Monday, December 25, 2006

Las experiencias formativas de la Generación de 1837

Los orígenes contextuales y culturales de un grupo de intelectuales que iniciaron con su compromiso militante la construcción de la excepcionalidad favorable de la Argentina en Iberoamérica

“¡Hay en la Tierra una Argentina!
He aquí la región del Dorado,
He aquí el paraíso terrestre,
He aquí la ventura esperada,
He aquí el vellocino de oro”
Rubén Darío


La excepcionalidad argentina
La inserción de la Argentina en la segunda mitad del Siglo XIX en un nuevo orden mundial con su economía pastoril integrada con mayor o menor grado de subordinación en una eficaz alianza con el capital financiero europeo -mayoritariamente británico- tiene un nombre aceptado por las ciencias sociales: Modelo Agro Exportador. Las consecuencias de este Modelo perduraron social y culturalmente hasta mucho tiempo después de la desaparición práctica del mismo en la tercera década del siglo XX.
Otras regiones de la América Latina tuvieron desarrollos similares al modelo aplicado exitosamente en la Argentina. La ola de progreso acelerado con afluencia de capitales, modernización tecnológica y optimización de los recursos naturales, llegó con los altibajos propios de cada situación particular a varios países iberoamericanos. Uruguay, Chile, Brasil y México, formalmente estados nacionales independientes, comparten entonces similares efectos modernizadores de sus economías primarias como también lo hace la rémora anacrónica del colonialismo español, Cuba. Más allá de los diversos sistemas políticos imperantes, el capitalismo devenido en imperialismo financiero imponía (no necesariamente de modo violento) a las oligarquías lugareñas la conveniencia de establecer esas alianzas asimétricas pero lucrativas para tales élites nacionales.
La excepcionalidad argentina no radica entonces en el éxito de un modelo común a muchas naciones iberoamericanas. La clave de la misma está en la construcción previa de ese modelo. Construcción que permitió ofrecer un derrotero histórico a imitar por el resto de una Latinoamérica frustrada en su estancamiento. El progreso argentino que su exitoso Modelo Agro Exportador evidenciaba, era simplemente la aplicación práctica de un proyecto formulado por un grupo de intelectuales que en medio del desierto dominado por el despotismo patriarcal y anacrónico de las luchas faccionales y la consecuente dictadura heredera de ese caos, se propusieron una Nación posible. Una larga tarea en la que su principal arma política era su superior formación cultural convertida en compromiso militante. Ese grupo, hasta hoy admirado por vastos sectores del progresismo cultural latinoamericano (que no terminan de entender la indiferencia o hostilidad de sus pares argentinos hacia el mismo) pasó a la historia con el nombre del año del encuentro liminar. Vamos entonces a realizar un pequeño recorrido inicial por la Generación de 1837.

Hijos del mismo tiempo
Casi todos nacieron en la década que inicia el proceso independentista. Uno de ellos, tal vez el más desaforado de todos, gustaba contar en sus habituales ataques de incontinencia verbal que había sido engendrado por sus padres en San Juan en el mismo momento que en Buenos Aires ocurrían los sucesos de Mayo.[i] Lo cierto es que como niños o como adolescentes, todos asistieron en el rol de testigos a las violentas luchas faccionales entre unitarios y federales a lo largo de los convulsionados años 20. En la década siguiente varios de estos futuros militantes siguieron estudios universitarios. Otros, si bien no pudieron acceder a la educación superior, acometieron con empeño de autodidactas suplir la carencia de una formación académica regular con la ingesta de cuanta lectura filosófica o social llegara a sus manos.
Más allá de cada posición social y económica particular, estaban a punto de constituir la élite letrada posrevolucionaria. En ese sentido no difería su situación de la que ocurría en otras geografías, donde el hombre de letras, el intelectual, era reclutado en los sectores burgueses, o a lo sumo en los márgenes fronterizos de “pobres pero honrados”, quedando por ende estrechamente vinculado a las élites políticas. Eran de por sí un pequeño grupo en un país demográficamente reducido a tal punto que el poblar y la forma de hacerlo serán respectivamente un norte y una discusión permanente que trasegará décadas.
Más allá de efímeras incorporaciones y consecuentes desafiliaciones, el grupo fue integrado por (en un deliberado orden alfabético): Juan Bautista Alberdi, Miguel Cané, Esteban Echeverría, Félix Frías, Juan Carlos Gómez, Juan María Gutiérrez, Andrés Lamas, Vicente Fidel López, José Mármol, Bartolomé Mitre, José Rivera Indarte, Marcos Sastre, Domingo Faustino Sarmiento y Florencio Varela. Un calidoscopio regional donde tenían acto de presencia desde Tucumán a la Banda Oriental, junto a San Juan, Córdoba y Buenos Aires, en el intento de construcción de una Argentina posible.

Espacios de sociabilidad
Un espacio de sociabilidad. Eso fue en lo fundamental el Salón Literario, una trastienda de la porteña librería de Marcos Sastre que en 1837 opera como lugar de nacimiento de la asociación formal del grupo generacional que tributaría para siempre su nominatividad en la historia por su pertenencia a ese año liminar.
Sin embargo se habían sucedido algunos intentos previos a ese encuentro fundacional. En 1832 Cané y López establecieron en la ciudad de Buenos Aires una Asociación de Estudios Históricos y Sociales donde los distintos miembros exponían semanalmente y de manera individual sobre temas de carácter histórico, que eran puestos luego a la consideración crítica de los demás. El advenimiento de la dictadura tres años después llevó a la disolución preventiva de la Asociación. No obstante los encuentros siguieron de manera informal. Muchos de estos jóvenes mantenían una cohesión de camaradería forjada en las aulas de un venturoso experimento de integración de las élites interregionales creado en tiempos de la “feliz experiencia rivadaviana”: el Colegio de Ciencias Morales que mediante el sistema de becas permitió la formación en el mismo no solo de la juventud de las clases privilegiadas porteñas sino también de los vástagos de sus pares provincianos.
En esos años ha ido creciendo en mucho de ellos al calor de los acontecimientos que se van sucediendo, la convicción de que están destinados a tomar el relevo de la clase política centralista que intentó guiar desde los inicios del proceso emancipador los destinos de estas geografías. Esa clase ha fracasado rotundamente en imponer su proyecto unitario de organización a mediados de la década del veinte. La magnitud de ese fracaso se torna evidente a principios de la década siguiente con el triunfo final y rotundo en la totalidad del territorio de los distintos jefes federales.
Es entonces cuando estos jóvenes se despegan de modo taxativamente declamatorio del grupo unitario desecho por la derrota. Se consideran a si mismos como una “Nueva Generación”. El corte es etario en primera y fundamental instancia. Y lo seguirá siendo durante muchas décadas, en rigor mientras sus miembros estén con vida. Ese acento explícito puesto en la ruptura por la edad muestra implícitamente otras continuidades con el anterior actor político derrotado en la guerra civil, con el que comparte similar extracción social y cultural.
En ese sentido es correcto el análisis de Halperín Donghi cuando sostiene que en sus inicios la Nueva Generación parece considerar la hegemonía de la clase letrada como el elemento básico del orden político al que aspira, y su apasionada exploración de las culpas de la élite revolucionara y las causas de su derrota, parte de la premisa de que esta es consecuencia de una serie de decisiones insensatas que minaron las bases de esa hegemonía, dejando entonces paso a los jefes del federalismo.
Hay entonces que volver a construir esa hegemonía de los letrados, en este caso trasladados como actor social a la figura de estos jóvenes que toman el relevo de quienes fracasaron. Se justifican en su reclamo de protagonismo al considerar que como grupo de reemplazo son los únicos que cuentan con el acervo de ideas y soluciones que podrán dar la debida orientación a una sociedad en estado de pasividad y resignación frente a la dictadura, tras años de anarquía y conflictos nunca del todo definidos. Son ellos, los nuevos letrados, los que van a encarnar las ideas que esa sociedad necesita y por ende la posesión de las mismas les da derecho a gobernarla.

Un renovado ambiente “culturalista”.
En el campo de las ideas se articula esa aspiración de mando y a la vez se establece parte de la causa del fracaso anterior. Esta Nueva Generación se coloca bajo el signo del Romanticismo, diferenciándose así de sus predecesores, tributarios de un Iluminismo ya anacrónico. Asumirse como románticos excede una simple moda generacional. Son románticos en tanto son hijos de similares experiencias formativas que por cierto exceden el marco de las adquiridas en las fundamentales aulas universitarias.
Hacia 1830 la vocación libresca o “culturalista” de los jóvenes miembros de la élite acentúa un fenómeno de ampliación de conocimientos que por lo menos en la ciudad de Buenos Aires tuvo significativa visibilidad: el número de librerías existentes se duplicó. Un gigante dormido, el medio cultural, despierta en medio de la confusión política. Una amplia gama de escritores da cuerda al despertador. Desde un militar como Tomás de Iriarte[ii], que traduce a Chesterfield, hasta el equívoco y acomodaticio (pero un intelectual de envergadura) Pedro de Angelis, que publica dos colecciones de documentos fundamentales para los futuros historiadores nacionales. Estos libros que salen a la luz dan visibilidad a un torrente de energías creativas que tras largos años de conflictos civiles parecen por fin encauzar a las juveniles élites en su búsqueda de bienes culturales estimables.
En esos propicios y confusos tiempos comienzan a llegar con regularidad desde Europa publicaciones como la Revue des Deux Mondes o la Revue de París. Los miembros de la futura Generación del 37 estudian con atención los provocativos artículos que aparecen en esas revistas revolucionarias escritos por Fortoul, Chateaubriand, Dumas, Saint-Simón, un póstumo y referencial Lord Byron, Hugo, Tocqueville y un sinnúmero mas de autores entre los que destaca por la influencia que ejercerá, Víctor Cousín. Este ecléctico francés que trató de unir el idealismo kantiano con el inductismo cartesiano, se transforma en un ejemplo a seguir como estructura de pensamiento para estos jóvenes que al igual que su inopinado mentor europeo, al combinar -aunque no lo puedan expresar racionalmente- lo que consideran más válido de distintas doctrinas bajo el rótulo en este caso de Romanticismo, más allá que el resultado final torne dudosa su fidelidad ideológica a la doctrina originalmente proclamada.
Este dominante eclecticismo que subyace en el discurso general de la Generación de 1837 hará que uno de sus más lúcidos representantes, Juan Bautista Alberdi, comente en su vejez ya de vuelta de sus entusiasmos juveniles, entre irónico y escéptico: “-nosotros creyéndonos románticos, fuimos en realidad positivistas sin saberlo”.

La vanguardia de la clase letrada
Son eclécticos pero coherentes en su accionar. Esa coherencia está dada por asumir una noción básica: la soberanía debe pertenecer a la clase letrada que detenta de modo exclusivo el sistema de ideas que forzosamente debe tener aplicación práctica para el bien político y moral de la Nación que se pretende construir. En ese sentido el pragmático Cousín con su principio de soberanía de la razón, los justifica y avala. Será esta una convicción inquebrantable que brindará coherencia a la tortuosa y a veces contradictoria marcha que los miembros de la Generación del 37 emprenderán en un derrotero que durará décadas. Dato no menor del tránsito consecuente por tan largo camino es que siempre se considerarán a sí mismos como parte fundamental de esa clase letrada, asumiendo el rol de permanentes vanguardistas de la misma. En virtud de tal convicción, la articulación de esa élite letrada con otros actores sociales de peso no es considerado por los hombres de la Generación de 1837 en los momentos iniciales, algo fundamental ni menos condicionante.
Es por eso que en las prácticas concretas de ese tiempo inaugural, muchos de estos jóvenes de las variopintas élites regionales argentinas se entienden como partes indisolubles de una comunidad intelectual, de un círculo de pensamiento que debe -y es su deber- hacer “entrismo” coyuntural en el hegemónicamente dominante federalismo que para ellos no es más que una facción ideológica triunfante cuya indigencia ideológica reclama perentoriamente de guías políticos.
En 1837 la Nueva Generación -a la vez flamante y antigua cofradía- aún consideraba posible actuar de esa manera. Un año después abandonarán para siempre estas abstracciones teóricas que se daban de bruces con una realidad incontrastable. A pesar de ellos mismos, que se habían creído parte de una aséptica entente con el biliático dictador porteño, la agudización de conflictos que los superaban los lanzará definitivamente a un compromiso y una militancia cuyos resultados, antes prácticos que teóricos para el nosotros de estos comienzos del siglo XXI, una vez superadas las antiguallas de un políticamente direccionado discurso historiográfico revisionista, se tornan evidentes, en especial en términos mas que del nos argentino, del ellos iberoamericano.
Tal vez esta constante admirativa continental pueda ser simbolizada en la actitud de Pedro Henríquez Ureña, una de las grandes figuras del pensamiento latinoamericano a quien las tempestades políticas de las primeras décadas del siglo XX le llevaron a un derrotero de exilio culminado dignamente en el ejercicio de la docencia en la Universidad de La Plata. Henríquez Ureña agradecía tácitamente en múltiples escritos haber encontrado refugio cultural en esta sarmientina Europa Mediterránea de las pampas. En 1938 este dominicano prologaba una edición del Facundo, sosteniendo medularmente que el drama de la América indiana y mestiza era que aún no había tenido su batalla de Caseros. En su desaforada tierra, sometida a la ley del garrote empuñado conjuntamente por el amo imperial y el sátrapa local en idéntica situación a la imperante en la patria del nicaragüense Rubén Darío (aquel que cantara ilusionado a la lugoniana Argentina del modelo agroexportador exitoso no solo por sus ganados y sus mieses), se podía entender mejor la dicotomía sarmientina entre civilización y barbarie. Argumentaba que mientras nuestra provincia de San Juan había quedado gracias a la prédica y la acción de décadas de su hijo más dilecto y de los conmilitones generacionales de este, definitivamente del lado de la civilización, Managua no, Santo Domingo no…y así los “no” multiplicados del Río Grande abajo, hasta el tope del septentrión definitivamente europeo que comenzaba donde culminaban las británicas vías férreas de trocha ancha.
Más allá de “facúndicas” nostalgias de pensadores nacionalistas que nutrirán interesadamente el panteón del Olimpo revisionista con arcádicas representaciones del pasado, la Argentina es ineluctablemente la consecuencia social, política y cultural de una idea central expresada siglo y medio atrás en múltiples variaciones por esos intelectuales que se asumieron a si mismos como una Nueva Generación.
Nosotros, beneficiarios a veces putativos y siempre irresponsablemente prescindentes de esta excepcionalidad argentina no reconocida por los propios argentinos pero si por sus pares latinoamericanos, solemos frecuentemente caer en el parricidio iconoclasta cuando con preconceptos dignos de la pasión política coyuntural pero no de nuestro anclaje histórico incontrastable como ciudadanos de esta australidad geográfica, humana y culturalmente occidental, juzgamos con nuestros valores del presente a quienes constituyeron la Generación de 1837 y que fueron, ni más ni menos, los hombres que posibilitaron con su compromiso de militancia intelectual, que un desierto en manos de un bilioso autócrata discrecional, se convirtiera en una Nación.
Una Nación por cierto en un principio políticamente autoritaria y socialmente restringida, pero previsible y con inédita capacidad de ampliar el concepto de ciudadanía a progresivas capas de su población. Capacidad esta que dotó de contenido a la mera normativa de 1853, cuando 1912 y 1947 marcaron a partir de algo aparentemente menor como fueron las leyes electorales sancionadas en esas fechas, una realidad de integración social, fenómeno este no solo producto de las coyunturas de cada momento histórico en particular, sino de esa idea fundacional de la Nueva Generación.
Una Nación que pese a sus cíclicos y recurrentes altibajos, sigue siendo en su sostenida acumulación de racionalidad política y cultural en términos sociales cualitativos y cuantitativos, un faro para todas sus hermanas de Latinoamérica. Lo que no es poco.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIA
HALPERIN DONGHI, Tulio. Una Nación para el Desierto Argentino, Ed. Prometeo, Bs. As., 2005.
KATRA, William H. The Argentine Generation of 1837, Emecé Editores, Bs. As., 2000.




[i] CESARETTI, Fernando y PAGNI, Florencia. “Sarmiento contra la oligarquía ganadera pampeana” en Revista La Memoria de Nuestro Pueblo, Nº 22. Rosario, 2006.
[ii] Las Memorias Póstumas de Iriarte darán comienzo a uno de las banalidades de mayor perdurabilidad en la vulgata histórica-chismográfica argentina, esto es la homosexualidad (o no) de Manuel Belgrano. Iriarte relata en las misma, asumiéndose en el rol de testigo presencial, el “arrebol” con el que Belgrano miraba en un baile en Salta al alférez Gregorio Araoz de Lamadrid, agregando “como al pasar” los ascensos meteóricos que en los meses posteriores otorgará el ex secretario del Consulado al futuro “general vidalita”.

Monday, October 16, 2006

La alpargata Mendocina

LA ALPARGATA MENDOCINA
Auge, drama, decadencia y extinción del lencinismo


En el cielo las estrellas,
en la tierra las espinas,
y en el centro de mi pecho…
¡Carlos Washington Lencinas!

La historia es una permanente reformulación del pasado. Un pasado constituido por verdades, mitos, fabulaciones, falsedades. Categorías estas que en algún momento mutan de acuerdo a las interpretaciones que en cada época les van dando los distintos actores. Ciertos mitos alcanzan entidad de verdades de Perogrullo, a veces sin otro sustento que el haber sido repetidos a lo largo del tiempo hasta el hartazgo. Así se da por sentada la existencia de una natural relación de continuidad entre lencinismo y peronismo. Continuidad que no solo se fundamentaría en las supuestas similitudes de ambos movimientos, sino en hechos tales como la residencia del Teniente Coronel Perón en Mendoza, desde enero de 1941 a Mayo de 1942. En ese año y medio en que estuvo destinado a un regimiento de infantería de montaña, el futuro presidente “habría” sido influenciado para siempre por el ideal lencinista. Salvo los valiosos vínculos que para su futuro político que establece con otros militares de la guarnición cuyana, como la amistad con el General Farrell y el Teniente Coronel Mercante, la estadía mendocina de Perón no prueba acercamientos al lencinismo. El otro preconcepto sitúa a este movimiento como la estructura política natural y lógica a partir de la cual el líder justicialista articuló su movimiento en tierra mendocina. La conformación de las candidaturas de 1946, tal como analizaremos en este artículo, refutan de modo incontrastable este aserto. Pero para llegar a ese tiempo historiemos brevemente el fulgurante ascenso y la larga decadencia del lencinismo.

Las montañas se ascienden en alpargatas
El autor de esta frase es José Néstor “el gaucho” Lencinas, legendario personaje mendocino, fogueado en los “veinticinco años seculares de la Causa”, con una destacada actuación en los alzamientos cívicos militares de 1893 y 1905. En esta última intentona, Lencinas logra para el radicalismo el dominio temporal de Mendoza, y cuando el gobierno nacional retoma la situación, protagoniza una cinematográfica fuga a Chile, en una locomotora “expropiada” al Ferrocarril Trasandino.
Cuando en 1918 se convierte en el primer gobernador radical de Mendoza, José N. Lencinas trae consigo aparte de su leyenda, un manejo clientelar de la política, con una base electoral que se sustenta en los sectores populares de una provincia que el roquismo, en la figura de Emilio Civit, ha trasformado en un vergel en medio del desierto, pero que mantiene profundas diferencias sociales.
El lencinismo será al mismo tiempo un movimiento populista y antioligárquico, y una saga familiar que se continuará tras la desaparición en 1920 de José N. Lencinas, en sus hijos: José Hipólito, Rafael y especialmente en el liderazgo ejercido por el primogénito, Carlos Washington “el gauchito” Lencinas.
El padre, y especialmente el hijo, entraron en conflicto con Hipólito Yrigoyen, quien no aceptaba liderazgos competitivos. El Lencinismo ganó sucesivamente todas las elecciones provinciales en la década del veinte. Triunfos que fueron contestados por el poder nacional con reiteradas intervenciones federales. Lo que cual tornó sumamente violento al ambiente político mendocino. Curiosamente ambas situaciones se pueden escalonar por bienios. Así el lencinismo gobierna entre 1918 y 1920 (José N. Lencinas), 1922 y 1924 (Carlos W. Lencinas) y 1926 a 1928 (Alejandro Orfila). En los tres casos estos gobiernos fueron interrumpidos por intervenciones federales
El lencinismo en el gobierno, o mejor dicho en los períodos en que podía ejercer el gobierno entre intervención e intervención, introdujo reformas que constituyen una legislación de avanzada para la época. Leyes provisionales, laborales, diversas medidas en el campo social, hacen del movimiento mendocino un radicalismo popular, similar al que en otros lugares de la Argentina interior aparecen en esos momentos, retomando la mística de la Causa contra el Régimen. Tanco en Jujuy, Bascary en Tucumán, y en especial los alter ego del lencinismo que ocupan la otra parte de la geografía cuyana: los Cantoni. El caso sanjuanino guarda similitudes con el mendocino, y ambos serán funcionales por izquierda a los intereses de la derecha.
Esa popularidad no se sustentó solo en las reformas introducidas, sino también en un manejo autoritario de los modos políticos, en la implantación de un modelo partidario vertical y en una permanente prédica demagógica. Sobre esto conviene hacer alguna salvedad, de lo contrario desde nuestro hoy, el análisis sobre el particular podría incurrir en anacronismo
Los Lencinas convirtieron a la alpargata en un icono de su prédica proselitista. Para entender el porque de esa simbología hay que situarse en esa sociedad, manejada por un sector económico y socialmente elitista, donde la vestimenta tuvo una gran significación: la ropa era un indicador de jerarquía socio-económica y la alpargata fue un claro exponente de una determinada afiliación política por ser indicador de la clase humilde.

Ayuda a comprender la tónica demagógica y paternalista del lencinismo, los ataques que en igual sintonía reciben de todo el espectro político. El anarquismo lo califica de “caudillaje, matonería y barbarie”. Para el socialismo constituye “lo más bajo de la sociedad”. Eso por izquierda. Por derecha “el lencinismo es solo una masa de personas equivocadas, harapientas…analfabetos y mamaos”.
Frente a este discurso intolerante que no deja margen a la convivencia política, el lencinismo contesta de igual manera, sosteniendo que “nosotros somos la evolución, la democracia y la revolución, somos el pueblo descamisado…que se nos moteje de chusma, que gasten los roñosos de alma y corazón todos los adjetivos…”
Esa prédica y en especial las medidas y reformas que impulsa, colocan al lencinismo a la izquierda del yrigoyenismo en el ámbito local, al tiempo que se sitúa a nivel nacional de un modo funcional a la derecha En gran medida, el factor que contribuyó a su encumbramiento fuera de Cuyo, fue el haber servido de estandarte a los sectores antipersonalistas en su oposición a Yrigoyen. Esto constituyó una gran contradicción ya que desde el punto de vista ideológico tenían más afinidad con los radicales yrigoyenistas que con los llamados “galeritas”.
Sin embargo los intereses políticos siguen rumbos que dejan de lado en apariencia la coherencia de ideas. A fines de la década la figura de Carlos W. Lencinas está en el máximo de su popularidad, tal como indica la reformulación con su nombre de la popular cuarteta que abre nuestro artículo. Mendoza (al igual que San Juan) está nuevamente intervenida por el gobierno nacional. En Buenos Aires, el oficialismo parlamentario se niega a tratar y finalmente rechaza el pliego de senador de Lencinas. El yrigoyenismo precisa obtener diputados y senadores adictos, para alcanzar mayoría en las cámaras, aún utilizando métodos que contradicen su prédica fundacional de sufragio libre. En las elecciones parlamentarias de Mendoza y San Juan de 1929, el yrigoyenismo cometió diversas irregularidades, reinaugurando sin saberlo, el fraude electoral que en la década siguiente lo tendría como víctima propiciatoria de la restauración conservadora A finales de ese año 1929 la tensión política va a degenerar en tragedia.
Las dos muertes del “gauchito” Lencinas.
Luego del rechazo de su pliego de Senador, y pese a las amenazas que le llegan, Lencinas decide regresar a Mendoza. Como único recaudo envía un telegrama a Yrigoyen solicitándole garantías. El 10 de noviembre de 1929, al llegar a la estación del Ferrocarril Pacífico una multitud lo esperaba. Se dirigió al Club de Armas donde se organizó de inmediato un acto político. Una tensa calma reinaba entre los asistentes, hasta que en un momento se produjo una confusión entre la multitud. Lencinas se asomó al balcón para solicitar tranquilidad y en ese instante se oyeron unos tiros: el ex gobernador cayó gravemente herido, muriendo horas más tarde.
En torno al presunto agresor, un tal Cáceres, se desató un intenso tiroteo, que culminó con su muerte y la de otras personas. Respecto a los responsables del asesinato de Lencinas, las opiniones de los historiadores están divididas. Ningún investigador se atreve a atribuir el crimen directamente a Yrigoyen. Si se menciona (por lo general sin pruebas que avalen tal acusación) a algunos integrantes de la Intervención. Desde su titular, Carlos Borzani, pasando por dos jóvenes que tendrían nombradía en el futuro: Ricardo Balbín y Arturo Jauretche. Mientras que otros optan por negar toda vinculación del Presidente y hay quienes culpan al propio lencinismo.
Una multitud acompañó los restos de Lencinas al cementerio. Ese impresionante acto de masas fue en realidad el canto del cisne de su movimiento. Concretada de manera increíblemente exitosa la asonada de Setiembre de 1930, los sectores del stablisment nacional no tuvieron ya necesidad de utilizar como caballos de Troya al lencinismo y al cantonismo. No hace a este artículo la proyección posterior del movimiento sanjuanino. Digamos simplemente que los Cantoni siguieron siendo partícipes de la política nacional, al punto que el jefe del clan bloquista, fue nuestro primer embajador ante la Unión Soviética en 1946. No fue por cierto el camino seguido por el lencinismo.
Desde 1930 y hasta 1943, gobernará en Mendoza, con ayuda del fraude o sin el, el Partido Demócrata Nacional, esto es el conservadurismo, cuyos miembros pertenecían a la élite local, los llamados “gansos”. Considerados buenos administradores por su fomento de la obra pública, en la mejor tradición que medio siglo atrás impusiera Emilio Civit, los “gansos” no se caracterizaron por adquirir una nueva sensibilidad hacia los sectores más carenciados.
El lencinismo por su parte no lograba superar la crisis endémica que arrastró desde la trágica muerte de su caudillo. Al punto que en 1935 se disuelve, incorporándose sus afiliados a la Unión Cívica Radical. Este retorno a las fuentes no duró mucho. Seguían considerando a los radicales yrigoyenistas, responsables del asesinato de su líder. Así es que un año después, dirigidos por los hermanos de este, José Hipólito y Rafael Lencinas, reaparecen como expresión política autónoma, definitivamente acotados a la escena mendocina.

Hacia 1945 cuentan con un periódico, La Palabra, desde donde definen posiciones frente a las otras fuerzas políticas. Al “odio ancestral” a la UCR, suma el lencinismo su crítica a los “gansos”, a quienes considera con razón, responsables del fraude y también a la UCR Junta Renovadora, a quien catalogaban de “colaboracionista” por participar algunos de sus cuadros en el gobierno de la Intervención que regía la provincia desde el Golpe del 04 de Junio de 1943.
Esto último demostraba la incongruencia en que había caído el lencinismo. Criticaba a la Intervención a nivel local, y por otro lado apoyaba al gobierno militar que había mandado esa Intervención, por considerar que los pretores junianos habían terminado con el fraude. A su vez muchos de los dirigentes “colaboracionistas” provenían antes que del yrigoyenismo, del lencinismo, pese a lo que estos querían instaurar como origen de sus adversarios en la opinión pública.
Abierto nacionalmente el proceso electoral tras los sucesos de Octubre de 1945, el lencinismo se mostró optimista respecto a los comicios provinciales si estos estaban libres de fraude. Animosos y especulativos descubrieron que su obrerismo “coincidía” con el que Perón había llevado a cabo desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, y rápidamente se autoreferenciaron como los auténticos voceros del candidato oficialista a la Presidencia de la Nación.
En un excelente trabajo de investigación, la historiadora Yamile Álvarez, (En torno a los orígenes del peronismo mendocino, incluido en La invención del peronismo en el interior del país, Editorial de la UNL, Santa Fe, 2003), ha demostrado que en un principio Perón intentó articular en tierra cuyana su proyecto político, a partir de una alianza con sectores del conservadorismo, dada la importancia política que tenía el Partido Demócrata mendocino. Tras la negativa de los “gansos”, el coronel eligió como base de sustentación a los sectores conversos del radicalismo tradicional que se aglutinaron –al igual que en otros lugares del país- bajo la denominación UCR Junta Renovadora. No existía por otra parte en Mendoza un partido laborista fuerte.
Así las cosas el lencinismo se lanzó a la contienda con candidatos propios a nivel provincial y apoyando a nivel nacional a la fórmula Perón-Quijano, a la que consideraba continuadora en el vasto territorio argentino de las políticas, que en tierras cuyanas, los Lencinas habían puesto en práctica en la década del veinte. Perón guardaba silencio.
Hicieron una campaña muy activa a partir del uso de su órgano periodístico. Desde La Palabra, recurrieron frecuentemente a la ironía y el sarcasmo a través de versos tales como:
De la máquina al vagón, todo el mundo es de Perón.
De la máquina al foguista, todo el mundo es lencinista.
Quién se embarque en este tren, por fuerza llegará bien.
Si usted se llega a desviar, tendrá que descarrilar.
Progresará la Nación, con Juan Domingo Perón.
Y Mendoza la heroína, progresará con Lencinas.
El peludismo…sin chance, señores…QEPD

Perón seguía guardando silencio. Hasta que La Palabra, dos semanas antes de las elecciones, excede sus propios límites. Publica una fotografía del candidato peronista a gobernador por la UCR Junta Renovadora, Faustino Picallo, donde se lo ve en tiempos del interventor Borzani y lo acusa de ser responsable del asesinato de Carlos W. Lencinas. Esto constituye un llamado de atención para Perón que envía un telegrama a los diarios locales desautorizando al lencinismo a invocar su nombre. Lo cual constituye un baldazo de agua fría para sus dirigentes.

Pese a lo cual, los mismos deciden igual presentar su lista para gobernador y diputados en los comicios del 24 de Febrero de 1946.Los resultados que obtienen son catastróficos: apenas el cuatro por ciento de los votos. Tan solo quedaba el recuerdo del partido que había sido hegemónico veinte años antes. Se concretaba así la segunda y definitiva muerte del gauchito Lencinas. Sin tiempo a elaborar el duelo, dirigentes, cuadros y afiliados pasan a engrosar de manera individual una nueva realidad política donde el lencinismo no es más que un espectro del pasado La alpargata se había deshilachado irremediablemente.
Fernando Cesaretti y Florencia Pagni
Las imágenes son gentileza del señor Rubén Lloveras

Saturday, August 19, 2006

La Política y la Logia: José Hernández y sus coincidencias con el Presidente Sarmiento en 1870

LA POLITICA Y LA LOGIA: JOSE HERNÁNDEZ Y SUS COINCIDENCIAS CON EL PRESIDENTE SARMIENTO EN 1870
El acercamiento político de los padres del Facundo y el Martín Fierro, o de cuando la masonería fue nexo entre liberales y federales en un año clave del conflictivo periodo de consolidación del estado nacional.


Entre montoneras y colonos suizos
A principios del año 1870 el presidente Sarmiento desembarca en Concepción del Uruguay. Su viaje al Arroyo de la China, bastión simbólico desde los tiempos de Pancho Ramírez de la vocación autonómica de los ganaderos entrerrianos, obedece a una forzada estrategia de búsqueda de apoyos a su gestión de gobierno. Permanentemente hostigado por el mitrismo desde su asunción a la primera magistratura en 1868, y carente de partido o facción que le responda plenamente, el sanjuanino se acerca entonces al Señor de Entre Ríos, a ese Justo José de Urquiza que pese a su sinuosidad y cautela política de los últimos años, aún es considerado por los federales argentinos como su jefe natural (aunque cada vez con mayores reservas y reparos).
El viaje es preparado de manera teatral para que la espectacularidad escénica hable a propios y extraños de la intencionalidad política expresamente manifestada en el mismo. Hasta la ambigüedad es plenamente direccionada en tal sentido. Así, si el vapor que hace las veces de buque presidencial tiene el ofensivo nombre de Pavón, no es dato menor que a bordo del mismo también viaja acompañando al presidente, Héctor Varela, hijo de Florencio –mártir de la causa unitaria- y director de La Tribuna, diario porteño de gran popularidad que ha hecho del antifederalismo su bandera. La presencia de Varela en la comitiva es un claro gesto de conciliación.
El anfitrión actúa en consonancia. Su residencia italianizante en la que casi todo -desde la góndola veneciana del lago artificial hasta la última pieza del menaje- ha sido importado de Europa, es puesta a disposición del primer magistrado Es allí entonces en ese Palacio San José donde Sarmiento, tras soportar estoicamente el desfile de la caballería entrerriana, para el una demostración del pasado de barbarie contra el que viene luchando desde toda la vida, asiste a otro fenómeno inscripto en el lado de la civilización: los suizos de la cercana colonia fundada por Urquiza, acuden a aclamarlo transportados en sus carros de cuatro ruedas, constituyendo un espectáculo que al presidente le memora su admirada Norteamérica.
En este marco forzadamente idílico a horcajadas de lo viejo y lo nuevo, es donde Sarmiento proclama haber descubierto en Urquiza modos políticos de conducción dignos de imitar, olvidando que hasta ayer nomás pedía para este el mismo destino que para Rosas (Southampton o la horca). Hay más allá de las inevitables hipocresías de rigor, una decisión evidente de tomar distancias con el liberalismo mitrista y acortarlas con el federalismo urquicista.

Matraca, soldado y periodista confederado
Esta reconciliación entre el presidente Sarmiento y el líder del federalismo encuentra un efusivo apoyo en las páginas de un diario de Buenos Aires. Fundado el año anterior, El Río de la Plata es la tribuna que expresa la opinión de su creador, José Hernández. En esa hora que considera histórica para el futuro del país, Hernández se asume a la vez como un fiel urquicista y como un crítico imparcial de la gestión del gobierno nacional. Una imparcialidad nada hostil por otra parte, al punto que recurrentemente debe salir a defenderse de la acusación de oficialista que otros periódicos endilgan al suyo.
Relativamente joven, es sin embargo a sus treinta y cinco años un veterano de la política y el periodismo argentino. Nacido en Buenos Aires en las vísperas de la dictadura rosista, desciende por vía materna de una familia de la élite porteña: los Pueyrredón (solía minimizar este hecho afirmando con el sentido del humor que sus contemporáneos le reconocieron al darle el sobrenombre de Matraca: -yo soy Hernández “solito”).
En el agitado año que sigue a la caída de Rosas toma las armas en defensa de los intereses de su provincia, pero un bienio después se instala en la capital de la Confederación Argentina, definitivamente alejado del gobierno secesionista porteño. Allí en Paraná se integra al débil aparato burocrático en calidad de funcionario menor y polifuncional. Ejerce también funciones de corresponsal que culminan en 1860 cuando Hernández entra definitivamente al mundo del periodismo, dirigiendo hojas facciosas forzosamente ligadas al presupuesto oficial, única forma de sobrevivencia económica y política de estos órganos de prensa en ese tiempo y en ese medio.
Cuando en 1861 se produce el derrumbe de la Confederación, participa en los episodios bélicos que efectivizaron militarmente esa caída. En setiembre con el grado de capitán, José Hernández contempla azorado en Pavón como la victoria federal en el campo de batalla se trasforma en confusa retirada por la actitud displicente de Urquiza. Unos días después es uno de los pocos que salva el pellejo en la masacre de Cañada de Gómez, cuando el resto orgánico del ejército confederado es sorprendido y destrozado por las fuerzas mitristas comandadas por el oriental Venancio Flores, uno de los tantos oficiales uruguayos que consolidarán a sangre y fuego el nuevo orden de cosas favorable a Buenos Aires en el Interior.
Esta brutalidad planteó un claro interrogante sobre los alcances de la voluntad del gobernador porteño Bartolomé Mitre de pacificar el país. Los vencedores se expresaban con una dualidad desconcertante. Así se entiende como el general Flores recibió una pública reconvención por haber mandado degollar a cientos de prisioneros (por cruel paradoja muchos de ellos eran porteños exilados que habían abrazado la causa nacional poniéndose al servicio del gobierno de Paraná), pero pocos días después Mitre le confió nuevas y más importantes responsabilidades militares
Esa dualidad expresaba también los límites de una victoria pírrica. Mitre se encuentra en virtud de ella como responsable de la reconstitución del estado argentino, por primera vez desde 1820 unido políticamente. Es una unión endeble. El partido liberal no puede ignorar la influencia de Urquiza en la Mesopotamia. El mitrismo no va intentar siquiera avanzar sobre las provincias litorales del Este. Más aún, Mitre considera que en algunas provincias mediterráneas la inexistencia entre las élites locales de un grupo liberal impide intentar cambiar en ellas la situación política. Sin embargo estas conclusiones del jefe del Partido de la Libertad despiertan la indignación en su base de apoyo: los sectores urbanos porteños que no se resignan a desaprovechar una victoria que pírrica o no (mejor dicho pactada o no, que eso sigue constituyendo el interrogante de Pavón) les pertenece.
En virtud de ese clamor citadino el mitrismo solo mantiene su acuerdo explícito de no agresión con el urquizismo y se lanza a la remoción de los gobernadores federales del interior mediterráneo utilizando la “persuasión” de los destacamentos porteños comandados por los expeditivos oficiales uruguayos, logrando así el vuelco pacífico de algunas situaciones locales ante esa amenaza. Es una empresa que gracias a la crueldad con la que se la acomete resulta más fácil de lo que en un principio parecía y que solo encuentra la seria resistencia de las provincias del arcaico poniente argentino, especialmente de La Rioja, que finalmente es doblegada en noviembre de 1863 cuando su hombre fuerte, Ángel Peñaloza, es capturado y ejecutado.

“Los salvajes unitarios están de fiesta”
Esta frase se convirtió en la segunda mitad del siglo XX en una de las más memorables del catecismo del revisionismo histórico que encontró en ella la síntesis del odio y el resentimiento que el liberalismo mitrista expresó después de Pavón contra la causa federal. José Hernández es el autor de la misma y la formula como inicial golpe de efecto de una serial folletinera que publica en El Argentino de Paraná a poco de conocerse el brutal asesinato de Peñaloza. Más allá del evidente anacronismo de la misma (en 1863 nada quedaba de la “feliz experiencia rivadaviana” ni nadie seriamente intentaba reeditarla), da cabeza a un escrito que si bien elaborado con explícito maniqueísmo binario en el que enfrenta a un Chacho “…valiente, generoso y caballeresco…uno de aquellos corazones que no conocen jamás el odio, el rencor, la venganza ni el miedo” desigualmente enfrentado a esos “salvajes unitarios” del Partido de la Libertad de porteños y aporteñados, sorprendentemente introduce una actitud crítica respecto a la figura del jefe del federalismo. Para Hernández, Urquiza después de su equívoca actuación en los sucesos de Pavón nunca volverá a defender la causa federal con las armas sino que “se entregará como inofensivo cordero al puñal de los asesinos”. Profética definición que erró solamente en un detalle: que asesinos empuñarían el puñal.
Pero no nos adelantemos en la crónica. A fines de 1864 Hernández que continúa en Paraná se suma al clamor federal de defender Paysandú, bastión de los blancos orientales que es sitiada por el caudillo colorado Venancio Flores (el mismo de la degollina de Cañada de Gómez) con la ayuda de fuerzas brasileñas de mar y tierra y la complicidad del gobierno argentino que paga así los buenos servicios que le brindara Flores poco tiempo atrás Los federales entrerrianos reclaman la actuación de Urquiza en defensa de la ciudad sitiada, pero éste no se mueve argumentando neutralidad, continuando con su titubeante línea política que al final se le revelará literalmente suicida. Entonces Hernández se moviliza (lo acompañan entre otros destacados federales, Carlos Guido Spano) hacia el lugar pero llegan cuando los sitiados ya han sido derrotados tras ser el poblado literalmente reducido a escombros por el bombardeo de la escuadra imperial. Logra rescatar a su hermano Rafael y retorna a Paraná con un indecible odio a Mitre y al mitrismo y un fuerte resquemor a Urquiza.
En 1867 y 68 participa activamente en la política correntina apoyando a la gestión del federal Evaristo López, del que será su ministro de gobierno. Derrocado aquel por una asonada liberal, se involucra en las múltiples e infructuosas peripecias para reponerlo, llegando a entrevistarse junto al mandatario provincial depuesto con el flamante presidente de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento. No es la primera vez que se ven. El encuentro inicial será recordado mucho después con desprecio por Hernández en rencorosas páginas. Escribirá en 1875:
“Hace aproximadamente quince años, tuvo lugar en Santa Fe, una Convención Nacional para considerar las reformas que Buenos Aires presentaba a la Constitución. Ocupábamos en ella el puesto de taquígrafo. En la silla derecha, en el primer asiento, se encontraba un convencional que se revolvía agitándose continuamente en la silla. Miraba a todas partes como un desaforado, manifestando en todos sus movimientos una agitación y algo de un malestar que no le permitía permanecer tranquilo. De pronto hace un movimiento rápido y se saca un botín, a pocos minutos el otro, coloca los pies cubiertos solo con las medias, sobre aquellos zapatos que tanto lo habían mortificado, y respirando fuertemente, como quien se libra de una gran incomodidad, permanece tranquilo, como en el retiro de su casa, delante de la respetable asamblea. Ese hombre era el Sr. Sarmiento, y ese fue el día y las circunstancias en que le conocí, bajo la impresión que cada uno de los lectores puede calcular que produciría en el observador, aquel hecho de intimidad y confianza con la Convención y con el público. De allí parten mis relaciones de vista con el Sr. Sarmiento, por quien después he sido perseguido sin tregua”.

La segunda generación romántica
Sin embargo no siempre Hernández ha sido perseguido sin tregua por Sarmiento. Hubo una tregua tácita e interesada que pudo haber fructificado en una comunión de intereses. Hacia 1868 la figura de Hernández constituía el emergente más notable de lo que el grupo liberal porteño llamó despectivamente “la segunda generación romántica”, curiosa forma de ocultar la naturaleza militante tanto literaria como política de sus miembros. Carlos Guido Spano, Olegario Andrade, Miguel Navarro Viola y Estanislao Zeballos integraban una lista a la que se podría sumar al blanco oriental Luis Alberto de Herrera, que habían asumido la tarea de atestiguar la tragedia del federalismo del interior argentino a manos de los ejércitos porteños. Frente a la campaña de desinformación de la prensa mitrista, estos escritores y publicistas, igualmente facciosos, afirman la existencia de un federalismo constitucionalista y antiporteño que pese a la tarea de aniquilación que sufrió tras Pavón, sigue siendo el eje desde el cual pensar el futuro de Nación.
De todos ellos, nadie como Hernández entiende las posibilidades que abre la presidencia de Sarmiento. Frente a la decadencia del Partido de la Libertad, desgastado a tal punto por la guerra contra el Paraguay y la resistencia del interior mediterráneo, que Mitre no puede imponer su dedo elector para ungir a su propio candidato, logrando apenas cerrar el camino a una segunda presidencia de Urquiza con la candidatura transacional del sanjuanino; Hernández avizora nuevas oportunidades para la causa federal, veterana de tantas derrotas.
Hernández es un político consumado que inflama a la prédica que desde 1869 exterioriza desde El Río de la Plata, una efectiva dosis de oportunismo a valores que el entiende fundamentales. Su federalismo es sincero, como sincero es su furibundo antimitrismo. Pero ambos valores nunca se convierten en artículo de fe. Racional antes que dogmático, Hernández entiende que es necesaria una reformulación de las prácticas facciosas que ha tenido que sobrellevar el federalismo en esa década de discordia civil. En el nuevo consenso nacional que se avizora, la militancia federal puede engrosar el mismo en pie de igualdad a las facciones liberales que han roto lanzas con un mitrismo que ha pasado a ser oposición, tras pretenderse durante los años de la presidencia de su jefe, oficialismo hegemónico a horcajadas de la moderación y de la brutalidad alterna de sus medidas de gobierno.
En esta clave se entiende el apoyo entusiasta de Hernández al encuentro conciliatorio de 1870 de su enemigo de ayer (Sarmiento) con el menguado pero jefe al fin del federalismo (Urquiza). En esa hora histórica estas tres figuras integran por derecho propio lo más influyente de la clase política.

Grandes y aceptados masones
Esta comunión de intereses en principio divergentes tiene también como dato no menor (aunque siempre se lo tiende a minimizar) la común pertenencia a una institución heterogénea y por tanto difícil de clasificar en sentido unívoco: la masonería. Ha fines de esa conflictiva década ser masón no es solo una moda para Hernández. Es la forma políticamente correcta de identificarse con un liberalismo despojado decorosamente de su halo mitrista. Ese redefinido liberalismo no es incompatible con el ideario federal. Por el contrario es el Partido de la Libertad el que no se adecua a las nuevas circunstancias. Aún en cuestiones aparentemente tangenciales como la práctica externa de los rituales masónicos. En esa clave se entiende la reticencia ceremonial y militante de un antiguo hermano masón, Bartolomé Mitre.
Hernández ofrece en cambio una adhesión sin reticencias a la masonería. La entiende un vehículo ideal para mediar en la coyuntura política, dado que todos los hombres de importancia de las distintas facciones que buscan –con la explícita excepción del mitrismo porteño- ese “nueva unanimidad nacional” superadora de los sombríos furores del pasado inmediato, pertenecen con mayor o menor grado de compromiso a la Gran Logia de la Argentina de grandes y aceptados masones.
La gran conciliación producida en el palacio San José de febrero de 1870 amerita también entonces el ser leída como el encuentro entre el gran hermano Sarmiento con el gran hermano Urquiza. Y es en esa clave en la que el gran hermano Hernández hará visible el hecho político a través de las páginas de El Río de la Plata, decidido vocero en esos días de ese liberalismo moderado que hace jugar en la misma sintonía que el federalismo, a una opinión pública porteña que entiende receptiva a dejar de lado su mitrismo de ayer por anacrónico y sectario, y asumirse protagonista junto a sus cofrades del interior de la nueva situación. Tarea no tan difícil como en un principio parece, toda vez que la masonería se convierte en el sostén de este nuevo credo liberal, igualitario y democrático. Si a la vez el federalismo, expurgado de su rémora rosista, se torna en su defensa acérrima de la constitución jurada en Santa Fe en 1853, también igualitario y democrático, el consenso del que Hernández se asume como vocero, está arribando a puerto seguro. Sin embargo la tempestad está al acecho, pronta a hundir esa esperanza.

Sangre en Entre Ríos
La primera es la Justo José de Urquiza, que el 11 de abril de 1870 se hace reguero por los pasillos de su epicúreo palacio del naciente entrerriano. El asesinato no fue obra de los enemigos de otrora sino de sus cansados partidarios que encabezados por su segundón Ricardo López Jordán, terminaron con su gobierno y su persona. José Hernández es amigo de varios de los cabecillas de la revolución provincial. Con un optimismo que le ciega su habitual agudeza de análisis, cree que aún es posible salvar la frágil entente establecida entre el gobierno nacional y el federalismo entrerriano. Así no ha pasado una semana de la muerte de Urquiza cuando en El Río de la Plata manifiesta su esperanza de que López Jordán castigue a los perpetradores del crimen que lo benefició y llame a elecciones para gobernador, excluyéndose de la puja para demostrar su intención de no ser un obstáculo en el proceso de acercamiento con Sarmiento iniciado por el finado Capitán General.
Pero el sobrino del ya legendario Pancho Ramírez no puede o no quiere dar esas muestras de conciliación. Tampoco lo acepta el gobierno nacional. Sarmiento lanza toda la fuerza de un ejército fogueado en los esteros paraguayos y armado por vez primera con parámetros modernos contra el jornadismo, a quien no le queda sino una resistencia desesperada. El desenlace del conflicto se torna obvio: por vez primera ametralladoras Krupp se enfrentan a chuzas y tacuaras.
Entre las huestes de derrotados se encontrará José Hernández, que tras cerrar su diario en Buenos Aires se suma lealmente a la causa jordanista. Su trayectoria convierte a ese paso en ineludible. El primer alzamiento termina entonces en previsible derrota para el federalismo entrerriano, partiendo sus dirigentes al exilio. Será en esa difícil situación cuando Hernández parirá el personaje que lo sobrevivirá y oscurecerá sus múltiples facetas en virtud de la de poeta gauchesco, refulgente esta como padre de la criatura. Entre Santa Ana do Livramento y Montevideo da sus primeros vagidos el gaucho Martín Fierro.
En esos años el jordanismo es tentado por el mitrismo para hacer causa común contra el gobierno nacional. Muchos dirigentes federales están dispuestos a aceptar en su orfandad de medios, esa alianza. José Hernández no. “Antes que Mitre, cualquiera” denuncia enfáticamente. En virtud de esa firme toma de posición, hacia 1874 con motivo de la conflictiva sucesión presidencial hay en Hernández una reconciliación oblicuamente trasversal con Sarmiento. “Antes que Mitre, cualquiera”. Pero Nicolás Avellaneda no es cualquiera. Es la continuación política de la figura admirada y aborrecida alternativamente por Hernández. De allí su ambigua posición respecto a Sarmiento en esos años. Por un lado la diatriba de 1875 ya citada, escrita en una narrativa paupérrima y demagógica, indigna de un intelectual de su talla. Por el otro su reconocimiento al tipo de liberalismo que encarnaba el sanjuanino, plenamente compatible con su propio compromiso con la reconciliación en aras de un ideal de nación y de pueblo que es posible materializar a partir de un aparato estatal consolidado
El desenlace de este proceso del que fue partícipe, antes como opositor a un Mitre agente de una facción, luego como publicista crítico y oficioso de un Sarmiento que se instituyó independiente a las facciones y finalmente como sostenedor de un Avellaneda dispuesto a arbitrar por y sobre las mismas, encuentra a Hernández finalmente dando asentimiento fervoroso a un roquismo que impone sus modos de gobierno en un estado por primera vez definitivamente consolidado. En la presidencia de Roca ve José Hernández el tiempo de clausura de estériles conflictos y el comienzo por fin, de una nueva etapa. Lo que no fue posible en 1870 tal vez lo sea a partir de 1880.
Senador nacional en esos primeros años de orden tras la debacle del orden español siete décadas ha, este cincuentón jovial y peligrosamente excedido de peso, que ha comenzado su vida política en su arcadia perdida y rural de finales de la dictadura rosista, se encuentra ¡signos de los tiempos! presidiendo ceremonias de la creciente comunidad italiana, en tanto miembro conspicuo de la masonería, a la que también pertenece la élite de la inmigración peninsular.
En esos años va siendo fagocitado por la criatura que ha creado en el módico exilio al que lo llevó su compromiso militante con la causa perdida del jordanismo. Pese a la opinión de Jorge Abelardo Ramos, un trasnochado historiador revisionista de atrapante y engañosa narrativa, no habrá que esperar hasta 1913 para que Leopoldo Lugones descubra a los argentinos que tenían un poema épico. Mucho antes, en octubre de 1886, un diario encabezó su primera plana de manera efectista jugando con la tácita complicidad de sus lectores titulando: “Murió el senador Martín Fierro”.
En realidad finaba uno de los dos hombres que en acertada definición de Halperín Donghi se constituyeron pese a sus vacilaciones y contramarchas en los más claros adalides del desafío al orden patriarcal y conservador impulsando propuestas más abarcadoras y democráticas. El otro propulsor de esa idea de ciudadanía ampliada murió casi dos años después en Asunción. El día del nacimiento del primero sirve de celebración anual a una supuesta tradición nacional; el día de la muerte del segundo se ha constituido en la fecha en la cual los docentes se autocelebran utilizando de rehenes para tal festejo a sus alumnos. Posiblemente ni José Hernández ni Domingo Faustino Sarmiento estarían de acuerdo con la utilización de sus nombres en la perpetración de tales tropelías efeméricas. Pero…después de todo el mundo es de los “vivos” y desde la tumba no hay reclamo posible.





Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIA
CHAVEZ, Fermín. La vuelta de José Hernández, Ediciones Teoría, Bs. As., 1973
KATRA, William H. The Argentine Generation of 1837, Emecé Editores, Bs. As., 2000.
HALPERIN DONGHI, Tulio. José Hernández y sus mundos, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1985.
_____________________. Una Nación para el Desierto Argentino, Ed. Prometeo, Bs. As., 2005.

Friday, August 11, 2006

Sarmiento contra la oligarquia ganadera pampeana



Crónica de la lucha desigual entablada por un polémico formador de la Argentina Moderna contra los privilegios de una élite que sustentaba su riqueza en el quietismo socio-cultural de un espacio dominado por el desierto, la arbitrariedad política y el telurismo patriarcal.

“Quién era Rosas? Un propietario de Tierras.
¿Qué acumuló? Tierras.
¿Qué dio a sus sostenedores? Tierras.
¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios? Tierras.”
D. F. Sarmiento


Un forzado compañero de ruta
Pocos argentinos han cargado sobre sus espaldas tantas y contradictorias adjetivaciones como Domingo Faustino Sarmiento. Desde “padre del aula” hasta “vendepatria”, pasando por la que le venga a la memoria o concuerde con la posición ideológica del lector, la lista es amplísima. Como toda visión interpretativa del pasado se establece desde el presente, en el caso de Sarmiento se ha llegado a la paradoja de que con diferencia de pocos años los mismos sectores sociales que hogaño lo atacaban pasaron luego a ungirlo como ejemplo a seguir en virtud de cambiantes coyunturas. Así buena parte de la clase media argentina, un clivaje socio cultural bastante homogéneo mas allá de sus diversidades de superficie, en los años 60 y 70 compra un Sarmiento acorde al común sentido histórico que en la época establece el dominante discurso revisionista. Es el Sarmiento demonizable a partir de una lectura descontextualizada y anacrónica de sus propias declaraciones: “-no ahorre sangre de gaucho que estos bípedos es lo único de humanos que tienen”; y al mismo tiempo ridiculizable gracias a la pluma irónica y marketinera del viejo Jauretche: “Sarmiento es un Facundo que agarró pa´ los libros”, y obvias jocosidades similares.
Dos décadas después esos mismos sectores descubrieron en Sarmiento al paradigma de la “civilización” frente a la “barbarie” encarnada por un Menem que hasta cargaba con una iconografía similar al de la figura que sirvió de excusa a la dicotomía sarmientina: era tan riojano como el general Quiroga y en sus comienzos protopresidenciales, antes de convertirse en paquetísimo rubio de ojos celestes, ostentaba similares hisurtas pilosidades. Resultó lógico por ende que las luchas docentes contra las medidas neoliberales del gobierno peronista de entonces, tuvieran en Sarmiento a un destacado compañero de ruta.
Muerto en la penúltima década del siglo XIX, la figura de Sarmiento trasegó entonces todo el siglo XX, tironeada a favor y en contra por cuanta ideología afincó en estas tierras. Pocos hombres de nuestro pasado (si no ninguno) reunieron en torno a su recuerdo a hagiógrafos, denostadores y críticos de variado pelaje, intencionalidad y grado de erudición. Tal vez ello ocurrió porque este sanjuanino simboliza una dicotomía insoluble hasta hoy de la argentinidad. Como estableció Jorge Luis Borges en 1974, con énfasis y firme toma de posición: “Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”.
En virtud de los antecedentes del autor y el año en que escribe esta cita, resulta sintomáticamente obvio que Borges traslada a Sarmiento como forzado compañero de ruta, de su papel de boletinero del Ejército Grande a boletinero de las fuerzas sublevadas de Lonardi, Videla Balaguer, Uranga y Rojas. No hace sin embargo el genial y muy gorila creador de “La fiesta del monstruo”, repetir la misma operatoria –aunque en sentido contrario- que la realizada por el primer peronismo, cuando con Apold a la cabeza, el monopólico aparato propagandístico del régimen encumbró al sanjuanino como el principal compañero de ruta de la política educativa expresada en el Primer Plan Quinquenal. Inopinada tarea por la cual Sarmiento fue recompensado con la imposición de su nombre a uno los ferrocarriles nacionalizados. Ejemplos estos que son por otra parte demostrativos de lo muy poco “revisionista” y para nada antisarmientista que fue el primer peronismo, mal que les pese a muchos peronistas que a posteriori fueron formados en la comprensión del pasado nacional por esa explícitamente tendenciosa corriente historiográfica.
Colocado entonces Sarmiento de modo permanente en el centro de vastas polémicas, escasas fueron las perspectivas que dejaron de analizar algún aspecto de su vida, ora para enaltecerlo, ora para condenarlo, siempre para utilizarlo como demonio o como compañero de ruta, roles impuestos desde el presente de quienes los formulaban a un espectro bajado a la tumba en 1888.

Cien Chivilcoyes
Entendiendo que nos comprenden las generales de la ley de lo expresado en el parágrafo precedente, vamos a abordar en el presente artículo un aspecto menos mencionado que otros de su intensa vida: la lucha angustiosa y muchas veces incoherente que mantuvo Sarmiento, en tanto hombre de estado, contra la oligarquía ganadera de la provincia de Buenos Aires.
Un dato que consideramos importante en nuestro análisis, es que Domingo Faustino Sarmiento no era estanciero. Fue en su larga vida muchas cosas, pero nunca estanciero. Su única experiencia rural provenía de una fugaz tarea de viñatero en su natal San Juan, donde el cultivo de la viña nada tenía en común con las exploraciones de la llanura pampeana.
Pese a ello, o tal vez gracias a ello, desde joven fue un entusiasta investigador de las cuestiones agrarias. Tuvo siempre el convencimiento de que para desarrollar el país había que limitar previamente el poder de los latifundistas ganaderos. La estrategia adecuada para acotar tal poder pasaba por transformar el desierto pampeano en un vergel agrícola de pequeños propietarios de origen inmigratorio europeo. Había que trasladar a estas tierras baldías el ideal farmer que el conoció y admiró en las vastas llanuras, los inmensos bosques y los valles de Norteamérica, donde la gigantesca geografía era domesticada por una sociedad agraria, étnicamente blanca, entre sí igualitaria y democrática, que barría con cruel empuje arrollador a los pueblos aborígenes, imponiendo al espacio ocupado su impronta y su civilización.
Es que como afirma Natalio Botana, Sarmiento tuvo la permanente convicción de que la agricultura estaba entrañablemente ligada con la civilización republicana. El oficio de agricultor conformaba la reserva de virtud más genuina para abastecer a una república con bienes materiales y espirituales, para colmar ese espacio con abundancia de productos y con ciudadanos autosuficientes. En el Plata, éste era una suerte de mundo feliz en prospectiva al cual hostigaba el pasado criollo de la barbarie ganadera. Insolente y atrasada, “la industria pastoril del ganado semoviente” impedía la radicación del habitante en el suelo y con ello la formación de municipios. Sarmiento se consideraba un agricultor y no soportaba al hacendado pampeano. Un día le dijo a un estanciero: “toda su respetabilidad la debe a la procreación espontánea de los toros alzados de su estancia”.
Tal comentario es solo una muestra de su permanente crítica a la clase terrateniente porteña. Veía en el régimen de tenencia monopólica de la tierra no solo una distorsión fiscal y económica, sino un problema básicamente político. Recurría al ejemplo de Juan Manuel de Rosas, a quien mostraba saliendo de sus estancias con el apoyo de los saladeristas para dominar discrecional y arbitrariamente la República durante más de dos décadas. En las fuentes pecuarias que dieron origen y sustento a la dictadura había que atacar el problema mediante la doble pinza de la agricultura y la inmigración.
Para Sarmiento el problema se mantenía y reproducía si en lugar de una élite terrateniente como la que sustentó la experiencia rosista, era el Estado el que monopolizaba la tenencia de la tierra. Más tarde o más temprano tal riqueza sería utilizada (tal lo ocurrido en la dictadura de Rosas) como un arma política que beneficiaría a los secuaces del poder de turno en detrimento de las instituciones republicanas. Frente a este peligro, la agricultura se constituía en la herramienta más eficaz para aventarlo al desarrollar la propiedad privada de pequeñas y medianas parcelas. “No es sembrando patatas el gobierno en persona –escribió en El Nacional en 1856- que haría florecer la agricultura. Son las buenas leyes de la tierra las que dan patatas en abundancia”.
Sarmiento, al contrario que sus colegas liberales (encabezados por Alberdi), no hizo del laissez-faire liberal extremo un dogma aplicable a rajatabla. Frente al axioma aceptado por estos de la nula intervención estatal en cuestiones económicas, Sarmiento comprendió la necesidad de que el poder político dictara “buenas leyes de la tierra”, regulando por una necesidad social el acceso a la propiedad de la tierra de los más desposeídos del mundo rural, ejerciendo la defensa de los mismos frente a los intereses mezquinos de los grandes terratenientes. Esta visión crítica del “dejar hacer, dejar pasar” que sus congéneres intelectuales aceptaban sin cortapisas, explica también ciertas incoherencias y contramarchas en su permanente prédica sobre la cuestión agraria.
Debemos señalar que esta prédica no quedó meramente en el plano discursivo. Una vez traspasado el rubicón del exilio y puesto por fuerza de las circunstancias en miembro de la clase política que gobernaba la secesionada provincia de Buenos Aires, Sarmiento pudo comenzar a pasar sus ideas de la teoría a la práctica. En 1855 redacta un proyecto de ley de colonización que de prosperar debería haber tenido fuerza de aplicación en el territorio del rebelde estado porteño.
Finalmente en 1857 logra hacer aprobar en ambas cámaras de la Legislatura con el apoyo de Mitre y Elizalde, una ley de tierras de su autoría, que abolió la gleba que pesaba sobre tres mil colonos sometidos a los abusos del viejo sistema de enfiteusis en Chivilcoy. Hubo entonces allí de acuerdo a esa ley, tierra pública vendida a precios moderados en lotes proporcionales al ideal farmer de la relación trabajo-agricultor: ni tan pequeños que resultaran antieconómicos, ni tan grandes que excedieran la capacidad de explotación. Se puso en marcha así una colonia agrícola que, en ese contorno estrecho en relación con la inmensidad de la pampa, insinuó un trayecto apetecible para Sarmiento. Chivilcoy era su creación, la punta de lanza de una nueva era que creía iba a cambiar al país de un modo positivistamente radical. Fruto de esta confianza es su conocida frase: “haré cien Chivilcoyes”.

Propietario y ciudadano: la doble condición del soberano
De inquilinos a propietarios, de propietarios a ciudadanos. La idea de soberanía en Sarmiento estaba vinculada con el fuerte componente de extranjeros que comenzaba a sentirse cuantitativa y cualitativamente en la población del país. En las antípodas de Alberdi, Sarmiento juzgaba que la República estaría renga de una pata mientras esa masa de habitantes no adquiriese carta de ciudadanía y no sostuviera, si fuese preciso con armas en la mano, a la comunidad política que la había acogido.
Pero su prédica cayó en el vacío superada por una realidad que Sarmiento terminó reconociendo al final de su vida con desatinadas expresiones xenófobas que hoy siguen haciendo las delicias de los antisarmientistas (muchos de ellos más discriminadores y racistas que el sanjuanino). Es que el inmigrante europeo intervenía en la vida política por medio de manifestaciones, desfiles, mutualidades étnicas y expresiones periodísticas, pero era mucho más remiso para tomar carta de ciudadanía y participar en el régimen representativo.
Medido en términos actuales, Sarmiento no fue políticamente correcto en su recurrente desprecio al mestizo o su escepticismo respecto al sufragio universal. Pero evaluarlo con nuestros valores sin merituar el contexto en que vivió, no solo no es pertinente sino que puede transformar nuestro análisis en erróneo o en manifiesta mala fe. Sus contemporáneos, aún sus adversarios, no eran tan tajantes en condenar a priori las palabras de un deslenguado (y el verborrágico Sarmiento lo era en grado sumo) sino que medían el resultado de sus acciones antes que la verbalización desaforada de las mismas.
Veamos el caso de la cuestión agraria. Como estadista, si bien tomó medidas militares muy duras contra los trabajadores rurales criollos que se alzaban en rebeldía, no cesó de aplicar un tipo de progreso social que beneficiaba a esos grupos. Eso fue reconocido por un defensor de la idea romántica del gaucho, José Hernández. En los primeros años de la presidencia de Sarmiento, Hernández consideró a la misma como una administración seria, que buscaba el progreso y la mejora social de todos los habitantes del país. El hecho que luego de la rebelión jornadista rompiera lanzas con el gobierno nacional no debe hacernos olvidar estos escritos y opiniones.
En la misma sintonía hernandiana opera el propio Sarmiento cuando poco antes de asumir la presidencia, visita su “niña de los ojos” agrícola y en un notable discurso afirma que “heme aquí, pues en Chivilcoy, la Pampa como puede ser toda ella en diez años; he aquí el gaucho argentino de ayer, con casa en que vivir, con un pedazo de tierra para hacerle producir alimentos para su familia...” Al hablar de esa manera sostiene con los hechos la idea de que los progresos tecnológicos en la agricultura producían un fenómeno social aún mas importante: transformaban en propietarios con capacidad de autoabastecimiento, y por ende en ciudadanos, a una población gaucha que hasta poco tiempo atrás estaba sumida en la pobreza, la explotación y la utilización militar y política por parte de la élite terrateniente ganadera.
De la condición de matrero, de paria rebelde, a la de productor activo de su propia parcela, construyendo ciudadanía junto al inmigrante europeo. Una visión del gaucho no tan idílicamente romántica como la idealizada por los enemigos de Sarmiento ni tan negativa como la que mostraba el propio Sarmiento en sus escritos de combate. Una situación posible para un actor social antiguo y marginal que podía transformar junto a las olas de migrantes de ultramar ese desierto en una Nación, según la feliz definición de Tulio Halperín Donghi.

El triunfo de los ganados sobre las mieses
Durante los seis años de su presidencia Sarmiento luchó sin tregua para producir nuevas leyes que emularan en todo el territorio nacional la experiencia de Chivilcoy. Era sin embargo una lucha condenada al fracaso. Así en 1873, un proyecto de colonización basado en la experiencia que en la materia detentaba la pionera provincia de Santa Fe, no pudo superar la barrera de un Senado opositor.
Sin duda influyó en este revés además de la orfandad del titular del Ejecutivo de –medido en términos electorales modernos- “tropa propia” (no contaba con partido o “club” alguno que le respondiera totalmente), su egocentrismo y aspereza política que alimentaban una larga historia de animosidades personales que le granjeaban más enemigos de los que la prudencia coyuntural indicaban. Valga el ejemplo del senador santafesino Nicasio Oroño, uno de los padres de la colonización helvética que contribuyó a transformar a la “cenicienta de la Confederación” en el segundo estado argentino, referenciado por Sarmiento como ejemplo en su proyecto; que votó en contra del mismo simplemente por una cuestión de jurisprudencia fiscal entre Nación y Provincia.
En realidad las causas del fracaso eran más profundas. Sarmiento se fue quedando solo, aún en el ejercicio formal del Poder Ejecutivo Nacional. Cada vez menos líderes de influencia seguían compartiendo sus puntos de vista sobre la necesidad de desarrollar alternativas de riqueza productiva en la agricultura y en una incipiente industria, para equilibrar los intereses de la poderosa oligarquía pampeana.
La oposición política personalizada en el liderazgo de un cofrade de la Generación del 37, Bartolomé Mitre (por otra parte el dedo elector junto al ejército, de Sarmiento como un presidente de compromiso en 1868), había asumido abiertamente la defensa de los grandes ganaderos. En virtud de lo cual apoyaba la política de libre comercio de exportación de bienes pecuarios e importación de bienes de consumo, oponiéndose a las tibias medidas proteccionistas sarmientinas.
Y no solo Mitre. Avanzada la década de 1870 la clase dirigente tenía como visión común para el futuro del país, un escenario donde el sector ganadero tradicional (y no los pequeños productores agrícolas) desempeñaría el papel de clase rectora en unión a los intereses comerciales y financieros europeos.
En esos años se consolida una clase gobernante unida en sus intereses, con tácito acuerdo sobre las opciones económicas a seguir. Más allá de sus diferencias políticas circunstanciales y personales, afirman el papel central de la cría latifundista de ganado en el desarrollo de un modelo de Nación, dentro de una economía abierta a Europa, a sus inversiones e inmigrantes. Va ermergiendo el Modelo Agro-Exportador, el cual medido en términos de análisis macro, será hegemónico durante el medio siglo que transcurre de 1880 a 1930.
Pese a este panorama negativo Sarmiento continuó bregando a favor de una política de tierras progresista e igualitaria después de abandonar la presidencia. Su voz se alza cada vez más en solitario frente a la promulgación de leyes que como las de 1877 y 1879, atentan contra la protección industrial y la promoción de la agricultura.
No obstante estos esfuerzos, a partir del ochenta el estado oligárquico queda definitivamente consolidado. Son los intereses ganaderos los que imponen a partir de entonces su indiscutible primacía en dependiente alianza con la Gran Bretaña. La prosperidad general de la época acalla las voces críticas. Son pocos los que en esos momentos se unen a Sarmiento en su actitud de mirar más allá del esplendor efímero de esa prosperidad para poder percibir las distorsiones estructurales que ocasionarían luego el estancamiento de la Nación.
Esa década del ochenta es la del comienzo del espejismo lugoniano de la Argentina de los ganados y las mieses, y el de los últimos años de la vida de quien había prevenido acerca de los peligros de la primacía de aquellos sobre estas. Desilusionado, la perspectiva de Sarmiento acerca de su patria se torna dolorosa y profunda.
Para este sanjuanino engendrado por sus padres en el mismo momento en que ocurrían los sucesos de Mayo, según le gustaba contar los nueve meses retrospectivos a su nacimiento a principios de 1811, la Argentina era un país con una potencia similar a la de su admirado modelo norteamericano. La diferencia con el Coloso del Norte radicaba en que no había podido realizar esas potencialidades. Múltiples causas concurrieron a alimentar esa frustración. Pese a sus errores, a su inconsecuencia, a sus flaquezas, el había luchado para que no fuera así. La reforma agraria basada en el ideal farmer de tenencia de la tierra había sido su principal y esperanzadora arma. Y había perdido en ese combate desigual. Con lucidez, poco antes de su muerte, hablando de sí mismo en tercera persona, afirmó: “fueron las leyes agrarias en las que fue más sin atenuación, derrotado y vencido por las resistencias, no obstante que a ningún otro asunto consagró mayor estudio”.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIABOTANA, Natalio R. Los nombres del poder: Domingo Faustino Sarmiento, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 1997.
KATRA, William H. The Argentine Generation of 1837, Emecé Editores, Bs. As., 2000.
SAENZ QUESADA, María. Los Estancieros, Ed. Sudamericana, Bs. As. 1980.

Sunday, June 18, 2006

El consenso civil al advenimiento de la dictadura militar

Los idus de marzo: el consenso civil al advenimiento de la dictadura militar. Una breve mirada retrospectiva a la relación entre poder militar, sociedad civil y clase política, en el acaecimiento de la última dictadura.
Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti

La construcción de un imaginario
El historiador Luis Alberto Romero sostiene que en sus orígenes, causas, práctica de gobierno y desarrollo histórico, la última dictadura militar ocurrida en la Argentina (el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional) fue analizado como un fenómeno encerrado en su propia y nefasta lógica, aislado del contexto general y en función de ese principio autista, demonizado. Esa imagen demoníaca —bastante distante de lo que había sido hasta entonces la percepción de la sociedad contemporánea al período de gobierno dictatorial— se construyó aceleradamente en poco tiempo, entre la debacle del régimen militar que siguió a la rendición de las fuerzas argentinas cercadas en Puerto Stanley, y la condena a las Juntas Militares perpetradoras del crimen de lesa humanidad, tres años después. Se daba entonces maniquea visibilidad a una banda perversa y poderosa que se había ensañado con una sociedad inocente. Para exorcizar al demonio, la sociedad empuñó la imagen de la democracia, tan potente como aquél, pero buena y generosa.
Tal construcción imaginaria fue para Romero positiva, en virtud del momento en que la misma se formuló. La renacida democracia de los ochenta llegaba a la escena política huérfana de casi todo, carenciada de prácticas, de dirigentes y hasta de ciudadanos acostumbrados a una rutina democrática. No es entonces un dato menor que sustentara sus endebles pasos iniciales en la otredad taxativamente negativa del período inmediato anterior.
Dos décadas después el sistema está pese a sus errores y retrocesos, definitivamente consolidado. La práctica democrática es una recurrencia natural (y en muchos casos fastidiosamente aburrida) para los ciudadanos argentinos que en progresiva y avasallante mayoría etaria por simple paso del tiempo y perduración de la originalmente endeble democracia, no han conocido otro sistema político institucional que el determinado por la sociedad civil y las normas constitucionales.
Cree entonces el historiador Romero que en virtud de este afianzamiento y la consecuente maduración política del habitante-ciudadano, hay una pregunta que ya podemos y debemos hacernos: ¿fue esa dictadura un demonio ajeno a nuestra sociedad, o fue una expresión, repugnante pero legítima, de nuestra cultura política?
Debemos sin embargo ser cuidadosos con los términos para evitar tergiversaciones o falaces interpretaciones de los argumentos que exponemos, producto en algunos casos de la ignorancia, en otros de una susceptibilidad aún muy alta y también de la polisemia de las palabras que permite que cada uno lleve agua para su molino del presente con el mismo pero diferente balde.
Es que la década de 1970 sigue siendo un agujero negro para los investigadores del pasado. Pero, y tal vez por esa condición negativa es menester entender que es hora de abordar su estudio, pues como señala la historiadora Gabriela Águila “aún hoy sigue existiendo una disociación evidente entre el saber qué pasó de porciones importantes de la sociedad y las investigaciones académicas. Si bien en las últimas décadas la labor de los organismos de derechos humanos ha sido fundamental en el sostenimiento de la demanda de verdad y justicia, aún resta avanzar en la investigación histórica, ingresando en el análisis de temáticas que no han sido suficientemente exploradas. Evitando la condena y apelando a la explicación y la comprensión, la construcción de renovadas perspectivas sobre la dictadura sigue siendo, a treinta años del golpe de Estado, una deuda pendiente para los historiadores”.

Balconeando la revolución
“Solo un milagro pudo salvar la revolución. Ese milagro lo realizó el pueblo de Buenos Aires”. Con notable poder de síntesis el autor de esta frase, el capitán Juan Perón, uno de los conspiradores de 1930 (por cierto un grupo minoritario en unas fuerzas armadas donde predominaban los leales al orden constitucional) definió no solo el episodio setembrino del que fue partícipe y que acabó con casi siete décadas de regularidad institucional, sino también una constante en la vida política argentina: el apoyo de parte de la civilidad a las intervenciones militares.
Cívicos militares fueron los episodios de 1890, 1893, 1905 y también el de 1930, al punto que este último, el único triunfante de todos los citados, fue visto por los contemporáneos como una continuación (aunque de signo político contrario) a los tres primeros. Alzamientos que tenían un origen civil con apoyo militar, y que en su faz operativa si su poder de fuego era exiguo en relación a las fuerzas oponentes, se apoyaba en la civilidad. Así pasó ese 6 de setiembre cuando la escueta columna revolucionaria encontró las razones de su triunfo en parte en la inacción y en la falta de capacidad de defensa del gobierno legal, pero fundamentalmente en la multitud civil que en feliz definición de Roberto Arlt salió a “balconear la revolución” sumándose festivamente a la columna de alzados, produciendo entonces “el milagro” al que se refería el golpista capitán Perón.
Con adaptación a las cambiantes circunstancias, las intervenciones militares posteriores mantuvieron esa constante: casi todas encontraron el apoyo alternado de los partidos políticos. Así ocurrió en 1955, en 1962 y en 1966. Tal vez el golpe de 1943, dada la anomia que produjo la desaparición física de los principales referentes políticos nacionales en los meses precedentes y la excusa menor que originó el episodio estrictamente militar, sea la parcial excepción a esta constante.
1976 no fue por cierto una excepción, a pesar del imaginario construido en las postrimerías del régimen, tal como señaláramos al hacer nuestra la opinión de Luis Alberto Roberto al comienzo de este trabajo. Si bien no se puede afirmar que existieran alianzas previas golpistas entre actores políticos institucionalizados y sectores de las fuerzas armadas como sí había ocurrido por ejemplo en 1955 con la Unión Cívica Radical complotada contra el gobierno peronista o en 1966 con la C.G.T. peronista complotada contra el gobierno radical, en líneas generales la clase política en su conjunto (más allá de honrosas excepciones) aceptó la intervención directa de la corporación militar en el Estado.
Y no solo la clase política. Al respecto señala la historiadora Águila, que “una lectura superficial de los principales diarios de aquella época permite advertir el respaldo activo y público que la dictadura encontró entre empresarios, sindicalistas, periodistas o ciertos sectores de la jerarquía eclesiástica. Pero la dictadura también encontró respaldo en grupos más amplios de la sociedad argentina. Es cierto que la represión instaló en la sociedad el miedo y el terror, provocó la autocensura y eliminó la mayoría de las iniciativas de protesta colectiva. Es verdad también que existieron numerosos focos de resistencia en el ámbito laboral, estudiantil, intelectual y artístico que se solidarizaron con quienes eran perseguidos y encarcelados. Pero todo esto se verificó también en un marco signado por una comunidad que, en gran medida, se reveló profundamente autoritaria. El estudio de los años de la dictadura plantea fuertes interrogantes en torno a las responsabilidades concretas del conjunto de la sociedad en los trágicos episodios de aquellos años. Postula el interrogante por la conducta de amplios sectores de la sociedad que, en función de la preocupación por el orden y la tranquilidad, dejó de asegurar los derechos de sus semejantes y contempló, en una actitud muchas veces pasiva -y hasta cómplice-, la violación de las garantías básicas consagradas por el estado de derecho”.
El porqué la sociedad argentina en su conjunto, y la clase política en particular, aceptaron que la política se convirtiera en patrimonio casi exclusivo de las fuerzas armadas, es un interrogante que amerita múltiples respuestas, ninguna totalmente satisfactoria ni mucho menos tranquilizadora para lo que hoy se entiende como políticamente correcto.


¿Asalto al estado o crisis de representatividad?
Entendemos que la pregunta debería formularse en estos términos: porqué en 1976 los políticos, en tanto clase o actores sociales, aceptan que los militares monopolicen la política, cuando esta constituye la razón de ser de aquellos, y por ende deberían haber sido los principales opositores a tal situación.
No hay sin duda una respuesta total y contundente. No alcanza con visualizar por ejemplo, la debilidad del sistema de partidos. Esa debilidad era en todo caso consecuencia de causas más profundas. En lo inmediato y coyuntural el golpe se produce en el contexto de una profunda crisis social. Alimentan esa crisis la notable y acelerada caída del poder adquisitivo, las luchas internas del partido gobernante, la ineficacia de la oposición para constituirse en alternativa y la violencia que se generaliza endémicamente. Tal vez podamos al profundizar en tales motivos coyunturales encontrar esas causas más profundas a las que nos referimos.
La caída del poder adquisitivo corrió en paralelo al descrédito creciente del gobierno peronista. Cuando el 2 de junio de 1975 asumió la titularidad del ministerio de economía Celestino Rodrigo, apenas dos años habían pasado de la esperanzadora ilusión con que el pueblo había recibido al nuevo gobierno. Un bienio atrás al calor de la “primavera camporista” se había implementado el Plan Gelbard: un programa de concertación económica y social, opuesto al capital monopólico internacional y sustentado institucionalmente en el llamado Pacto Social. Este fue en síntesis un acuerdo entre empresarios y trabajadores, flexible, austero y reformista con un sentido redistributivo amplio (aunque sin llegar a plantearse cambios estructurales), dentro de un orden social de cooperación antes que de confrontación. Todas estas esperanzas fueron esfumándose progresiva y aceleradamente tras la muerte de Perón.
No hace a este trabajo analizar específicamente el llamado Plan Rodrigo pero es evidente que este constituye el punto de inflexión más pronunciado del descrédito gubernamental. El Plan pretendía liberar precios internos, mejorar los externos devaluando el peso, disminuir el déficit presupuestario y bajar el nivel salarial. Todas estas medidas tenían una meta principal: destruir el poder de los sindicatos, en un gambito más de las pugnas internas que desgastaban al gobierno. La instrumentación de este programa, enunciado por el lopezreguista Celestino Rodrigo de un modo ortodoxamente draconiano alejado de todo prudente gradualismo, desató una reacción popular masiva y espontánea, fuera del control político o sindical. Este último sector fue el que logró capitalizar finalmente la situación, logrando alejar de la escena al Grupo López Rega.
Fue una victoria pírrica: los jefes sindicales pasaron a convertirse en el segundo semestre de 1975 y el primer trimestre de 1976 en actores centrales de las decisiones estatales, rol difícilmente congeniable con el de representar las demandas reivindicativas de las bases. Bases cada vez más insatisfechas por la crítica situación económica que llevaba a la Nación al borde de la cesación de pagos.
Pero los torpes burócratas sindicales no podían hacer un curso acelerado de ciencias políticas, y en esa instancia se movieron espasmódicamente según cálculos contingentes, en una situación confusa que no sirvió más que para acelerar la crisis política. Fueron junto a la manifiesta impericia de María Estela Martínez, los principales pero no únicos culpables del proceso de atomización social que impidió se pudiera articular en el momento culminante alguna defensa del gobierno constitucional.
Visto retrospectivamente en contexto es entendible la orfandad política de los sindicalistas. Es que para esas épocas, la política entendida como espacio de conciliación había dejado de tener sentido para el ciudadano común. Este no hacía sino reproducir lo que la clase política, especialmente los partidos de oposición expresaban de modo taxativo: la imposibilidad de articular un discurso alternativo que convocara a ese ciudadano a un amplio consenso de reconstitución de las bases de legitimación del estado.
La clase política entendida como actor social, había perdido su lealtad al régimen constitucional, aunque esa pérdida no pudiera en algunos casos ser elaborada concientemente por los actores individuales. De allí las diferencias entre el hacer y el decir que a veces en algún momento dramático se cruzaban en un explícito sinceramiento del primero de esos términos. Tal el discurso del líder de la oposición, el radical Ricardo Balbín, que se bifurca entre la esperanza de “que a las elecciones (convocadas para octubre de 1976) llegamos aunque sea con muletas” y el reconocimiento final de su amargo “no tengo soluciones”.
Las organizaciones partidarias se iban replegando en si mismas, alejándose de la sociedad y de su compromiso de defensa del orden constitucional. Ese compromiso había sido minado a lo largo de muchos años. Por lo menos desde 1955 (sino antes) los recurrentes golpes de estado, había colocado a las Fuerzas Armadas en un papel de reaseguro final de gobernabilidad, aún en los cortos períodos de cierta normalidad constitucional. Ese papel de árbitro último de la puja política, de erigirse como sujeto político principal y por lo tanto superior al resto de los actores de la sociedad argentina, les había sido asignado de modo tácito o explícito por el propio sistema de partidos.
Fue entonces esa visión el corolario de un largo proceso cimentado en décadas de recurrentes golpes de estado, donde a favor de la conveniencia faccional del momento, la clase política en general fue legitimando las interrupciones al orden constitucional al verlas no como una simple arbitrariedad militar a las que oponerse sin más, sino como parte del juego de relaciones sociales del que todos participaban, en el poder o en el llano.
Hacia 1976 la clase política aceptaba esta preeminencia e injerencia castrense en campos supuestamente exclusivos de la civilidad. Esa actitud se articulaba entonces en una ceguera interesada de décadas en que los distintos actores políticos habían asumido que las estrategias y los mecanismos de acción y construcción políticos podían ser entendidos como circunstancias neutras escindidas de los fines. Tal distorsión ética no hizo sino aumentar en ese momento crítico el ya pronunciado descrédito de los partidos políticos, impotentes de convocar al consenso siquiera en el plano discursivo.

La aceptación de la violencia
También fue un largo proceso el que llevó a que la violencia en tanto fenómeno social fuera como afirma Romero, una construcción que se aceleró con saltos cualitativos Había entonces en el tiempo previo al golpe en sí, una cultura política de acumulación de la violencia, compartida por todos quienes participaron en esa conflictiva vida política. El aceptar con relativa facilidad las prácticas violentas para dirimir diferencias formó parte de la historia de naturalización de la violencia que le acaeció a toda la sociedad argentina y que posibilitó la acción brutal de los militares de 1976. En los tiempos previos a que estos tomaran el estado, hubo en el ciudadano común un sentimiento generalizado de pérdida de su seguridad individual que juntamente con la creencia de que ni el gobierno ni la oposición podían garantizar una convivencia pacífica, le llevó a aceptar a la institución armada como la única que podía poner fin a esa situación, acabando con la violencia privada mediante el monopolio estatal de la violencia. De ese modo la sociedad en su conjunto relegaba concientemente sus derechos ciudadanos, despolitizándose sin medir las consecuencias que su actitud traería. Lo hacía en la misma sintonía que la clase política que al reconocer públicamente su impotencia ante la crisis generalizada dejaba a la sociedad sin alternativas posibles dentro de la legalidad.
Ocurrió entonces, dato no menor en el éxito del golpe de estado, un definitivo corrimiento de la figura del soberano, al trasladarse esta del gobierno civil de turno (y de todo el sistema de partidos) a las Fuerzas Armadas, en una aceptación de la clase política en su conjunto (oficialismo y oposición) de su propia debilidad e impotencia operativa para dar una salida dentro del sistema constitucional a la crisis. En esa visión dada en un contexto de atomización de los otros actores, solo la institución castrense podía garantizar la seguridad individual del ciudadano atemorizado por acontecimientos que lo sobrepasaban y que no obtenía respuesta ni solución de sus representantes civiles.
Estos habían minado aceleradamente los restos de autoridad que le quedaban en el fragor de sus luchas intestinas. El enfrentamiento entre la izquierda peronista y un gobierno cada vez más corrido a la derecha colocaba a la violencia como un tigre desbocado que precisaba con urgencia de un domador, cuanto más enérgico, mejor. Esa solución simplista y expeditiva era compartida por millones de argentinos, azorados ante una situación que amenazaba extenderse sin solución de continuidad. Es que si bien el proyecto presidencial sustentado con el apoyo (casi el único apoyo) de las conducciones burocráticas sindicales de reconvertir hacia la derecha la conciencia política de los sectores populares había fracasado frente a la movilización de los trabajadores desde el llamado Rodrigazo en adelante; la izquierda tampoco podía capitalizar ese descontento dada las identidades políticas heterogéneas de las bases peronistas. No era un empate sino una meseta donde corrían desbocadas la violencia y la represión, esta última llevada a cabo a veces dentro de la Ley, y la mayoría de las veces, fuera. Ambos términos (el legal y el ilegal) habían sido aceptados cuando no propiciados por el Gobierno. Detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones y muertes eran perpetradas con impunidad no solo por grupos de ultraderecha como la Triple A, sino también por el aparato estatal (Fuerzas Armadas y de Seguridad).

¿Caer como peronistas?
A principios de 1976 la inoperancia del gobierno llegó a tal grado que parte de sus miembros en un desesperado intento de perdurar hasta el fin del mandato ofrecieron a las ya insumisas jerarquías militares su propia “bordaberrización”, la disolución del Congreso y la instrumentación de medidas económicas de corte neoconservador. Fue en vano. La cúpula militar no aceptó esta salida. La resistencia obrera del año anterior al Plan Rodrigo les indicaba que la adopción de un modelo económico que cercenara drásticamente la participación del salario en la distribución del ingreso, solo podía implementarse si era acompañado de una escala represiva nunca antes aplicada. Había que rearticular económicamente la sociedad y esa recomposición era imposible manteniendo un gobierno civil títere. Este, pese a su propia degradación, no podía ser sino un obstáculo a la tarea de despolitizar a la sociedad y disciplinar a sangre y fuego a los insumisos. También sabían que estaban dadas las condiciones para que vastos sectores aceptaran esa intervención total castrense, dada la ingobernabilidad en que había caído el gobierno constitucional, incapaz (al igual que la oposición política) de instrumentar soluciones racionales a la crisis y a la violencia.
La clase política había auto cercenado las bases de legitimidad del estado de derecho en sintonía con su representada: esa sociedad civil que aceptaba (mayoritariamente en sus sectores medios) por complacencia o indiferencia la clausura por tiempo indeterminado del debate de ideas. El domador que ambos anhelaban llegó finalmente el 24 de marzo de 1976.
Ha pasado mucho tiempo y mucha sangre, pero aun hoy vastos sectores de la sociedad argentina siguen sin asumir su complicidad en la perpetración de la mayor tragedia de nuestra historia. Empezar a descorrer el velo de un pasado reciente que iguala tras sus infames tules a víctimas y victimarios, es una deuda pendiente de los (nos) historiadores.











Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar


BIBLIOGRAFIA
AGUILA, Gabriela. En deuda con el pasado, artículo publicado en el diario La Capital de Rosario el 19 de marzo de 2006.
DE RIZ, Liliana. Retorno y Derrumbe, Hyspamérica, Bs. As. 1987.
ROMERO, Luis Alberto. Las preguntas que nos debemos 30 años después, artículo publicado en el diario Clarín de Buenos Aires el 16 de marzo de 2006.
YANNUZZI, María de los Ángeles. Política y Dictadura, Ed. Fundación Ross, Rosario, 1996.