”, “pena de muerte a ciertos delitos”. El tercer encuestado nos da en principio una propuesta progresista. “más derecho a los pobres”, aunque agrega “pero cuidado, a la gente pobre pero honrada”. Nuevamente la tensión ya expresada entre integración y exclusión. Incentivado por un discurso mediático fundado en un contexto real de inseguridad y creciente marginalidad.

La Constitución y la gente. Una difusa omnipresencia.
Hecha y presentada la encuesta, algunas conclusiones. La mayoría cree que tiene derechos. No necesariamente relacionan directamente los mismos con la Constitución. Aunque “lo constitucional” esté rondando el sentido de las respuestas. La Ley hace al derecho del ciudadano. El ciudadano es producto de esa Ley. Aunque tenga una idea muy vaga (o ninguna) de la Ley Suprema. La mitad de los encuestados consideró que la Constitución estaba presente en su vida cotidiana. Igual proporción consideró que la Constitución era justa. En este estado resulta pertinente una pregunta: ¿la botella esta medio llena o medio vacía? El empate debe ser visto en el contexto de actualidad. Así la euforia institucional del regreso a la democracia de 1983, con un Alfonsín recitando el Preámbulo ante las multitudes, esa mitad hubiese significado que la botella estaba media vacía. Creemos que en nuestro hoy la botella está medio llena. Pese al descrédito de la clase política, de “lo político” en forma genérica, la mitad de los encuestados considera que, la Constitución simboliza la Justicia. Y que de diversas formas está presente en su vida cotidiana. Y la inmensa, la abrumadora mayoría muestra un asimétrico respeto por nuestra sesquicentenaria Carta Magna. “No se le anima” a la misma. Agregarle o sacarle artículos no es tarea de los encuestados. Tal vez de nadie. El tiempo anquilosa y sacraliza a la Constitución Nacional. Ciento cincuenta años de una Vieja Dama Indigna que a diferencia de la que creara el dramaturgo Bertold Brecht, no contribuye a modificar el sentido común del que, muy a menudo, la gente se siente orgullosa pero que puede responder a la costumbre, los prejuicios y las falsas apreciaciones.
Costumbres, prejuicios y falsedades cimentando un imaginario largamente elaborado desde el arriba y al que el abajo (en este caso, todos nosotros) debemos darle un nuevo sentido. Porque (en obvia paráfrasis serratiana) detrás de los preámbulos, de los convencionales, detrás de los incisos y el articulado, detrás…detrás esta la gente.















BIBLIOGRAFIA

ANSALDI, Waldo. Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el recibidor.
BONAUDO, Marta y SONZOGNI, Elida; Cuando disciplinar fue ocupar (Santa Fe 1850-90) en Mundo Agrario. Revista de estudios rurales, Nº 1.
BORDA, Guillermo A. Manual de Derecho Civil.
BOTANA, Natalio. El Orden Conservador.
GONZALEZ ARZAC, Alberto. Vida, pasión y muerte del artículo 40. En Revista Todo es Historia, Nº 31.
HALPERIN DONGHI, Tulio. Revolución y Guerra.
RAMOS, Jorge Abelardo. Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, Tomo III La Bella Época (1904-1922).
ROSA, José M. Nos los representantes del pueblo.
SABSAY, Daniel A. y ONAINDIA, José M. La Constitución de los Argentinos.
SCHMITT, Carl. La Dictadura.
YANNUZZI, María de los Angeles. Política y Dictadura.











Fernando Cesaretti y Florencia Pagni
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar

Fantasías y realidades en torno al fin del apartheid

SUDAFRICA: EL ULTIMO GRAN TREK

por Fernando Cesaretti y Florencia Pagni

Fantasías y realidades en torno al fin del apartheid
De Bernardo Kordon a Nelson Mandela

Analizar la realidad sudafricana implica superar un contexto nominativo donde el preconcepto estético tergiversa nuestro análisis. Sudáfrica es África, y África es una serie de imágenes que aunque poco tengan que ver con la realidad, influyen sobre nuestra visión de ésta. Bernardo Kordon (tal vez el mejor cuentista argentino de mediados del siglo XX), captó la sugestión de la aventura emprendida en viaje a regiones lejanas. El tipismo y colorido de África está presente en algunos de sus mejores relatos, tal es el caso del que memora desde el título, esa ciudad mítica perdida en un desierto africano: “Vagabundo en Tombuctú”. Sin embargo, Kordon nunca llega a África. Sus viajes son módicos y pedestres. Así encuentra su fantasiosa Tombuctú en la derruida estación Borges del Ferrocarril Mitre (mucho antes de que el neoliberalismo menemista la pusiera nuevamente en vigencia como cabecera del Tren de la Costa). África está presente en la imaginación de un Kordom niño, esto es un judío de barrio de la clase más humilde creciendo en la Buenos Aires de los años 30. Los descubrimientos iniciales medidos de cuadra a cuadra semejaban periplos interminables por lujuriosas selvas.
Así, en “Expedición al oeste”, Kordon nos cuenta que “...atravesamos el barrio de Almagro y soy un niño mirando las máquinas bajo el legendario puente de Bustamante. A los siete años se tiene una idea exacta del mundo. Ese trayecto era inmenso poblado de ladrones y asesinos. El itinerario admitía todas las variantes y todos los imprevistos: podíamos perdernos o ser atacados por tribus inamistosas. Pues muchas de nuestras exploraciones por otras barriadas desencadenaron alevosos ataques. Conventillos enteros se vaciaban ante la provocativa presencia de forasteros y solo nos quedaba la posibilidad de correr para escapar del peligro, estimulados por los gritos salvajes de los naturales de ese barrio. Las pedradas alcanzaban a calentarnos las espaldas, pero apenas las sentimos, e incluso llegábamos a recibirlas con alegría, ya que significaban que nos poníamos fuera del alcance de esos forajidos. Pues la experiencia señalaba que nadie puede recoger una piedra sin dejar de correr, y ese sensible blanco en nuestro lomo significaba que cesaba la endiablada persecución. Generalmente se detenían porque habían llegado al límite de sus territorios, y nos salvábamos por la misma razón que tantas veces en África se salvaron Stanley, Livingstone y Cía., pues los salvajes nunca se aventuran fuera de sus países, y entonces los exploradores pueden seguir ampliando el mundo conocido.”
Esa búsqueda de esa particular visión de África implica un ejercicio mental que niega el África real. Así el vagabundeo hacia Tombuctú comienza en la frontera uruguaya-brasileña en un lentísimo tren que cuyo derrotero cambia al pasar de un vagón a otro, de la fronda subtropical a la árida meseta castellana y de allí al desierto de Atacama. De Tombuctú ni noticias. Aunque esté omnipresente, junto a esa construcción general de África en la búsqueda de la aventura.
No solo aventura. África es en esa visión, también reducto del módico erotismo que permite la sociedad de esa época. Hay toda una continuidad entre las insinuadas protuberancias masculinas de los distintos tarzanes cinematográficos a los permitidos senos de las nativas que junto al de la estrella blanca de turno (desde Mogambo a Bo Dereck) permite la concupiscencia del espectador, estética esta que encuentra su culminación en el formidable culo de Paula, la protagonista televisiva de la serie Daktari. Serie esta que realizada en la década de 1960 (en el auge del proceso de descolonización) muestra en su estructura argumental, que los nuevos tiempos no han llegado a los guionistas yankis. Así las distintas emisiones nos muestran las módicas peripecias de los blancos habitantes de una estación sanitaria en un ambiguo paisaje de jungla y desierto. Esa ambigüedad se traslada a otros órdenes: no está claro si el país en el que actúan es una nación emancipada o continúa siendo territorio colonial (de hecho la autoridad aparece representada por un funcionario blanco, de aspecto muy british). Los nativos aparecen en la serie, ya como sumisos ayudantes del doctor blanco, ya como salvajes habitantes de las aldeas, ya como villanos de distinta laya, finalmente vencidos y castigados por sus fechorías. A todo este circo se suman chimpancés de clara inteligencia y hasta un león bizco. Pese a esta visión ridícula y racista, o tal vez gracias a ella, esta serie tuvo éxito aún en los años 70 y 80. Este erotismo sirve para enmascarar la realidad africana. Pero en todas estas tergiversaciones nada inocentes, hallamos la impronta de la hegemonía europea. El discurso es el del dominador, aunque más no sea por error u omisión. África es tal, en tanto su sarmientina relación con Europa en términos de civilización y barbarie. Podemos afirmar que desde el Congreso de Berlín en 1885 hasta el proceso de descolonización en las décadas de 1950 y 1960 esta es la estética que predomina. Tengamos en cuenta que el colonialismo, fue -entre otras cosas- un fenómeno visual. Como señala P, Johson, abundaba en banderas, uniformes exóticos, sellos conmemotarivos, y fundamentalmente una profusa cartografía, En los mapas parecía que el colonialismo había cambiado al mundo, Más allá de que el término “colonialismo” abarca una variada multiplicidad de estructuras sociales, económicas, políticas y humanas, que torna dudoso que describa algo concreto. Sin embargo dejó su impronta visual: así el continente africano de acuerdo a este discurso positivista y eurocéntrico, comienza al sur del Sahara (ni Egipto ni la costa mediterránea serían propiamente África, o lo que se espera de la idea de África). En esa delimitación meridional hay dos excepciones que confirman la regla del colonialismo civilizador: Etiopía, misteriosa y extraña, donde la impronta italiana encuentra su talón de Aquiles ; y África del Sur, donde la presencia blanca excede la simple relación europeo civilizador – nativo civilizable, del paradigma colonizador vigente.
Con todas estas prevenciones expuestas a modo de introducción, analizaremos entonces el caso de África del Sur en particular, historiando cronológicamente la conformación de la actual sociedad sudafricana.
Tendremos que remontarnos entonces al siglo XVIII. Específicamente al año 1652 en que la Compañía de las Indias Orientales establece en El Cabo de Buena Esperanza una estación de apoyo logístico para el abastecimiento de los barcos que se dirigían a las Indias Orientales. Este establecimiento dependiente administrativamente de Java fue poblado por colonos holandeses, que rápidamente excedieron a la factoría en sí. A la continua inmigración desde Holanda se le sumó una corriente de hugonotes franceses. Esta presión demográfica europea junto con las condiciones poco propicias de la Compañía, llevó a iniciar el primer trek: marchar a la ocupación de nuevas tierras. Esta emigración creo las bases de una sociedad de granjeros y ganaderos de carácter autónomo con una cultura y una lengua propia. Fueron los llamados boers o afrikaners. Tenían una concepción religiosa cerrada y dogmática, lo que daba lugar a una sociedad rural y primitiva, que fue suavizada un tanto con la llegada de los citados protestantes franceses.
La ocupación de éstas tierras implicó conflictos con las etnias africanas preexistentes: bosquimanos, que al mismo tiempo sufrían la presión de los pueblos bantúes junto con una migración que se dirigía desde el norte hacia el sur (zwazi, zulú, pondo, sosa). Vemos entonces, que los siglos XVII y XVIII encuentran al África meridional con una doble presión: la de los europeos que desde la factoría de El Cabo se expanden hacia el norte y la de los africanos que asisten a un proceso inverso: una marcha desde las regiones del norte hacia el sur. Por lo tanto, en ese momento histórico África del Sur no es una tierra vacía tal como pretendió contar la versión histórica de los blancos, sino una tierra donde los conflictos raciales están prontos a estallar.
El trekking franco-holandés iba desposeyendo a los hotentotes de sus tierras, convirtiendo a éstos a la servidumbre. A su vez el conflicto con los bantúes provocó largas luchas, a las que se sumaron las luchas intestinas entre los clanes, proceso este último que dio lugar a una centralización de las otras dispersas tribus en naciones tales como los swasi, zulú, sosa y soto. La cuestión principal seguía siendo la ocupación de las tierras y su explotación.
A principios del siglo XIX un formidable guerrero, Saka, logró conformar un breve pero temible imperio zulú con métodos draconianos, impuso la sumisión a numerosas tribus conformando un poderoso ejercito que amenazó los dominios blancos.
Una de las causas principales de la tensión entre blancos y nativos era el modo de producción económica. Los boers practicaban un tipo de ganadería extensiva a cielo abierto similar a la de los estancieros argentinos, los que implicaba que los ganados eran considerados presa licita por los pueblos nativos de cazadores.
Esta lucha permanente creó en los boers, que en Europa habían sido perseguidos religiosos, una cosmovisión ideológica basada en el racismo y en la concepción del nativo como alguien a eliminar o esclavizar para su explotación económica.
A principios del siglo XIX su suma un nuevo actor con la ocupación por parte de Gran Bretaña de la colonia de El Cabo, y la subsiguiente llegada de miles de colonos británicos. Inglaterra intenta imponer su legislación que entre otras medidas pasaba por la protección (con fines más económicos que humanitarios) de los pueblos nativos y la abolición de la esclavitud. Paralelamente la colonización británica conformada por gente inexperta no tiene resultados positivos. Los boers acrecientan sus fortunas vendiendo productos alimenticios a los recién llegados. La tensión anglo-boer se expresa a fines de la década de 1820 cuando el gobierno inglés otorga a los pueblos nativos el derecho a poseer tierras, lo cual limita la mano de obra disponible para los boers. Proceso que culmina en 1833 con la abolición de la esclavitud.
Todo esto creó las condiciones necesarias para que se produjera el Gran Trek, el desplazamiento de miles de afrikaners hacia el norte a los territorios de Orange, Vaal y Natal, donde se establecieron en forma autónoma, fuera del alcance de la legislación británica. Esta ocupación dio lugar a nuevas luchas con los bantúes.
A mediados de siglo los ingleses conquistaron estos territorios remprendiendo entonces los boers su marcha fundando repúblicas autónomas. Estos gobiernos, especialmente los de Orange y Transvaal (Gran Bretaña se había reservado Natal y El Cabo) estuvieron signados por una continua tensión racial a consecuencia de la explotación de los nativos. Los pueblos xhosa fueron la mano de obra que los boers utilizaron en condiciones de esclavitud práctica.
Un hito importante es el año 1867, en esa fecha se descubren diamantes en los territorios africanos lo que da una nueva impronta económica a la región, lo cual se complementa en 1886 con el descubrimiento del oro. Ante esto, las repúblicas boers se declaran independientes en 1881. Hay un continuo mejoramiento de las relaciones de éstas con el gobierno inglés con sede en El Cabo. La tensión va en continuo crecimiento hasta que en 1899 estalla la guerra anglo- boer. Estos últimos cuentan con el apoyo más o menos encubierto de Alemania. Gran Bretaña tuvo que apelar a todo el peso militar de su imperio para poder volcar el conflicto a su favor. Utiliza incluso métodos que inauguran con todo su horror el siglo XX, esto es, la reclusión de la población civil boer en campos de concentración. Finalmente, en 1902 los boers deben ceder. Sus repúblicas se convierten en colonias de la Corona británica. Gradualmente se les da autonomía. Finalmente, en 1910 el parlamento británico convierte a las cuatro colonias (El Cabo, Natal, Transvaal y Orange) en provincias de la recién formada unión sudafricana. El partido afrikaners gana las elecciones homogeneizando mas de dos siglos de conflictos entre blancos en una sola dirección. A los fines de nuestro estudio sobre el apartheid, a partir de entonces ya no se puede hablar de holandeses, hugonotes franceses, británicos, boers sino que la suma de todos ellos constituyen una compacta minoría blanca unidos más allá de sus diferencias por su relación frente a la mayoría negra y a las minorías de chinos, indios y mestizos.
1910 es un punto de inflexión por una parte en lo que hace a la homogeneidad política, cultural y racial de las distintas “etnias blancas” pero a su vez esa fecha no debe hacernos olvidar un proceso que ya tiene varias décadas y que es el de la consolidación del sistema capitalista en Sudáfrica. El boom de los diamantes dio lugar a una explosión minera e industrial. Será justamente la afluencia de capitales financieros británicos, las especulaciones en la Bolsa de valores de Ciudad de El Cabo y las motivaciones reales de la guerra anglo-boer, lo que dará lugar a un ensayo del economista Hobson, que a su vez servirá de base a la tesis de Lenin sobre el imperialismo como fase superior del capitalismo. Y es que en Sudáfrica el capital financiero ha estado presente en los cambios que llevan la creación de la Unión. Sudáfrica produce el 80% del oro mundial así como innumerables productos minerales. Está ubicada estratégicamente a caballo entre los océanos Indico y Atlántico tal como había sabido ver ya en el siglo XVII la Compañía de las Indias Orientales al establecer su estratégica estación de El Cabo.
Es en este contexto que debemos comprender el proceso que a lo largo de la primera mitad del siglo XX conlleva la implementacion progresiva y acentuada de una política racista de la minoría blanca hacia los grupos étnicos negros, asiáticos y mestizos que culminan con la instauración del régimen de segregación racial del apartheid.
Hemos analizado ya la cronología que permite visualizar las causas históricas y culturales que se sintetizarán en el apartheid. Pero éste es básicamente un sistema de utilidad practica más allá de las consideraciones morales que podamos hacer. El apartheid (institucionalizado en 1948) es desde antes, durante y después una solución práctica que permitió al capitalismo obtener una mano de obra barata y controlada desde el aparato del estado, indispensable para el desarrollo minero e industrial. Como expresa Gunder Frank “el desarrollo industrial de Sudáfrica se ha caracterizado por la penetración en profundidad y el largo alcance del capital imperialista por una parte, los bajos salarios en la agricultura, la minería y buen parte del sector industrial, basado en la super explotación de los trabajadores negros y la exclusión de la inmensa mayoría de la población de todos los beneficios de la acumulación y del desarrollo conseguido gracias al apartheid”.
Esta desigualdad creó un cuadro social dicotómico de Sudáfrica: junto a la Johanesburgo de la burguesía y pequeña burguesía blanca, próspera de toda prosperidad crecía Soweto, paradigma de la miseria y la exclusión, inmenso suburbio de trabajadores negros más degradado que la más infame de las favelas brasileñas o la peor de las villas argentinas. Este panorama extremo se repetía en toda la geografía urbana sudafricana.
Había una lógica en esta peligrosa vecindad entre explotados y explotadores. Si bien el apartheid pregonaba la segregación espacial relegando a la población nativa a bantustantes, al capitalismo no le convenía tener a esta mano de obra barata muy lejos de los centros donde desarrollaban sus actividades básicas: minería, construcción y servicio doméstico.
Supuestamente el sistema de apartheid era inmoral y por lo tanto merecía la condena del mundo civilizado. Sin embargo, más allá de las declaraciones formales de protesta el mundo fue cómplice del sistema. Sudáfrica no era un paria internacional sometido al ostracismo sino que mantenía relaciones económicas incluso con las repúblicas del África negra. Capitales británicos, norteamericanos, alemanes y franceses establecidos en Sudáfrica sacaban pingues ganancias del sistema de apartheid. Hipócritamente se daban el lujo de financiar sociedades que protestaban contra el sistema. Este doble juego tendrá una expresión cabal en cierto sector de la clase media argentina que intentará mantener la confraternidad deportiva (rugby, hockey, regatas, etc.) aduciendo que el apartheid era un problema interno de Sudáfrica, ocultando así sus propios prejuicios que coincidían con los de la pequeña burguesía blanca sudafricana.
Es evidente, más allá del racismo de la clase media sudafricana, que para la gran burguesía el apartheid no era principalmente un problema racial sino una cuestión económica. Sirvió como ya hemos dicho para explotar de manera despiadada a los obreros negros, pero a su vez se corría el peligro que las rebeliones de estos (cada vez más frecuentes) a partir de los años 60 y 70, pudieran llegar a derrumbar el poder capitalista.
Cuando la insurrección se generalizó en los años 80 fueron los propios grandes capitalistas los que impulsaron una liberalización formal del apartheid tendiente a otorgar una serie de derechos formales a la mayoría negra para poder quedarse con las ganancias reales del trabajo de éstos.
La válvula de escape política peso por promover directa o indirectamente el traspaso del gobierno a líderes reformistas tales como Tutú y Nelson Mandela . De esta forma, se evitaba el peligro de que la expresión de la mayoría negra, el Congreso Nacional Africano (CNA) fuese copado por líderes más extremistas, peligro que no era tan desatinado, atento a la larga relación entre el CNA y el Partido Comunista. Esta relación se vincula a que la cuestión obrera esta unida a la cuestión negra pues es la burguesía blanca la que es dueña de casi todos los medios de producción.
Así se explica el proceso disciplinado que unió a de Klerk con Mandela en la transición, y el aparente fin del estado racial y policial hasta entonces imperante.
Todo este proceso de negociación fue impulsado por la gran burguesía. La Sudáfrica actual sigue teniendo para la mayoría negra la explotación social previa al fin del apartheid. La única diferencia es que a la clase capitalista antes exclusivamente blanca ahora se le ha sumando un pequeño grupo de dirigentes, burgueses y pequeños burgueses de raza negra que emblemáticamente y al igual que cierta burocracia sindical argentina, proclama una cosa y hace otra. Siguen viviendo en Soweto, (lo que es políticamente correcto) pero en countrys cerrados y privilegiados.
A su vez la caída de un estado policial en un marco que mantiene la discriminación y opresión ha dado lugar (al compás de una desocupación que se torna endémica) a una gran inseguridad urbana. La dicotomía Johannesburgo-Soweto, ha derivado en la degradación de los espacios públicos del otrora baluarte blanco. Nadie está seguro y menos la pequeña burguesía blanca, que tan segura estuvo mientras el sistema sociopolítico les permitió jugar el mismo rol del blanco pobre del profundo sur estadounidense, esto es ser una casta racial que no detenta el gran manejo económico (eso está en manos de los capitalistas) pero si marca las diferencias con el pigmento de la piel.
Esos blancos han asumido los cambios producidos de distintas formas. Algunos cuestionan más o menos veladamente las concesiones hechas a los negros. Los más fanáticos piden la creación de lo que paradójicamente seria un bantustan blanco. Un territorio propio, una isla europea en un mar africano. Otros asumen una constante histórica que se repite en el país desde que los primeros colonos boers se encontraron disconformes con el trato de la factoría mercantil. Al igual que estos o aquellos que en le siglo XIX se apartaban del dominio británico los actuales descendientes de aquellos emigrantes, han iniciado un nuevo y tal vez definitivo Gran Trek, solo que ahora no hay Transvaal o Río Orange como destino. El éxodo se dirige a los países centrales de habla inglesa precisamente. De esta forma esta inmigración estaría cerrando una parábola que se inicio con el auge del sistema mercantilista hace más de tres siglos y se cierra con la globalización posmoderna, globalización que se torna tan hostil como en su momento se tornó la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Frente a la hostilidad, el recurso de la fuga, del éxodo, del Trek. Atrás queda toda una saga de explotación y discriminación de los pueblos nativos. Esos mismo nativos que acechados por la desigualdad, la miseria y las enfermedades , aún no pueden escribir la historia de su continente con marcos de realidad, toda vez que aún Africa continúa siendo (en opinión de los autores de este trabajo) una imagen creada desde afuera, que aunque aggiornada para poder ser mostrada de modo políticamente correcto por la CNN, guarda aún los fantasiosos vagabundeos de Kordon en su Tombuctú, junto al bello culo de Paula, la hija de Daktari.

Fernando Cesaretti y Florencia Pagni
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIA:

Autores:
BERTAUX, Pierre. Africa desde la Prehistoria hasta los estados actuales. s/d
GUNDER, Frank. La Crisis Mundial. Tomo II. Ed. Brughera.
HOBSON, John Atkinson. El Imperialismo. s/d
JOHNSON, Paul. La Historia de los Judíos. Javier Vergara Editor
JOHNSON, Paul. Tiempos Modernos. Javier Vergara Editor
KI-ZERBO, Joseph. Historia del Africa Negra. Ed. Alianza
KORDON, Bernardo. Sus mejores cuentos porteños. Ed. Siglo XX.
SEBRELLI, Juan José. Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades. Ed. Siglo XX

Otras fuentes:
Enciclopedia Microsoft Encarta. Sudáfrica.
Historia 16. Sudáfrica: el Poder para la mayoría negra. Nº 217 Año XIX
Geocities, sitio web. Sudáfrica: ¿el fin del apartheid?