Saturday, August 19, 2006

La Política y la Logia: José Hernández y sus coincidencias con el Presidente Sarmiento en 1870

LA POLITICA Y LA LOGIA: JOSE HERNÁNDEZ Y SUS COINCIDENCIAS CON EL PRESIDENTE SARMIENTO EN 1870
El acercamiento político de los padres del Facundo y el Martín Fierro, o de cuando la masonería fue nexo entre liberales y federales en un año clave del conflictivo periodo de consolidación del estado nacional.


Entre montoneras y colonos suizos
A principios del año 1870 el presidente Sarmiento desembarca en Concepción del Uruguay. Su viaje al Arroyo de la China, bastión simbólico desde los tiempos de Pancho Ramírez de la vocación autonómica de los ganaderos entrerrianos, obedece a una forzada estrategia de búsqueda de apoyos a su gestión de gobierno. Permanentemente hostigado por el mitrismo desde su asunción a la primera magistratura en 1868, y carente de partido o facción que le responda plenamente, el sanjuanino se acerca entonces al Señor de Entre Ríos, a ese Justo José de Urquiza que pese a su sinuosidad y cautela política de los últimos años, aún es considerado por los federales argentinos como su jefe natural (aunque cada vez con mayores reservas y reparos).
El viaje es preparado de manera teatral para que la espectacularidad escénica hable a propios y extraños de la intencionalidad política expresamente manifestada en el mismo. Hasta la ambigüedad es plenamente direccionada en tal sentido. Así, si el vapor que hace las veces de buque presidencial tiene el ofensivo nombre de Pavón, no es dato menor que a bordo del mismo también viaja acompañando al presidente, Héctor Varela, hijo de Florencio –mártir de la causa unitaria- y director de La Tribuna, diario porteño de gran popularidad que ha hecho del antifederalismo su bandera. La presencia de Varela en la comitiva es un claro gesto de conciliación.
El anfitrión actúa en consonancia. Su residencia italianizante en la que casi todo -desde la góndola veneciana del lago artificial hasta la última pieza del menaje- ha sido importado de Europa, es puesta a disposición del primer magistrado Es allí entonces en ese Palacio San José donde Sarmiento, tras soportar estoicamente el desfile de la caballería entrerriana, para el una demostración del pasado de barbarie contra el que viene luchando desde toda la vida, asiste a otro fenómeno inscripto en el lado de la civilización: los suizos de la cercana colonia fundada por Urquiza, acuden a aclamarlo transportados en sus carros de cuatro ruedas, constituyendo un espectáculo que al presidente le memora su admirada Norteamérica.
En este marco forzadamente idílico a horcajadas de lo viejo y lo nuevo, es donde Sarmiento proclama haber descubierto en Urquiza modos políticos de conducción dignos de imitar, olvidando que hasta ayer nomás pedía para este el mismo destino que para Rosas (Southampton o la horca). Hay más allá de las inevitables hipocresías de rigor, una decisión evidente de tomar distancias con el liberalismo mitrista y acortarlas con el federalismo urquicista.

Matraca, soldado y periodista confederado
Esta reconciliación entre el presidente Sarmiento y el líder del federalismo encuentra un efusivo apoyo en las páginas de un diario de Buenos Aires. Fundado el año anterior, El Río de la Plata es la tribuna que expresa la opinión de su creador, José Hernández. En esa hora que considera histórica para el futuro del país, Hernández se asume a la vez como un fiel urquicista y como un crítico imparcial de la gestión del gobierno nacional. Una imparcialidad nada hostil por otra parte, al punto que recurrentemente debe salir a defenderse de la acusación de oficialista que otros periódicos endilgan al suyo.
Relativamente joven, es sin embargo a sus treinta y cinco años un veterano de la política y el periodismo argentino. Nacido en Buenos Aires en las vísperas de la dictadura rosista, desciende por vía materna de una familia de la élite porteña: los Pueyrredón (solía minimizar este hecho afirmando con el sentido del humor que sus contemporáneos le reconocieron al darle el sobrenombre de Matraca: -yo soy Hernández “solito”).
En el agitado año que sigue a la caída de Rosas toma las armas en defensa de los intereses de su provincia, pero un bienio después se instala en la capital de la Confederación Argentina, definitivamente alejado del gobierno secesionista porteño. Allí en Paraná se integra al débil aparato burocrático en calidad de funcionario menor y polifuncional. Ejerce también funciones de corresponsal que culminan en 1860 cuando Hernández entra definitivamente al mundo del periodismo, dirigiendo hojas facciosas forzosamente ligadas al presupuesto oficial, única forma de sobrevivencia económica y política de estos órganos de prensa en ese tiempo y en ese medio.
Cuando en 1861 se produce el derrumbe de la Confederación, participa en los episodios bélicos que efectivizaron militarmente esa caída. En setiembre con el grado de capitán, José Hernández contempla azorado en Pavón como la victoria federal en el campo de batalla se trasforma en confusa retirada por la actitud displicente de Urquiza. Unos días después es uno de los pocos que salva el pellejo en la masacre de Cañada de Gómez, cuando el resto orgánico del ejército confederado es sorprendido y destrozado por las fuerzas mitristas comandadas por el oriental Venancio Flores, uno de los tantos oficiales uruguayos que consolidarán a sangre y fuego el nuevo orden de cosas favorable a Buenos Aires en el Interior.
Esta brutalidad planteó un claro interrogante sobre los alcances de la voluntad del gobernador porteño Bartolomé Mitre de pacificar el país. Los vencedores se expresaban con una dualidad desconcertante. Así se entiende como el general Flores recibió una pública reconvención por haber mandado degollar a cientos de prisioneros (por cruel paradoja muchos de ellos eran porteños exilados que habían abrazado la causa nacional poniéndose al servicio del gobierno de Paraná), pero pocos días después Mitre le confió nuevas y más importantes responsabilidades militares
Esa dualidad expresaba también los límites de una victoria pírrica. Mitre se encuentra en virtud de ella como responsable de la reconstitución del estado argentino, por primera vez desde 1820 unido políticamente. Es una unión endeble. El partido liberal no puede ignorar la influencia de Urquiza en la Mesopotamia. El mitrismo no va intentar siquiera avanzar sobre las provincias litorales del Este. Más aún, Mitre considera que en algunas provincias mediterráneas la inexistencia entre las élites locales de un grupo liberal impide intentar cambiar en ellas la situación política. Sin embargo estas conclusiones del jefe del Partido de la Libertad despiertan la indignación en su base de apoyo: los sectores urbanos porteños que no se resignan a desaprovechar una victoria que pírrica o no (mejor dicho pactada o no, que eso sigue constituyendo el interrogante de Pavón) les pertenece.
En virtud de ese clamor citadino el mitrismo solo mantiene su acuerdo explícito de no agresión con el urquizismo y se lanza a la remoción de los gobernadores federales del interior mediterráneo utilizando la “persuasión” de los destacamentos porteños comandados por los expeditivos oficiales uruguayos, logrando así el vuelco pacífico de algunas situaciones locales ante esa amenaza. Es una empresa que gracias a la crueldad con la que se la acomete resulta más fácil de lo que en un principio parecía y que solo encuentra la seria resistencia de las provincias del arcaico poniente argentino, especialmente de La Rioja, que finalmente es doblegada en noviembre de 1863 cuando su hombre fuerte, Ángel Peñaloza, es capturado y ejecutado.

“Los salvajes unitarios están de fiesta”
Esta frase se convirtió en la segunda mitad del siglo XX en una de las más memorables del catecismo del revisionismo histórico que encontró en ella la síntesis del odio y el resentimiento que el liberalismo mitrista expresó después de Pavón contra la causa federal. José Hernández es el autor de la misma y la formula como inicial golpe de efecto de una serial folletinera que publica en El Argentino de Paraná a poco de conocerse el brutal asesinato de Peñaloza. Más allá del evidente anacronismo de la misma (en 1863 nada quedaba de la “feliz experiencia rivadaviana” ni nadie seriamente intentaba reeditarla), da cabeza a un escrito que si bien elaborado con explícito maniqueísmo binario en el que enfrenta a un Chacho “…valiente, generoso y caballeresco…uno de aquellos corazones que no conocen jamás el odio, el rencor, la venganza ni el miedo” desigualmente enfrentado a esos “salvajes unitarios” del Partido de la Libertad de porteños y aporteñados, sorprendentemente introduce una actitud crítica respecto a la figura del jefe del federalismo. Para Hernández, Urquiza después de su equívoca actuación en los sucesos de Pavón nunca volverá a defender la causa federal con las armas sino que “se entregará como inofensivo cordero al puñal de los asesinos”. Profética definición que erró solamente en un detalle: que asesinos empuñarían el puñal.
Pero no nos adelantemos en la crónica. A fines de 1864 Hernández que continúa en Paraná se suma al clamor federal de defender Paysandú, bastión de los blancos orientales que es sitiada por el caudillo colorado Venancio Flores (el mismo de la degollina de Cañada de Gómez) con la ayuda de fuerzas brasileñas de mar y tierra y la complicidad del gobierno argentino que paga así los buenos servicios que le brindara Flores poco tiempo atrás Los federales entrerrianos reclaman la actuación de Urquiza en defensa de la ciudad sitiada, pero éste no se mueve argumentando neutralidad, continuando con su titubeante línea política que al final se le revelará literalmente suicida. Entonces Hernández se moviliza (lo acompañan entre otros destacados federales, Carlos Guido Spano) hacia el lugar pero llegan cuando los sitiados ya han sido derrotados tras ser el poblado literalmente reducido a escombros por el bombardeo de la escuadra imperial. Logra rescatar a su hermano Rafael y retorna a Paraná con un indecible odio a Mitre y al mitrismo y un fuerte resquemor a Urquiza.
En 1867 y 68 participa activamente en la política correntina apoyando a la gestión del federal Evaristo López, del que será su ministro de gobierno. Derrocado aquel por una asonada liberal, se involucra en las múltiples e infructuosas peripecias para reponerlo, llegando a entrevistarse junto al mandatario provincial depuesto con el flamante presidente de la Nación, Domingo Faustino Sarmiento. No es la primera vez que se ven. El encuentro inicial será recordado mucho después con desprecio por Hernández en rencorosas páginas. Escribirá en 1875:
“Hace aproximadamente quince años, tuvo lugar en Santa Fe, una Convención Nacional para considerar las reformas que Buenos Aires presentaba a la Constitución. Ocupábamos en ella el puesto de taquígrafo. En la silla derecha, en el primer asiento, se encontraba un convencional que se revolvía agitándose continuamente en la silla. Miraba a todas partes como un desaforado, manifestando en todos sus movimientos una agitación y algo de un malestar que no le permitía permanecer tranquilo. De pronto hace un movimiento rápido y se saca un botín, a pocos minutos el otro, coloca los pies cubiertos solo con las medias, sobre aquellos zapatos que tanto lo habían mortificado, y respirando fuertemente, como quien se libra de una gran incomodidad, permanece tranquilo, como en el retiro de su casa, delante de la respetable asamblea. Ese hombre era el Sr. Sarmiento, y ese fue el día y las circunstancias en que le conocí, bajo la impresión que cada uno de los lectores puede calcular que produciría en el observador, aquel hecho de intimidad y confianza con la Convención y con el público. De allí parten mis relaciones de vista con el Sr. Sarmiento, por quien después he sido perseguido sin tregua”.

La segunda generación romántica
Sin embargo no siempre Hernández ha sido perseguido sin tregua por Sarmiento. Hubo una tregua tácita e interesada que pudo haber fructificado en una comunión de intereses. Hacia 1868 la figura de Hernández constituía el emergente más notable de lo que el grupo liberal porteño llamó despectivamente “la segunda generación romántica”, curiosa forma de ocultar la naturaleza militante tanto literaria como política de sus miembros. Carlos Guido Spano, Olegario Andrade, Miguel Navarro Viola y Estanislao Zeballos integraban una lista a la que se podría sumar al blanco oriental Luis Alberto de Herrera, que habían asumido la tarea de atestiguar la tragedia del federalismo del interior argentino a manos de los ejércitos porteños. Frente a la campaña de desinformación de la prensa mitrista, estos escritores y publicistas, igualmente facciosos, afirman la existencia de un federalismo constitucionalista y antiporteño que pese a la tarea de aniquilación que sufrió tras Pavón, sigue siendo el eje desde el cual pensar el futuro de Nación.
De todos ellos, nadie como Hernández entiende las posibilidades que abre la presidencia de Sarmiento. Frente a la decadencia del Partido de la Libertad, desgastado a tal punto por la guerra contra el Paraguay y la resistencia del interior mediterráneo, que Mitre no puede imponer su dedo elector para ungir a su propio candidato, logrando apenas cerrar el camino a una segunda presidencia de Urquiza con la candidatura transacional del sanjuanino; Hernández avizora nuevas oportunidades para la causa federal, veterana de tantas derrotas.
Hernández es un político consumado que inflama a la prédica que desde 1869 exterioriza desde El Río de la Plata, una efectiva dosis de oportunismo a valores que el entiende fundamentales. Su federalismo es sincero, como sincero es su furibundo antimitrismo. Pero ambos valores nunca se convierten en artículo de fe. Racional antes que dogmático, Hernández entiende que es necesaria una reformulación de las prácticas facciosas que ha tenido que sobrellevar el federalismo en esa década de discordia civil. En el nuevo consenso nacional que se avizora, la militancia federal puede engrosar el mismo en pie de igualdad a las facciones liberales que han roto lanzas con un mitrismo que ha pasado a ser oposición, tras pretenderse durante los años de la presidencia de su jefe, oficialismo hegemónico a horcajadas de la moderación y de la brutalidad alterna de sus medidas de gobierno.
En esta clave se entiende el apoyo entusiasta de Hernández al encuentro conciliatorio de 1870 de su enemigo de ayer (Sarmiento) con el menguado pero jefe al fin del federalismo (Urquiza). En esa hora histórica estas tres figuras integran por derecho propio lo más influyente de la clase política.

Grandes y aceptados masones
Esta comunión de intereses en principio divergentes tiene también como dato no menor (aunque siempre se lo tiende a minimizar) la común pertenencia a una institución heterogénea y por tanto difícil de clasificar en sentido unívoco: la masonería. Ha fines de esa conflictiva década ser masón no es solo una moda para Hernández. Es la forma políticamente correcta de identificarse con un liberalismo despojado decorosamente de su halo mitrista. Ese redefinido liberalismo no es incompatible con el ideario federal. Por el contrario es el Partido de la Libertad el que no se adecua a las nuevas circunstancias. Aún en cuestiones aparentemente tangenciales como la práctica externa de los rituales masónicos. En esa clave se entiende la reticencia ceremonial y militante de un antiguo hermano masón, Bartolomé Mitre.
Hernández ofrece en cambio una adhesión sin reticencias a la masonería. La entiende un vehículo ideal para mediar en la coyuntura política, dado que todos los hombres de importancia de las distintas facciones que buscan –con la explícita excepción del mitrismo porteño- ese “nueva unanimidad nacional” superadora de los sombríos furores del pasado inmediato, pertenecen con mayor o menor grado de compromiso a la Gran Logia de la Argentina de grandes y aceptados masones.
La gran conciliación producida en el palacio San José de febrero de 1870 amerita también entonces el ser leída como el encuentro entre el gran hermano Sarmiento con el gran hermano Urquiza. Y es en esa clave en la que el gran hermano Hernández hará visible el hecho político a través de las páginas de El Río de la Plata, decidido vocero en esos días de ese liberalismo moderado que hace jugar en la misma sintonía que el federalismo, a una opinión pública porteña que entiende receptiva a dejar de lado su mitrismo de ayer por anacrónico y sectario, y asumirse protagonista junto a sus cofrades del interior de la nueva situación. Tarea no tan difícil como en un principio parece, toda vez que la masonería se convierte en el sostén de este nuevo credo liberal, igualitario y democrático. Si a la vez el federalismo, expurgado de su rémora rosista, se torna en su defensa acérrima de la constitución jurada en Santa Fe en 1853, también igualitario y democrático, el consenso del que Hernández se asume como vocero, está arribando a puerto seguro. Sin embargo la tempestad está al acecho, pronta a hundir esa esperanza.

Sangre en Entre Ríos
La primera es la Justo José de Urquiza, que el 11 de abril de 1870 se hace reguero por los pasillos de su epicúreo palacio del naciente entrerriano. El asesinato no fue obra de los enemigos de otrora sino de sus cansados partidarios que encabezados por su segundón Ricardo López Jordán, terminaron con su gobierno y su persona. José Hernández es amigo de varios de los cabecillas de la revolución provincial. Con un optimismo que le ciega su habitual agudeza de análisis, cree que aún es posible salvar la frágil entente establecida entre el gobierno nacional y el federalismo entrerriano. Así no ha pasado una semana de la muerte de Urquiza cuando en El Río de la Plata manifiesta su esperanza de que López Jordán castigue a los perpetradores del crimen que lo benefició y llame a elecciones para gobernador, excluyéndose de la puja para demostrar su intención de no ser un obstáculo en el proceso de acercamiento con Sarmiento iniciado por el finado Capitán General.
Pero el sobrino del ya legendario Pancho Ramírez no puede o no quiere dar esas muestras de conciliación. Tampoco lo acepta el gobierno nacional. Sarmiento lanza toda la fuerza de un ejército fogueado en los esteros paraguayos y armado por vez primera con parámetros modernos contra el jornadismo, a quien no le queda sino una resistencia desesperada. El desenlace del conflicto se torna obvio: por vez primera ametralladoras Krupp se enfrentan a chuzas y tacuaras.
Entre las huestes de derrotados se encontrará José Hernández, que tras cerrar su diario en Buenos Aires se suma lealmente a la causa jordanista. Su trayectoria convierte a ese paso en ineludible. El primer alzamiento termina entonces en previsible derrota para el federalismo entrerriano, partiendo sus dirigentes al exilio. Será en esa difícil situación cuando Hernández parirá el personaje que lo sobrevivirá y oscurecerá sus múltiples facetas en virtud de la de poeta gauchesco, refulgente esta como padre de la criatura. Entre Santa Ana do Livramento y Montevideo da sus primeros vagidos el gaucho Martín Fierro.
En esos años el jordanismo es tentado por el mitrismo para hacer causa común contra el gobierno nacional. Muchos dirigentes federales están dispuestos a aceptar en su orfandad de medios, esa alianza. José Hernández no. “Antes que Mitre, cualquiera” denuncia enfáticamente. En virtud de esa firme toma de posición, hacia 1874 con motivo de la conflictiva sucesión presidencial hay en Hernández una reconciliación oblicuamente trasversal con Sarmiento. “Antes que Mitre, cualquiera”. Pero Nicolás Avellaneda no es cualquiera. Es la continuación política de la figura admirada y aborrecida alternativamente por Hernández. De allí su ambigua posición respecto a Sarmiento en esos años. Por un lado la diatriba de 1875 ya citada, escrita en una narrativa paupérrima y demagógica, indigna de un intelectual de su talla. Por el otro su reconocimiento al tipo de liberalismo que encarnaba el sanjuanino, plenamente compatible con su propio compromiso con la reconciliación en aras de un ideal de nación y de pueblo que es posible materializar a partir de un aparato estatal consolidado
El desenlace de este proceso del que fue partícipe, antes como opositor a un Mitre agente de una facción, luego como publicista crítico y oficioso de un Sarmiento que se instituyó independiente a las facciones y finalmente como sostenedor de un Avellaneda dispuesto a arbitrar por y sobre las mismas, encuentra a Hernández finalmente dando asentimiento fervoroso a un roquismo que impone sus modos de gobierno en un estado por primera vez definitivamente consolidado. En la presidencia de Roca ve José Hernández el tiempo de clausura de estériles conflictos y el comienzo por fin, de una nueva etapa. Lo que no fue posible en 1870 tal vez lo sea a partir de 1880.
Senador nacional en esos primeros años de orden tras la debacle del orden español siete décadas ha, este cincuentón jovial y peligrosamente excedido de peso, que ha comenzado su vida política en su arcadia perdida y rural de finales de la dictadura rosista, se encuentra ¡signos de los tiempos! presidiendo ceremonias de la creciente comunidad italiana, en tanto miembro conspicuo de la masonería, a la que también pertenece la élite de la inmigración peninsular.
En esos años va siendo fagocitado por la criatura que ha creado en el módico exilio al que lo llevó su compromiso militante con la causa perdida del jordanismo. Pese a la opinión de Jorge Abelardo Ramos, un trasnochado historiador revisionista de atrapante y engañosa narrativa, no habrá que esperar hasta 1913 para que Leopoldo Lugones descubra a los argentinos que tenían un poema épico. Mucho antes, en octubre de 1886, un diario encabezó su primera plana de manera efectista jugando con la tácita complicidad de sus lectores titulando: “Murió el senador Martín Fierro”.
En realidad finaba uno de los dos hombres que en acertada definición de Halperín Donghi se constituyeron pese a sus vacilaciones y contramarchas en los más claros adalides del desafío al orden patriarcal y conservador impulsando propuestas más abarcadoras y democráticas. El otro propulsor de esa idea de ciudadanía ampliada murió casi dos años después en Asunción. El día del nacimiento del primero sirve de celebración anual a una supuesta tradición nacional; el día de la muerte del segundo se ha constituido en la fecha en la cual los docentes se autocelebran utilizando de rehenes para tal festejo a sus alumnos. Posiblemente ni José Hernández ni Domingo Faustino Sarmiento estarían de acuerdo con la utilización de sus nombres en la perpetración de tales tropelías efeméricas. Pero…después de todo el mundo es de los “vivos” y desde la tumba no hay reclamo posible.





Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIA
CHAVEZ, Fermín. La vuelta de José Hernández, Ediciones Teoría, Bs. As., 1973
KATRA, William H. The Argentine Generation of 1837, Emecé Editores, Bs. As., 2000.
HALPERIN DONGHI, Tulio. José Hernández y sus mundos, Ed. Sudamericana, Bs. As., 1985.
_____________________. Una Nación para el Desierto Argentino, Ed. Prometeo, Bs. As., 2005.

Friday, August 11, 2006

Sarmiento contra la oligarquia ganadera pampeana



Crónica de la lucha desigual entablada por un polémico formador de la Argentina Moderna contra los privilegios de una élite que sustentaba su riqueza en el quietismo socio-cultural de un espacio dominado por el desierto, la arbitrariedad política y el telurismo patriarcal.

“Quién era Rosas? Un propietario de Tierras.
¿Qué acumuló? Tierras.
¿Qué dio a sus sostenedores? Tierras.
¿Qué quitó o confiscó a sus adversarios? Tierras.”
D. F. Sarmiento


Un forzado compañero de ruta
Pocos argentinos han cargado sobre sus espaldas tantas y contradictorias adjetivaciones como Domingo Faustino Sarmiento. Desde “padre del aula” hasta “vendepatria”, pasando por la que le venga a la memoria o concuerde con la posición ideológica del lector, la lista es amplísima. Como toda visión interpretativa del pasado se establece desde el presente, en el caso de Sarmiento se ha llegado a la paradoja de que con diferencia de pocos años los mismos sectores sociales que hogaño lo atacaban pasaron luego a ungirlo como ejemplo a seguir en virtud de cambiantes coyunturas. Así buena parte de la clase media argentina, un clivaje socio cultural bastante homogéneo mas allá de sus diversidades de superficie, en los años 60 y 70 compra un Sarmiento acorde al común sentido histórico que en la época establece el dominante discurso revisionista. Es el Sarmiento demonizable a partir de una lectura descontextualizada y anacrónica de sus propias declaraciones: “-no ahorre sangre de gaucho que estos bípedos es lo único de humanos que tienen”; y al mismo tiempo ridiculizable gracias a la pluma irónica y marketinera del viejo Jauretche: “Sarmiento es un Facundo que agarró pa´ los libros”, y obvias jocosidades similares.
Dos décadas después esos mismos sectores descubrieron en Sarmiento al paradigma de la “civilización” frente a la “barbarie” encarnada por un Menem que hasta cargaba con una iconografía similar al de la figura que sirvió de excusa a la dicotomía sarmientina: era tan riojano como el general Quiroga y en sus comienzos protopresidenciales, antes de convertirse en paquetísimo rubio de ojos celestes, ostentaba similares hisurtas pilosidades. Resultó lógico por ende que las luchas docentes contra las medidas neoliberales del gobierno peronista de entonces, tuvieran en Sarmiento a un destacado compañero de ruta.
Muerto en la penúltima década del siglo XIX, la figura de Sarmiento trasegó entonces todo el siglo XX, tironeada a favor y en contra por cuanta ideología afincó en estas tierras. Pocos hombres de nuestro pasado (si no ninguno) reunieron en torno a su recuerdo a hagiógrafos, denostadores y críticos de variado pelaje, intencionalidad y grado de erudición. Tal vez ello ocurrió porque este sanjuanino simboliza una dicotomía insoluble hasta hoy de la argentinidad. Como estableció Jorge Luis Borges en 1974, con énfasis y firme toma de posición: “Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”.
En virtud de los antecedentes del autor y el año en que escribe esta cita, resulta sintomáticamente obvio que Borges traslada a Sarmiento como forzado compañero de ruta, de su papel de boletinero del Ejército Grande a boletinero de las fuerzas sublevadas de Lonardi, Videla Balaguer, Uranga y Rojas. No hace sin embargo el genial y muy gorila creador de “La fiesta del monstruo”, repetir la misma operatoria –aunque en sentido contrario- que la realizada por el primer peronismo, cuando con Apold a la cabeza, el monopólico aparato propagandístico del régimen encumbró al sanjuanino como el principal compañero de ruta de la política educativa expresada en el Primer Plan Quinquenal. Inopinada tarea por la cual Sarmiento fue recompensado con la imposición de su nombre a uno los ferrocarriles nacionalizados. Ejemplos estos que son por otra parte demostrativos de lo muy poco “revisionista” y para nada antisarmientista que fue el primer peronismo, mal que les pese a muchos peronistas que a posteriori fueron formados en la comprensión del pasado nacional por esa explícitamente tendenciosa corriente historiográfica.
Colocado entonces Sarmiento de modo permanente en el centro de vastas polémicas, escasas fueron las perspectivas que dejaron de analizar algún aspecto de su vida, ora para enaltecerlo, ora para condenarlo, siempre para utilizarlo como demonio o como compañero de ruta, roles impuestos desde el presente de quienes los formulaban a un espectro bajado a la tumba en 1888.

Cien Chivilcoyes
Entendiendo que nos comprenden las generales de la ley de lo expresado en el parágrafo precedente, vamos a abordar en el presente artículo un aspecto menos mencionado que otros de su intensa vida: la lucha angustiosa y muchas veces incoherente que mantuvo Sarmiento, en tanto hombre de estado, contra la oligarquía ganadera de la provincia de Buenos Aires.
Un dato que consideramos importante en nuestro análisis, es que Domingo Faustino Sarmiento no era estanciero. Fue en su larga vida muchas cosas, pero nunca estanciero. Su única experiencia rural provenía de una fugaz tarea de viñatero en su natal San Juan, donde el cultivo de la viña nada tenía en común con las exploraciones de la llanura pampeana.
Pese a ello, o tal vez gracias a ello, desde joven fue un entusiasta investigador de las cuestiones agrarias. Tuvo siempre el convencimiento de que para desarrollar el país había que limitar previamente el poder de los latifundistas ganaderos. La estrategia adecuada para acotar tal poder pasaba por transformar el desierto pampeano en un vergel agrícola de pequeños propietarios de origen inmigratorio europeo. Había que trasladar a estas tierras baldías el ideal farmer que el conoció y admiró en las vastas llanuras, los inmensos bosques y los valles de Norteamérica, donde la gigantesca geografía era domesticada por una sociedad agraria, étnicamente blanca, entre sí igualitaria y democrática, que barría con cruel empuje arrollador a los pueblos aborígenes, imponiendo al espacio ocupado su impronta y su civilización.
Es que como afirma Natalio Botana, Sarmiento tuvo la permanente convicción de que la agricultura estaba entrañablemente ligada con la civilización republicana. El oficio de agricultor conformaba la reserva de virtud más genuina para abastecer a una república con bienes materiales y espirituales, para colmar ese espacio con abundancia de productos y con ciudadanos autosuficientes. En el Plata, éste era una suerte de mundo feliz en prospectiva al cual hostigaba el pasado criollo de la barbarie ganadera. Insolente y atrasada, “la industria pastoril del ganado semoviente” impedía la radicación del habitante en el suelo y con ello la formación de municipios. Sarmiento se consideraba un agricultor y no soportaba al hacendado pampeano. Un día le dijo a un estanciero: “toda su respetabilidad la debe a la procreación espontánea de los toros alzados de su estancia”.
Tal comentario es solo una muestra de su permanente crítica a la clase terrateniente porteña. Veía en el régimen de tenencia monopólica de la tierra no solo una distorsión fiscal y económica, sino un problema básicamente político. Recurría al ejemplo de Juan Manuel de Rosas, a quien mostraba saliendo de sus estancias con el apoyo de los saladeristas para dominar discrecional y arbitrariamente la República durante más de dos décadas. En las fuentes pecuarias que dieron origen y sustento a la dictadura había que atacar el problema mediante la doble pinza de la agricultura y la inmigración.
Para Sarmiento el problema se mantenía y reproducía si en lugar de una élite terrateniente como la que sustentó la experiencia rosista, era el Estado el que monopolizaba la tenencia de la tierra. Más tarde o más temprano tal riqueza sería utilizada (tal lo ocurrido en la dictadura de Rosas) como un arma política que beneficiaría a los secuaces del poder de turno en detrimento de las instituciones republicanas. Frente a este peligro, la agricultura se constituía en la herramienta más eficaz para aventarlo al desarrollar la propiedad privada de pequeñas y medianas parcelas. “No es sembrando patatas el gobierno en persona –escribió en El Nacional en 1856- que haría florecer la agricultura. Son las buenas leyes de la tierra las que dan patatas en abundancia”.
Sarmiento, al contrario que sus colegas liberales (encabezados por Alberdi), no hizo del laissez-faire liberal extremo un dogma aplicable a rajatabla. Frente al axioma aceptado por estos de la nula intervención estatal en cuestiones económicas, Sarmiento comprendió la necesidad de que el poder político dictara “buenas leyes de la tierra”, regulando por una necesidad social el acceso a la propiedad de la tierra de los más desposeídos del mundo rural, ejerciendo la defensa de los mismos frente a los intereses mezquinos de los grandes terratenientes. Esta visión crítica del “dejar hacer, dejar pasar” que sus congéneres intelectuales aceptaban sin cortapisas, explica también ciertas incoherencias y contramarchas en su permanente prédica sobre la cuestión agraria.
Debemos señalar que esta prédica no quedó meramente en el plano discursivo. Una vez traspasado el rubicón del exilio y puesto por fuerza de las circunstancias en miembro de la clase política que gobernaba la secesionada provincia de Buenos Aires, Sarmiento pudo comenzar a pasar sus ideas de la teoría a la práctica. En 1855 redacta un proyecto de ley de colonización que de prosperar debería haber tenido fuerza de aplicación en el territorio del rebelde estado porteño.
Finalmente en 1857 logra hacer aprobar en ambas cámaras de la Legislatura con el apoyo de Mitre y Elizalde, una ley de tierras de su autoría, que abolió la gleba que pesaba sobre tres mil colonos sometidos a los abusos del viejo sistema de enfiteusis en Chivilcoy. Hubo entonces allí de acuerdo a esa ley, tierra pública vendida a precios moderados en lotes proporcionales al ideal farmer de la relación trabajo-agricultor: ni tan pequeños que resultaran antieconómicos, ni tan grandes que excedieran la capacidad de explotación. Se puso en marcha así una colonia agrícola que, en ese contorno estrecho en relación con la inmensidad de la pampa, insinuó un trayecto apetecible para Sarmiento. Chivilcoy era su creación, la punta de lanza de una nueva era que creía iba a cambiar al país de un modo positivistamente radical. Fruto de esta confianza es su conocida frase: “haré cien Chivilcoyes”.

Propietario y ciudadano: la doble condición del soberano
De inquilinos a propietarios, de propietarios a ciudadanos. La idea de soberanía en Sarmiento estaba vinculada con el fuerte componente de extranjeros que comenzaba a sentirse cuantitativa y cualitativamente en la población del país. En las antípodas de Alberdi, Sarmiento juzgaba que la República estaría renga de una pata mientras esa masa de habitantes no adquiriese carta de ciudadanía y no sostuviera, si fuese preciso con armas en la mano, a la comunidad política que la había acogido.
Pero su prédica cayó en el vacío superada por una realidad que Sarmiento terminó reconociendo al final de su vida con desatinadas expresiones xenófobas que hoy siguen haciendo las delicias de los antisarmientistas (muchos de ellos más discriminadores y racistas que el sanjuanino). Es que el inmigrante europeo intervenía en la vida política por medio de manifestaciones, desfiles, mutualidades étnicas y expresiones periodísticas, pero era mucho más remiso para tomar carta de ciudadanía y participar en el régimen representativo.
Medido en términos actuales, Sarmiento no fue políticamente correcto en su recurrente desprecio al mestizo o su escepticismo respecto al sufragio universal. Pero evaluarlo con nuestros valores sin merituar el contexto en que vivió, no solo no es pertinente sino que puede transformar nuestro análisis en erróneo o en manifiesta mala fe. Sus contemporáneos, aún sus adversarios, no eran tan tajantes en condenar a priori las palabras de un deslenguado (y el verborrágico Sarmiento lo era en grado sumo) sino que medían el resultado de sus acciones antes que la verbalización desaforada de las mismas.
Veamos el caso de la cuestión agraria. Como estadista, si bien tomó medidas militares muy duras contra los trabajadores rurales criollos que se alzaban en rebeldía, no cesó de aplicar un tipo de progreso social que beneficiaba a esos grupos. Eso fue reconocido por un defensor de la idea romántica del gaucho, José Hernández. En los primeros años de la presidencia de Sarmiento, Hernández consideró a la misma como una administración seria, que buscaba el progreso y la mejora social de todos los habitantes del país. El hecho que luego de la rebelión jornadista rompiera lanzas con el gobierno nacional no debe hacernos olvidar estos escritos y opiniones.
En la misma sintonía hernandiana opera el propio Sarmiento cuando poco antes de asumir la presidencia, visita su “niña de los ojos” agrícola y en un notable discurso afirma que “heme aquí, pues en Chivilcoy, la Pampa como puede ser toda ella en diez años; he aquí el gaucho argentino de ayer, con casa en que vivir, con un pedazo de tierra para hacerle producir alimentos para su familia...” Al hablar de esa manera sostiene con los hechos la idea de que los progresos tecnológicos en la agricultura producían un fenómeno social aún mas importante: transformaban en propietarios con capacidad de autoabastecimiento, y por ende en ciudadanos, a una población gaucha que hasta poco tiempo atrás estaba sumida en la pobreza, la explotación y la utilización militar y política por parte de la élite terrateniente ganadera.
De la condición de matrero, de paria rebelde, a la de productor activo de su propia parcela, construyendo ciudadanía junto al inmigrante europeo. Una visión del gaucho no tan idílicamente romántica como la idealizada por los enemigos de Sarmiento ni tan negativa como la que mostraba el propio Sarmiento en sus escritos de combate. Una situación posible para un actor social antiguo y marginal que podía transformar junto a las olas de migrantes de ultramar ese desierto en una Nación, según la feliz definición de Tulio Halperín Donghi.

El triunfo de los ganados sobre las mieses
Durante los seis años de su presidencia Sarmiento luchó sin tregua para producir nuevas leyes que emularan en todo el territorio nacional la experiencia de Chivilcoy. Era sin embargo una lucha condenada al fracaso. Así en 1873, un proyecto de colonización basado en la experiencia que en la materia detentaba la pionera provincia de Santa Fe, no pudo superar la barrera de un Senado opositor.
Sin duda influyó en este revés además de la orfandad del titular del Ejecutivo de –medido en términos electorales modernos- “tropa propia” (no contaba con partido o “club” alguno que le respondiera totalmente), su egocentrismo y aspereza política que alimentaban una larga historia de animosidades personales que le granjeaban más enemigos de los que la prudencia coyuntural indicaban. Valga el ejemplo del senador santafesino Nicasio Oroño, uno de los padres de la colonización helvética que contribuyó a transformar a la “cenicienta de la Confederación” en el segundo estado argentino, referenciado por Sarmiento como ejemplo en su proyecto; que votó en contra del mismo simplemente por una cuestión de jurisprudencia fiscal entre Nación y Provincia.
En realidad las causas del fracaso eran más profundas. Sarmiento se fue quedando solo, aún en el ejercicio formal del Poder Ejecutivo Nacional. Cada vez menos líderes de influencia seguían compartiendo sus puntos de vista sobre la necesidad de desarrollar alternativas de riqueza productiva en la agricultura y en una incipiente industria, para equilibrar los intereses de la poderosa oligarquía pampeana.
La oposición política personalizada en el liderazgo de un cofrade de la Generación del 37, Bartolomé Mitre (por otra parte el dedo elector junto al ejército, de Sarmiento como un presidente de compromiso en 1868), había asumido abiertamente la defensa de los grandes ganaderos. En virtud de lo cual apoyaba la política de libre comercio de exportación de bienes pecuarios e importación de bienes de consumo, oponiéndose a las tibias medidas proteccionistas sarmientinas.
Y no solo Mitre. Avanzada la década de 1870 la clase dirigente tenía como visión común para el futuro del país, un escenario donde el sector ganadero tradicional (y no los pequeños productores agrícolas) desempeñaría el papel de clase rectora en unión a los intereses comerciales y financieros europeos.
En esos años se consolida una clase gobernante unida en sus intereses, con tácito acuerdo sobre las opciones económicas a seguir. Más allá de sus diferencias políticas circunstanciales y personales, afirman el papel central de la cría latifundista de ganado en el desarrollo de un modelo de Nación, dentro de una economía abierta a Europa, a sus inversiones e inmigrantes. Va ermergiendo el Modelo Agro-Exportador, el cual medido en términos de análisis macro, será hegemónico durante el medio siglo que transcurre de 1880 a 1930.
Pese a este panorama negativo Sarmiento continuó bregando a favor de una política de tierras progresista e igualitaria después de abandonar la presidencia. Su voz se alza cada vez más en solitario frente a la promulgación de leyes que como las de 1877 y 1879, atentan contra la protección industrial y la promoción de la agricultura.
No obstante estos esfuerzos, a partir del ochenta el estado oligárquico queda definitivamente consolidado. Son los intereses ganaderos los que imponen a partir de entonces su indiscutible primacía en dependiente alianza con la Gran Bretaña. La prosperidad general de la época acalla las voces críticas. Son pocos los que en esos momentos se unen a Sarmiento en su actitud de mirar más allá del esplendor efímero de esa prosperidad para poder percibir las distorsiones estructurales que ocasionarían luego el estancamiento de la Nación.
Esa década del ochenta es la del comienzo del espejismo lugoniano de la Argentina de los ganados y las mieses, y el de los últimos años de la vida de quien había prevenido acerca de los peligros de la primacía de aquellos sobre estas. Desilusionado, la perspectiva de Sarmiento acerca de su patria se torna dolorosa y profunda.
Para este sanjuanino engendrado por sus padres en el mismo momento en que ocurrían los sucesos de Mayo, según le gustaba contar los nueve meses retrospectivos a su nacimiento a principios de 1811, la Argentina era un país con una potencia similar a la de su admirado modelo norteamericano. La diferencia con el Coloso del Norte radicaba en que no había podido realizar esas potencialidades. Múltiples causas concurrieron a alimentar esa frustración. Pese a sus errores, a su inconsecuencia, a sus flaquezas, el había luchado para que no fuera así. La reforma agraria basada en el ideal farmer de tenencia de la tierra había sido su principal y esperanzadora arma. Y había perdido en ese combate desigual. Con lucidez, poco antes de su muerte, hablando de sí mismo en tercera persona, afirmó: “fueron las leyes agrarias en las que fue más sin atenuación, derrotado y vencido por las resistencias, no obstante que a ningún otro asunto consagró mayor estudio”.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
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BIBLIOGRAFIABOTANA, Natalio R. Los nombres del poder: Domingo Faustino Sarmiento, Fondo de Cultura Económica, Bs. As., 1997.
KATRA, William H. The Argentine Generation of 1837, Emecé Editores, Bs. As., 2000.
SAENZ QUESADA, María. Los Estancieros, Ed. Sudamericana, Bs. As. 1980.