domingo, octubre 19, 2008

Enero rojo. La Semana Trágica y el pogrom de 1919.

I. La Semana Trágica en una lectura posible acerca de la pertinencia y los límites del Estado para ejercer con univocidad, coerción y consenso.

Demasiado calor en los cuerpos y en las almas
Las temperaturas extremas no suelen ser buenas consejeras. En especial si no se tienen los medios adecuados para mitigar sus consecuencias. El martes 7 de enero de 1919 los termómetros porteños indicaban a medio día una marca de 35º. En las piezas de conventillo con techo de chapa de cinc de la barriada obrera de Pompeya la temperatura se potenciaba aun más. Muchos de sus habitantes eran parte de los dos mil quinientos trabajadores que constituía el plantel laboral de los Talleres Metalúrgicos Pedro Vasena e Hijos, una de las empresas fabriles de mayor importancia en la Argentina, cuyo paquete accionario estaba mayoritariamente en manos de capitalistas británicos, los cuales se habían asociado con el industrial ítalo argentino Pedro Vasena unos años antes.
Esos trabajadores que sufrían junto a sus familias el rigor de ese enero impiadoso en los calcinados ambientes de inquilinato, se encontraban en huelga desde hacía un mes. Puntualmente desde el 8 de diciembre de 1918 cuando cesaron sus actividades exigiendo a la patronal la reducción de la jornada de trabajo de 11 a 8 horas; aumentos escalonados de jornales; la vigencia del descanso dominical, sumando con el correr de los días como parte de las condiciones para retornar a tus tareas, que se reincorpora a los delegados echados al iniciarse el conflicto.
La empresa no cedió a las demandas obreras. Por el contrario, endureció su posición cesanteando a los delegados y apelando a la Asociación del Trabajo, organización patronal cuyo fin declarado y público era el de romper los movimientos huelguísticos mediante la utilización de elementos del lumpenaje social. Algunos de estos marginales asumían el penoso rol de esquiroles y otros la de matones que protegían a los primeros de las iras de los obreros.
El 4 de enero el gerente de Vasena solicitó al Ministro del Interior que le enviara refuerzos policiales. Aducía para tal pedido el argumento de que existía entre los huelguistas un estado de "abierta rebelión". Ponía como ejemplo el hecho de que estos habían cortado los cables eléctricos, interrumpido el aprovisionamiento de agua y lanzado ataques diarios contra los carros en que la empresa traía los materiales a la fábrica desde un depósito externo.
Al día siguiente se produjo una escaramuza entre varios huelguistas y una de las patrullas policiales que el gobierno había destacado para proteger el perímetro externo de la empresa, resultando muerto un cabo. En su sepelio el día 6, el Jefe de Policía pronunció esta amenazadora arenga:
“La situación por la que se atraviesa no debe alarmar al elemento sano: las fuerzas de esta capital son suficientes para restablecer la normalidad. Es necesaria, sola, la cooperación de los ciudadanos; por ineludible deber patriótico, a la acción de aquella, no interrumpiendo su actividad ordinaria, denunciando a los malos elementos, para que sufran la justa sanción que su inicua conducta los hace acreedores. ¡Argentina: no desmintáis la tradición de nuestros padres!”
En esta escalada de violencia, en la tórrida tarde del 7 de enero se enciende la chispa del Gran Incendio: un convoy de chatas conducidas por rompehuelgas marchan nuevamente en busca de materias primas esenciales para el funcionamiento de la fábrica. La Asociación del Trabajo además de haber contratado a los carreros –reclutándolos entre el elemento más desclasado del arrabal-, había dispuesto una fuerte custodia de estos mediante una difusa guardia de matones y policías.
A medida que la formación se adentraba en las barriadas obreras del sur porteño, los obreros huelguistas acompañados por sus familias, intentaron detener pacíficamente a los crumiros.
La crónica publicada al día siguiente por La Nación, -un órgano periodístico al que no se puede acusar de obrerista-, grafica los hechos iniciales del Gran Incendio: “al penetrar en el barrio obrero, los peones que iban en los carros del convoy eran a cada momento interpelados por los huelguistas. Hombres, mujeres y niños los seguían a pocos metros de distancia, los incitaban a abandonar el trabajo y le gritaban 'carneros'. Los huelguistas siguieron así hasta que los carros pasaron frente al destacamento policial, pero a medida que estos se iban alejando del destacamento y aproximándose a los talleres, crecía la indignación de los obreros".
El convoy siguió avanzando y entonces tras los gritos de “carneros” que le propinaban estos hombres, mujeres y niños agobiados por el calor y por la injusticia, empezaron a caer sobre la anatomía de los rompehuelgas piedras y maderas.
Ante esto la policía que custodiaba las chatas cargó contra los huelguistas a sablazos y con armas de fuego. El saldo de esta desmesurada represión fue el de cuatro obreros muertos y más de treinta heridos, algunos de los cuales debido a la gravedad de sus heridas, fallecieron poco después.

Repercusión de los sucesos del día 7
El suceso conmovió a los obreros metalúrgicos porteños en particular, y en ese estado la Sociedad de Resistencia Metalúrgica (“Sociedad de Resistencia” era la usual denominación de los gremios en esa época) lanzó un paro general para todo el gremio. Los obreros marítimos, que en ese momento también estaban en huelga, apoyaron a sus compañeros metalúrgicos. Al igual que sectores ferroviarios en conflicto salarial con las empresas extranjeras, y también se solidarizaron los trabajadores del calzado, los municipales, los telegrafistas y los empleados postales.

Pese a esta reacción en cadena, tanto el gobierno como la prensa minimizaron en un principio los hechos del día 7. Aun la representación parlamentaria de izquierda reformista no tomaba cabal conciencia de la entidad de la represión y la aceleración que esta impondría al conflicto social. Así el 8 de enero en la Cámara de Diputados, el socialista Nicolás Repetto propone que en el temario de las sesiones extraordinarias se incorpore el debate sobre los sucesos del día anterior, pronunciando esta alocución: "-un importante barrio de la ciudad ha sido teatro ayer, señor presidente, de un episodio sangriento que debe haber producido una impresión muy desagradable, dolorosa para todos los argentinos que se interesan en el progreso real de la cultura colectiva... Los conflictos sangrientos en las huelgas se deben principalmente a estas causas: primero a la falta de serenidad por parte de la autoridad encargada de mantener el orden. Segundo, a la falta de comprensión, e impermeabilidad cerebral de algunos que se resisten obstinadamente a aceptar de una vez las buenas prácticas gremiales y obreras que ya están difundidas en el mundo todo. Y por último, a la falta de serenidad de los obreros".
El parlamentario socialista es coherente con la postura de su partido. Sin bien señala como grandes culpables de lo sucedido a la Empresa Vasena y a la policía, también los obreros son culpables “por su falta de serenidad”. El Partido Socialista Argentino es decididamente bernsteiniano y juega sus cartas a la evolución y la integración pacífica de la clase obrera mediante reformas sociales progresivas dentro del sistema capitalista, antes que a la lucha de clases. Si esa es la postura del bloque de izquierda en la Cámara de Diputados, se puede entender porque los representantes del centro y la derecha (radicales y conservadores) terminen negando el quórum necesario para que la sesión avance en busca de una solución que imponga leyes de urgencia a un incendio que amenaza extenderse fuera de toda previsión. La sesión es levantada en la madrugada del día 9 de enero, la jornada que marcará un hito en la historia argentina moderna.

Huelga general… ¿revolucionaria?
El 8 de enero, mientras los representantes del pueblo en el Parlamento discuten infructuosamente, otros representantes del pueblo (pero no en el sentido que da el orden burgués a los legisladores) imponen una dinámica distinta a lo porvenir. Durante esa jornada se va viendo con claridad que los obreros están dispuestos a ir a la huelga general en solidaridad con sus compañeros metalúrgicos. En talleres y fábricas, en calles, plazas o lugares públicos de los barrios proletarios, se suceden asambleas convocadas por los “Sindicatos de Resistencia” de los distintos oficios, adheridos o no, a algunas de los dos agrupamientos en que se encuentra dividida desde 1915 la Federación Obrera Regional Argentina (FORA): el sector anarquista nucleado en la FORA del Vº Congreso, y el sector sindicalista que conduce la FORA del IXº Congreso.
El anarquismo fue la ideología predominante en el movimiento obrero en los años de consolidación del Modelo Agro Exportador (1880-1914). Su competidor natural era el socialismo. Pero a diferencia de este, rechazaba de plano toda intervención en el ámbito formal de la democracia parlamentaria. Sostenía la necesidad de destrucción violenta y revolucionaria del capitalismo, y era contrario a toda forma de negociación directa con los poderes constituidos. Ésta última característica lo diferenciaba de la corriente sindicalista, que rechazaba la vía electoral pero aceptaba negociar con los representantes del estado burgués. Por otra parte, el rechazo anarquista de toda forma de poder exterior que constriñese la libre voluntad de los hombres –familia, ley, moral, religión, partido- los alejaba también del marxismo, para quienes la rígida organización de las células revolucionarias y de los partidos de vanguardia, así como la eventual imposición de una dictadura del proletariado post-revolucionaria, eran estrategias capitales en su lucha en pos del socialismo real.
Los anarquistas que ven en la represión del día 7 un claro ejemplo que legitima su postura acerca que ante los abusos de la patronal solo es posible un enfrentamiento total, son los primeros en lanzar la consigna de huelga general. Si bien los ácratas vienen perdiendo posiciones en el movimiento sindical y están en minoría, controlan sindicatos claves para el conflicto, como la Asociación Obrera Marítima, que se halla en paro por tiempo indeterminado desde diciembre de 1918.

A última hora del 8 de enero también la FORA del IXº Congreso lanza un llamado a la huelga general para el día siguiente. En el caso de los sindicalistas la postura para convocarla es limitada en sus objetivos. Los mismos se reducen a dos: solución del conflicto en la empresa Vasena con el cumplimiento por parte de esta de las demandas de sus trabajadores; y libertad de todos los presos por cuestiones gremiales. Los dirigentes de la corriente sindicalista temían que pese a ser la FORA del IXº Congreso la que aglutinaba a la mayoría de las organizaciones gremiales, ante el descontento obrero generalizado los anarquistas le ganaran por “izquierda”. Notaban una evidente predisposición en grandes masas de trabajadores a lanzarse a una lucha de carácter antisistema, lo cual podía transformar a la huelga de pacífica en violenta. De allí el esfuerzo de la corriente sindicalista de acotar los alcances de la medida adoptada a un día de duración y a dos demandas puntuales. Fue con estas prevenciones que se sumaron a lo ya decretado por la libertaria FORA del Vº Congreso. El día después de ambas declaraciones de huelga vería en las calles porteñas dirimirse la primacía de las dos posturas ideológicas del gremialismo argentino.

El cortejo del dolor y la bronca
Muy temprano ese Jueves 9 de enero tanto la ciudad de Buenos Aires como la vecina Avellaneda vieron recorrer sus calles por piquetes de huelguistas garantizando la efectividad del paro. Incitaban a los trabajadores que se encontraban cumpliendo tareas a que abandonaran las mismas. En el caso de los empleados de comercio fue una mezcla de coerción y convicción los que los hizo desertar de tiendas y mostradores. Al mediodía los negocios habían cerrado sus puertas. A esa misma hora, tras ser atacados algunos tranvías, los transportes dejaron de funcionar. Buenos Aires había quedado paralizada. La huelga general alcanzaba una proporción de acatamiento nunca vista en la historia reivindicativa del movimiento obrero.
Desde horas de la mañana los huelguistas habían rodeado los Talleres Metalúrgicos Vasena. Dentro de la planta, directivos de la empresa negociaban con delegados de la FORA del IXº Congreso la posibilidad de establecer las condiciones que pusieran fin al conflicto. Inquietantemente también participan de la reunión miembros de la Asociación del Trabajo, a la cual habían concurrido con un ejército de matones a sueldo que pertrechados con armas largas se habían posicionado estratégicamente en los techos de la fábrica. La tensión dentro y fuera del establecimiento fabril era evidente.
Mientras tanto a las tres de la tarde comenzó a marchar el cortejo fúnebre que acompañaba hasta el cementerio de la Chacarita los restos de los trabajadores caídos el día 7. Miles de personas de la clase obrera, sin distinción de edad ni sexo, integraban la mortuoria procesión. Al pasar cerca de la empresa Vasena ocurrió la primera agresión a la columna: los matones de la Asociación del Trabajo hicieron fuego contra ella desde la azotea. El grueso continuó su marcha hacia la avenida Corrientes para dirigirse por esta hacia la necrópolis, mientras que algunos grupos se desprendían y uniéndose a los sitiadores intentaban incendiar las instalaciones de la empresa embistiendo los portones con carros de basura a los que les habían prendido fuego. Los obreros tenían grupos de autodefensa pero estaban en inferioridad de condiciones con relación a policías y bomberos. Cada vez que el cortejo pasaba frente a una armería, un pequeño grupo se desprendía y tomaba por asalto el comercio apropiándose de revólveres, carabinas, cuchillos y municiones. Al llegar la columna a Yatay y Corrientes, una parte de la manifestación penetró en el convento del Sagrado Corazón de Jesús gritando consignas anticlericales. Fueron recibidos a balazos por policías y bomberos que estaban dentro y que mataron a varios manifestantes.
Reiniciada la marcha, se produjo un nuevo tiroteo al pasar frente a la comisaría21. Finalmente hacia las cinco de la tarde el cortejo llegó al cementerio de la Chacarita. Este es el lugar y momento en que se produce la gran matanza. Mientras hacía uso de la palabra un delegado de la FORA del IXº Congreso, los trabajadores fueron atacados por la policía y los bomberos que se habían atrincherado en los murallones. Las balas partían de todas partes. Fue una masacre. La prensa burguesa registró doce muertos, entre los cuales dos eran mujeres; los periódicos obreros elevaron la suma a cincuenta víctimas fatales.
La represión enfureció a los trabajadores y potenció su combatividad. Grupos de huelguistas que retornaban del cementerio atacaron a cuanto policía o bombero se les cruzaba por el camino. Hubo tiroteos en casi todos los barrios, e incluso fueron atacados a balazos los trenes que partían de las terminales ferroviarias de Retiro y Constitución.
Frente a la fábrica Vasena -una vez conocida por los sitiadores la masacre perpetrada en el cementerio-, estos ardiendo de odio y venganza comenzaron a disparar contra los matones apostados en los techos. Entonces la policía atacó con armas largas y ametralladoras a los huelguistas. Lejos de dispersarse, los obreros resistieron y solo la llegada de un destacamento del ejército logró ahuyentarlos.
Al caer la noche la ciudad estaba en manos de los trabajadores. Y en completa oscuridad, ya que una de las tareas que fervorosamente cumplieron en ese anochecer los chicos proletarios con la alegría inconciente propia de su edad, fue la de a gomerazo limpio no dejar farol de alumbrado en condiciones de iluminar. La policía, desbordada por los acontecimientos, se replegó en las comisarías en completa confusión y temor. En las seccionales policiales de la Boca y Barracas los uniformados entraban en pánico cuando algún pibe se acercaba a apedrear las lámparas que iluminaban el entorno de las comisarías, y luego a la carrera se perdía por los pasillos de los conventillos cercanos.
Parecía que la tan esperada revolución estaba a la vuelta de la esquina. Así parecieron creerlo los anarquistas cuando en la madrugada del día 10 emitieron la siguiente declaración:
“Reunido este Consejo con representantes de todas las sociedades federadas y autónomas, resuelve: Proseguir el movimiento huelguístico como acto de protesta contra los crímenes del Estado, consumados en día de ayer y anteayer.
Fijar un verdadero objetivo al movimiento, el cual era pedir la excarcelación de todos los presos por cuestiones sociales.
Conseguir la libertad (de Simón) Radowitzky y (Apolinario) Barrera, que en estos momentos puede hacerse, ya que Radowitzky es el vengador de los caídos en la masacre de 1909, y sintetizar una aspiración superior. (...) En consecuencia, la huelga sigue por tiempo indeterminado. A las iras populares no es posible ponerles plazo: hacerlo es traicionar al pueblo que lucha. Se hace un llamamiento a la acción.
Reivindicaos, proletarios. ¡Viva la huelga general revolucionaria!
El Consejo General. Manifiesto FORA del Vº Congreso”.
Esta declaración derramaba optimismo…visualizando de modo prístino las irrealidades a las que eran tan propensos en caer los comunistas libertarios. Sus rivales sindicalistas hacían una lectura más adecuada y real de los hechos que se estaban viviendo.
Si bien en la noche del 9 al 10 de enero la ciudad de Buenos Aires escapó al control del Estado registrándose ataques a sus representantes, lo cierto que estas operaciones fueron realizadas exclusivamente por grupos restringidos. La masa obrera que había participado del cortejo fúnebre seguía dispuesta a continuar con la huelga pero se mostraba renuente a aceptar el “llamamiento a la acción” que le efectuaba la central obrera anarquista. Los ataques a las patrullas policiales y luego a los efectivos del ejército, tendrán a partir del día 10 como protagonistas esenciales a esos grupos selectos, antes que a grandes masas dominando las calles a fuerza de número, como sí había ocurrido el día 9. Los obreros en líneas generales mirarán con simpatía a estos grupos de acción directa pero no sabrán (o no querrán) participar en escaramuzas y combates contra las fuerzas de represión.

Represión y negociación: la estrategia del Gobierno para restaurar el orden
Pese a este aparente repliegue de las masas en las tareas de acción directa, en esas horas la pelota seguía estando en el tejado. Nadie mejor que el gobierno de la Unión Cívica Radical comprendía lo peligroso de la situación.
Aún sin cambiar sustancialmente el Modelo Agro Exportador argentino y los mecanismos de acumulación sobre los que este se sustentaba, el gobierno de Yrigoyen ensayó algunas tibias y sinuosas formas de incorporación de la clase obrera en el sistema. A la política de la mera represión, ensayada hasta entonces por los presidentes conservadores, sucedió una búsqueda del diálogo entre el gobierno y los líderes obreros, en particular con las organizaciones dominadas por la corriente sindicalista. En múltiples ocasiones desde 1916 en adelante, el reformismo yrigoyenista ocupó por propia voluntad el rol de mediador entre trabajo y capital, presionando al sector empresarial para que otorgara (aunque sea parcialmente) las mejoras laborales que demandaban los trabajadores. La política radical era tildada de demagógica por conservadores y socialistas. Los primeros, porque se negaban a considerar al movimiento obrero organizado como un interlocutor válido. Los segundos, porque temían que el populismo yrigoyenista terminara minando la base electoral que el Partido Socialista deseaba monopolizar.
Pese a la acusación de cobardía para actuar que el sector más derechista del espectro político argentino le endilgaba, el yrigoyenismo entendía el peligro de que la huelga pudiera transformarse en un movimiento proletario insurreccional. Ya en la misma mañana del día 9 (es decir antes que se produjeran los sucesos violentos del día 9) el diario oficialista La Época, establecía en una editorial las líneas a seguir por el gobierno: persuasión y represión. Advertía a los trabajadores que si bien contaban en sus “justas” reivindicaciones con la “simpatía” del presidente de la República, si estos se dejaban influenciar por la prédica anarquista, al titular del Poder Ejecutivo Nacional no le temblaría la mano para reprimir aquellas huelgas que intentaran “violar el orden social”. Era un mensaje dirigido tanto a los trabajadores en general como a los dirigentes gremiales en particular (con un evidente guiño a favor de la FORA sindicalista del IXº Congreso que pasaba a ser la única interlocutora gremial aceptada por el gobierno); como un intento de tranquilizar a la gran burguesía y sus personeros, mostrando a la administración radical lo suficientemente fuerte para reprimir todo conato subversivo.

La intervención militar y el mito de la “autonomía” del general Dellepiane
El radicalismo tras haber utilizado desembozadamente a sectores afines de las fuerzas armadas en los alzamientos que protagonizó durante los “veinticinco años seculares” que median entre su fundación en 1891 y el acceso al gobierno en 1916, una vez alcanzado este objetivo trató de marginar a los mandos castrenses de las cuestiones civiles. Pero el desarrollo de los acontecimientos tornó imposible ese intento. En el atardecer del día 9, cuando se hizo evidente que las fuerzas policiales habían sido sobrepasadas por los huelguistas, el presidente Yrigoyen declaró zona militarizada a la Capital Federal, ungiendo a dos hombres de su entera confianza en puestos claves: Elpidio González fue designado como nuevo Jefe de Policía, y el general Luís Dellepiane, jefe de una División de Ejército acantonada en Campo de Mayo, fue nombrado Comandante Militar de la ciudad de Buenos Aires. En el mismo momento en que disponía esos nombramientos, el titular del Poder Ejecutivo Nacional ordenaba el ingreso de algunos regimientos a las zonas céntricas como factor de prevención y firmaba un decreto aumentando en un 20% los sueldos del personal policial.
Con posterioridad a los sucesos de enero, algunos apologistas del radicalismo y/o de la figura de Hipólito Yrigoyen han lanzado a rodar la versión – que a fuerza de repetida entra ya en la categoría de verdad fundada y documentada-, acerca de que Dellepiane procedió por cuenta propia, presionando al gobierno con la fuerza de sus tropas en una amenaza de golpe de estado si no se le dejaba actuar de la manera en que lo hizo. Frente a esta situación, el Ministro de Guerra no habría tenido mas remedio que legalizar el hecho consumado “nombrando” a Dellepiane, Jefe Militar con poderes absolutos para reprimir la huelga.
Ante esta antojadiza distorsión difundida a lo largo de las décadas para que los
sucesos de la Semana Trágica no opaquen la imagen civilista del radicalismo contemporáneo, debemos recordar que Luís Dellepiane fue un hombre fogueado en la lealtad a la figura de Yrigoyen desde que lo secundó en los levantamientos cívicos-militares de 1893 y 1905, hasta su extraordinaria labor como Ministro de Guerra de su segundo gobierno, cuando se convirtió en una barrera inexpugnable para los conspiradores. Fue solo la renuncia de Dellepiane al Ministerio el 2 de setiembre de 1930, lo que permitió el éxito del golpe de estado unos días después.
Además y contrastando con la imagen creada con posterioridad de “mero milico autoritario y obtuso”, Dellepiane sumó a su oficio castrense el de ingeniero civil (al igual que su archienemigo de largas décadas, el general Agustín P. Justo) y tuvo por concurso de antecedentes una importante trayectoria en la docencia universitaria, llegando a ser por elección de claustros, Vicedecano de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, alta casa de estudios donde dictó cátedras desde 1909 e integró su Consejo Superior. Se lo considera el padre de la geodesia argentina por su tarea y obras sobre dicha ciencia.
Todo lo que hizo entonces en esos primeros y calurosos (en más de un sentido) días de 1919 en su cargo de represor de la huelga, estuvo avalado y en sus grandes líneas dirigido por el presidente Yrigoyen, a quien cabe la principal y última responsabilidad de lo actuado por Dellepiane.
Ambos compartían con antelación a esa caótica semana de enero la presunción acerca de que las tropas de la Primera División de Ejército, acantonada en la Capital Federal, no eran de total confianza. Conformada por soldados conscriptos provenientes de las barriadas proletarias y por ende receptivos a la prédica antimilitarista, y además acéfala en su Comando, esa Unidad corría el peligro de ser influenciada por los huelguistas. Los sucesos ocurridos apenas dos años antes en Rusia, con la Guarnición de Petrogrado confraternizando con los trabajadores en huelga y formando con ellos soviets de soldados, obreros y campesinos, estaba presente en la resolución del presidente cuando buscó en el enérgico y leal Comandante de la Segunda División de Campo de Mayo, al hombre indicado para acabar con la agitación social. Hombre que además participaba totalmente del criterio gubernamental de reprimir duramente a los anarquistas y al mismo tiempo avalar la búsqueda de un compromiso con los sectores mas moderados del movimiento obrero.

La puesta en práctica de la estrategia gubernamental
En la mañana del día 10 la ciudad de Buenos Aires aparecía cubierta por un ominoso silencio en sus zonas céntricas y en los barrios privilegiados, mientras que en las barriadas proletarias hombres, mujeres y niños iban y venían en evidente estado de agitación, cumpliendo y haciendo cumplir el paro de actividades. La huelga por tiempo indeterminado declarada por los anarquistas sumaba ahora también ese carácter sin término de finalización para la declarada por la FORA del IXº Congreso, medida esta dispuesta en la madrugada por los sindicalistas en repudio a la represión y la matanza de obreros de la víspera, y a la persistencia en su negativa de los directivos de la empresa Vasena de acceder al pliego de condiciones.
También se sumó a la huelga el gremio más poderoso del país, la Federación Obrera Ferroviaria que agrupaba a la mayoría de los trabajadores del riel. De tendencia sindicalista con fuerte presencia socialista, su adhesión paralizaba el transporte a lo largo y ancho de la República, constituyendo un factor más de alarma para el gobierno.
La situación era realmente complicada para el Poder Ejecutivo. Desde la noche anterior las calles habían quedado en poder de los obreros, quienes dispusieron que los únicos vehículos autorizados para circular debían estar identificados con la sigla de la FORA pintada en una bandera roja. Los canillitas voceaban solamente los dos periódicos proletarios más importantes: La Protesta (anarquista) y La Vanguardia (socialista). Grupos de trabajadores recorrían las panaderías fijando los precios máximos y confiscando la mercadería donde encontraban resistencia. En los barrios obreros -señala un cronista- se improvisaban mítines "para dar rienda suelta a la verba revolucionaria". "Parecía -comenta otro- que todo el mundo aguardaba la producción de algo que debía suceder".
A lo largo de la mañana de ese 10 de enero nuevas malas noticias llegaban a la Casa Rosada. La huelga se había extendido a las principales ciudades argentinas y a las zonas rurales del sur de la provincia de Santa Fe, este de la de Córdoba y el centro-norte bonaerense. Y se transformaba en internacional al solidarizarse el movimiento obrero uruguayo que protagoniza en una paralizada Montevideo violentas escaramuzas con la policía oriental.
Pero mientras tanto se iba concentrando un formidable aparato represivo: a las fuerzas policiales, del escuadrón de seguridad y los bomberos armados, se habían sumado ya las tropas de la 1ª. y 11ª. División del Ejército, y en Dársena Norte atracaban los acorazados Belgrano y Garibaldi desembarcando marinería en alerta de zafarrancho de combate. Dellepiane contó pronto con más de diez mil hombres perfectamente equipados. Y una reserva de otros tantos efectivos listos a actuar como tropas de apoyo y recambio.
Cuando aparecieron las primeras patrullas por las calles céntricas fueron recibidas con vítores y aplausos. No ocurría lo mismos en los barrios obreros: "se nos hacía fuego desde varios lugares a la vez -recuerda un inspector de policía destacado en la Boca-: desde lo alto de las azoteas, por las ventanas abiertas de las casas de madera, y aún desde los zaguanes. Pensé que la revolución, que adjudicáramos a un sector circunstancial de la población, tomaba las graves proporciones de una insurrección armada de todo el pueblo".
Por todas partes se levantaban barricadas con adoquines arrancados de la calle, tranvías y carros volcados, y otros elementos. Sus ocupantes las defendían tenazmente, y cuando después de violentos combates eran desalojados por las tropas, se refugiaban en otras para reanudar la lucha desde allí.
Muchas calles se convirtieron en verdaderos campos de batalla pero las tropas se imponían y comenzaban a practicar numerosas detenciones; para liberar a sus compañeros, células anarquistas se lanzaron al asalto de las comisarías.
Una excepción a los ataques de pequeños grupos a las seccionales policiales lo constituyó hacia las tres de la tarde el asedio a la comisaría 9º por parte de medio millar de obreros con el objetivo de liberar a los presos. Fallaron en su intento al ser repelidos desde el interior del local con nutrido fuego de armas largas, lo cual produjo varios muertos y el desbande de los trabajadores.
Sin embargo no todos los declarados ataques a comisarías fueron reales: el pánico policial -agravado por la constante tensión, la falta de sueño y los alarmantes rumores- generó en las fuerzas estatales de represión una notable psicosis que los hizo protagonizar numerosos incidentes. Ante la más mínima sospecha de peligro, los comisarios seccionales ordenaban abrir fuego a diestra y siniestra aterrorizando a los vecinos y contribuyendo a la confusión general. El caso más grave ocurrió ya entrada la noche en el Departamento Central de Policía, convertido en cuartel general de las fuerzas represivas. Con el marco de una completa oscuridad, sus ocupantes se balearon entre sí y acribillaron las viviendas circundantes durante más de media hora, hasta que llegó el general Dellepiane y logró poner fin al caos desatado. Algo parecido ocurrió en el Correo Central, y ambos "asaltos" fueron publicitados como pruebas de la peligrosidad del movimiento huelguístico y de su intención de tomar el poder.
A última hora de esa agitada jornada las fuerzas estatales de represión comenzaron muy lentamente a dominar la situación dando cierto alivio al Gobierno. Este por su parte, desde temprano trataba apresuradamente de encontrar un camino de acuerdo con los sectores menos recalcitrantes del movimiento obrero, ofreciéndose a mediar de manera compulsiva para resolver el problema inicial que había desatado el caos que se estaba viviendo.
Es en ese sentido que se entiende la forma intempestiva en que a mediodía del día 10 es conducido a la Casa Rosada el empresario Alfredo Vasena, quien desde el fallecimiento de su padre Pedro en 1916, era el principal directivo de la conflictiva empresa metalúrgica. Acompañado del embajador inglés se presenta ante un Hipólito Yrigoyen que lo conmina a acceder a las reivindicaciones de sus obreros. El presidente le manifiesta que esto era una necesidad imperiosa no solo para el gobierno, sino para la propia clase capitalista que veía azorada como un pequeño conflicto había desmadrado a partir de la intransigencia patronal en una huelga revolucionaria con formas embrionarias de lucha armada que estaba poniendo en peligro al sistema en su conjunto. Presionado, Vasena accedió a las demandas.
Entre tanto los dirigentes de la FORA del IXº Congreso realizaban consultas con delegados de algunos gremios, y resolvían reducir al mínimo las condiciones para el levantamiento de la huelga: aceptación de la demanda de los obreros de Vasena, liberación de los presos sociales y prescindencia del gobierno en el conflicto que sostenían los marítimos. Una comisión transmitió esas condiciones al Jefe de Policía, Elpidio González. A primera hora de la tarde fueron recibidos en la Casa Rosada. Yrigoyen les comunicó el acuerdo al que minutos se había comprometido Vasena.
En virtud de ello, hacia las 21 horas la asamblea de delegados de la FORA del IXº Congreso, convocada de urgencia resolvió levantar la huelga general, haciendo un llamado para que "la misma unión mantenida durante el grandioso movimiento sea mantenida al volver al trabajo". En igual sentido se manifestaban los partidos de izquierda: Socialista, Socialista Argentino (una escisión del primero originado en 1915 por una disidencia de Alfredo Palacios con la conducción justista) y Socialista Internacional (que poco tiempo después cambiaría su nombre por el de Partido Comunista).
Pero esa exhortación conjunta de sindicalistas y agrupaciones políticas izquierdistas no se correspondía con el pensamiento general de los trabajadores. Los obreros habían percibido la fuerza que podía tener una huelga general para arrancar amplias reivindicaciones al Estado y a las patronales que sin el empleo de esa herramienta de lucha por parte de los trabajadores, se mostraban renuentes a otorgarlas. Muchos consideraban que no había que levantar la huelga a cambio de tan ínfimas concesiones en momentos en que esta estaba en su apogeo y mientras se sufría una sangrienta represión. Incluso aquellos que adherían al sindicalismo acusaban a los dirigentes gremiales de esta corriente de traición, negándoles potestad para liquidar un movimiento que no habían iniciado.
El historiador Luis Alberto Romero sintetiza ese momento y ese estado de ánimo de la clase obrera porteña: “Alentados por las expectativas del gobierno democrático, acicateados por las dificultades que generaba la guerra mundial, movilizados por dos o tres años de luchas, ilusionados por las expectativas de una primavera de los pueblos, encolerizados por la represión policial, los trabajadores de Buenos Aires desafiaron al poder durante varios días. No tenían objetivos claros, pero hicieron una notable demostración de fuerza: sin duda eran un actor social respetable”.
No solo los trabajadores de la ciudad de Buenos Aires sentían que estaban viviendo un momento histórico. La clase obrera rosarina cuya combatividad se exteriorizaba en forma creciente desde la gran huelga ferroviaria de 1917, ha paralizado por completo su ciudad. Varios años después, en su canónica obra Historia de Rosario, Juan Álvarez narrará los sucesos de esas jornadas con evidente ojeriza hacia los trabajadores y al gobierno radical, a quien oblicuamente acusa de no haber hecho lo suficiente para detener la insolente conducta de las clases inferiores: “Reinó desorden. Hubo tranvías hechos hogueras por las calles de Rosario, el estallido de bombas concluyó por resultar suceso frecuente, en ocasiones ningún automóvil circulaba sin permiso escrito de federaciones organizadas para perjudicar al tráfico, y los ferrocarriles, particularmente antipáticos al presidente, fueron saboteados múltiples veces con incendio de coches, destrucción de vías o puentes, descarrilamiento de trenes y estragos. Viose también el penoso espectáculo de soldados del ejército nacional, a quienes los huelguistas les quitaban el máuser de las manos, sin que los así vejados pudieran resistirse, pues tenían orden de no hacerlo.”
Esta es una visión sesgada de un burgués asustado que si algún viso de verosimilitud tiene, se corresponde más a los conflictos rosarinos previos que a lo ocurrido en esos primeros días de 1919. Hacia el 10 de enero ya no hay soldados del ejército nacional que tengan orden de no resistir los supuestos ataques de los huelguistas. Todo lo contrario.
En Rosario y en otras ciudades, y especialmente en la Capital Federal, epicentro de la huelga general, la agitación y la represión continuó hasta el final del día y se acentuó en horas de la noche, cuando se repitió lo sucedido en la víspera. A partir de las 22 horas pequeños grupos armados se acercaban a las comisarías protegidos por la oscuridad circundante e intentaban su asalto, produciéndose largos tiroteos en donde los grupos atacantes llevaban la peor parte. Destacamentos del ejército fuertemente pertrechados se habían instalado en las seccionales policiales. Esa es la causa fundamental de que el resultado de estos episodios de violencia nocturna fuera netamente favorable a las fuerzas de represión, al contrario de lo sucedido la noche anterior.

La construcción del “otro demonizable”En la mañana del día 11 mientras la huelga no daba muestras de menguar en su intensidad, el gobierno dio a conocer por todos los medios de prensa el acuerdo alcanzado el día anterior con la FORA del IXº Congreso y con la empresa Vasena. De resultas del mismo, esta última repondría en sus puestos de trabajo a todos los cesanteados a la vez que otorgaba un sustancial aumento de sueldo e implementaba la jornada de 8 horas, eliminando el trabajo a destajo. El Poder Ejecutivo Nacional por su parte se comprometía a liberar a los presos políticos y gremiales (con la notoria y expresa excepción de Simón Radowitzky y Apolinario Barrera) y a no emplear el uso de la fuerza en el conflicto de los trabajadores marítimos. Conseguido en apariencia ambos objetivos, la FORA sindicalista había resuelto dar por terminada la huelga general.
Pero la huelga seguía. Solo retornaron en esa jornada al trabajo determinados clivajes de asalariados: los obreros de los frigoríficos, en su gran mayoría centro europeos recientemente llegados al país o criollos provenientes de la profunda Argentina mestiza, ambos sin gran conciencia de clase; y los empleados de comercio, un gremio de “cuello blanco” integrado por sectores que se identificaban -pese a la explotación que sufrían- con los usos y costumbres de la clase media, y que habían adherido a la huelga general más por temor que por convicción.
Estos retornos al trabajo de esos puntuales sectores no impedía que nuevos sindicatos en toda la geografía de la República se sumaran a la medida de fuerza, a despecho de lo resuelto por la FORA del IXº Congreso. También seguían en huelga -aunque por motivos particulares- los marítimos y los ferroviarios, a los que se sumaron los tranviarios, que obtuvieron la solidaridad de carreros y choferes. La circulación continuaba entonces paralizada, dificultando la reanudación de otras actividades. Se agravaban los problemas de abastecimiento de productos básicos, ya que no llegaba leche, verduras ni hortalizas; tampoco se faenaba carne y frente a las panaderías se formaban largas colas. En las desoladas calles las basuras seguían sin recoger, provocando gracias a las altas temperaturas un hedor insoportable. Los tiroteos mientras tanto no cesaban, y los allanamientos de locales y domicilios provocaban frecuentes enfrentamientos entre obreros y policías en los que los primeros cada vez con mayor frecuencia, llevaban la peor parte.
Hacia el día 11 se torna evidente que el sector sindicalista ha sido sobrepasado por las masas que no acatan su orden de levantar el paro. Pero al mismo tiempo la huelga está llegando a un cenit que es paradójicamente su límite. Cuanto más descontrol dimana de la praxis huelguística, más circunscriptos a su propia clase social quedan los huelguistas. Si al comienzo del conflicto en los Talleres Vasena, y hasta el entierro de las víctimas obreras del enfrentamiento ocurrido el 7 de enero con los crumiros y matones de la Asociación del Trabajo, realizado el día 9, algunos sectores de la pequeña burguesía vieron con simpatía la lucha de los trabajadores, a partir de lo acontecido en esa última jornada y en las subsiguientes, esa mirada desapareció dando lugar a una sensación de terror frente a una inminente “revolución social”. La clase media estaba convencida que los anarquistas acabarían con las libertades individuales y con el derecho de propiedad. Así se entiende el aplauso generalizado de la pequeña burguesía a las tropas de Dellepiane que venían a restaurar el orden.
Orden que a esas alturas era puesto en jaque principal y casi exclusivamente (de acuerdo a la construcción discursiva que establecen los grandes diarios para la asustada clase media) por los ácratas libertarios. La prensa ya establecía a estos como únicos responsables del caos imperante y pedía por un lado, mesura a los obreros, y por el otro, las máximas medidas punitivas contra los militantes libertarios. Los periódicos de la burguesía (los de mayor tirada por otra parte) eran consecuentes con su postura en el conflicto. Durante esos días sus páginas se abrieron generosamente a publicitar las resoluciones de la FORA del IXº Congreso, mientras que a la FORA del Vº Congreso se le vedó la publicación de hasta la mas escueta gacetilla.
Aunque corresponde señalar que no todo quedaba acotado a la manipulación de la información. Por lógica de las circunstancias, la FORA del Vº Congreso, pese a no contar con una estrategia clara sobre como encauzar los impulsos desatados hacia una efectiva revolución, puede sin embargo con la utilización de simples consignas anticapitalistas y antiestatistas, convertirse en la fuerza dirigente del movimiento huelguístico durante varios días.
El gobierno entonces da visibilidad expresa a su táctica represiva y disuasoria. Los anarquistas son considerados irreductibles y sujetos de la represión más enérgica. Es imposible negociar con ellos. Y ellos hacen el juego a esa táctica. Es así como en el atardecer de esa jornada del 11, luego de varias horas de escaramuzas con la policía y el ejército en diversos lugares de la ciudad, los libertarios intentan a través de decididos grupos de acción, asaltar el Mercado de Abasto y el depósito principal de Obras Sanitarias con el fin de manejar la provisión de alimentos y regular el suministro de agua potable, dejando sin este elemento a los barrios del privilegio. En ambos casos los asaltantes son rechazados, ocasionándoseles fuertes bajas entre muertos, heridos y detenidos.
Ese día comienza también la gran redada de dirigentes y militantes sindicales, en especial anarquistas. Aunque no solo estos sufren la represión directa. Otros grupos, algunos de cuyos miembros son ajenos al conflicto, como catalanes, judíos, alemanes, rusos o polacos, serán perseguidos por una condición étnica antes que social. Sus victimarios serán un variopinto conglomerado de fuerzas extra estatales, que actuarán -por lo menos en un principio- con la tolerancia o la complicidad de las autoridades gubernamentales. De esta represión ejercida por fuera de los aparatos legales del Estado, nos ocuparemos en detalle en el próximo número de esta publicación.
Al intensificarse la represión y no dar los dirigentes de la FORA anarquista un plan claro de acción a seguir, empezaron a surgir dudas en los obreros huelguistas.
Esa noche la conducción de la FORA sindicalista se entrevista con el Jefe de Policía, Elpidio González, deslindando responsabilidad en los últimos sucesos. El cerco ejercido sobre los anarquistas se iba estrechando. Durante la noche del 11 al 12 de enero, si bien continuaron los ataques a comisarías, estos fueron solo la muestra del estertor de una lucha antes que el comienzo de una nueva fase de la misma. La policía, aunque todavía estaba ganada por el mismo temor a las emboscadas en la oscuridad que había manifestado las noches anteriores, reprimió cada intento de asalto con creciente ferocidad, contando con la colaboración y el apoyo logístico de efectivos del Ejército.

El fin de la huelga general y las secuelas del conflicto.
El día 12 se tornó evidente que el movimiento huelguístico estaba aislado. Si alguna simpatía inicial contó la lucha de los trabajadores, en este momento estos han quedado absolutamente huérfanos de apoyo en otros sectores sociales. Al no encontrar verdadera respuesta en los dirigentes anarquistas (cuyo utopismo les hacía desechar toda táctica de acumulación de fuerzas progresivas y terminaba anteponiendo en sus objetivos la liberación de Simón Radowitzky a la conquista concreta de determinadas reivindicaciones); los obreros, sometidos además a intensa represión y acicateados por lo resuelto por la FORA sindicalista, comenzaron a plantearse la posibilidad de levantar la huelga.
Si bien esta continuó por algunas jornadas, y la mayoría de los obreros en paro no lo levantaron hasta el día 13 (algunos no lo hicieron hasta el 15), la prosecución de la huelga fue perdiendo su carácter general para tornarse un movimiento reivindicativo de cuestiones específicas. La postura sindicalista empezaba a imponerse a la anarquista por la combinación del cansancio de lucha, la falta de objetivos claros de esta y la feroz represión ejercida sobre los huelguistas.
En este momento los dirigentes anarquistas de la FORA del Vº Congreso que no estaban ya detenidos, pasan a la clandestinidad. Su órgano de prensa, La Protesta, no aparecía desde el día 10.
A partir del 12 también disminuyó notablemente el número de enfrentamientos entre las fuerzas de represión y los huelguistas. Estos estaban a la retirada y ahora sufrían de manera asimétrica la persecución de fuerzas policiales que no dudaban en disparar “preventivamente” ante cualquier esbozo –real o supuesto- de trabajadores reunidos con fines combativos en la vía pública. Las razzias "patrióticas" que mantenían el terror blanco en los barrios obreros contribuían a la perduración del ambiente de violencia.
A todo esto el gobierno no cumplía con su promesa de liberar a los presos y una delegación de la FORA del IXº Congreso se entrevistó con Yrigoyen para reclamarlo. El gobierno comenzó a ordenar liberaciones recién a partir del día 16, pero las mismas se producían por resolución del Poder Ejecutivo Nacional, de modo que si el encarcelado era extranjero se lo deportaba aplicándosele la Ley de Residencia, y si era argentino con antecedentes prontuariales, quedaba en la cárcel a disposición de la justicia ordinaria.
El día 13 como ya hemos dicho, es significativo el número de obreros que retornan a sus tareas. No solo en Buenos Aires sino también en el interior. En el Uruguay ocurre otro tanto.
Solo persistían en la medida de fuerza con entidad digna de volumen, varias seccionales de la vital y poderosa Federación Obrera Ferrocarrilera. Sabido es que los paros en ese sector del transporte afectaban al resto de la producción por rama, facilitando por corriente de simpatía los movimientos huelguísticos generales. Pero la conducción central de los obreros del riel estaba dominada por la corriente sindicalista con fuerte presencia socialista, factores que explican la presión que realizan estos sobre sus compañeros de seccionales, logrando que el 15 de enero la mayoría de estas retornen al trabajo. Luego de esa fecha solo siguen en paro unas pocas seccionales ferroviarias (que ya no afectan el funcionamiento de la red en su conjunto) y los obreros marítimos.
A mediado de mes la Semana Trágica ha terminado. Su saldo cuantificado en números resulta, cualquiera sea el parámetro que se utilice, apabullante. Para la prensa de izquierda los muertos llegaron a 700 y los heridos a 2.000. La prensa de derecha reduce las cifras a 100 y 400 respectivamente. Aunque en esa reducción hay un reconocimiento explícito de los voceros de la oligarquía y el gran capital a la magnitud de la represión y a la aplicación de una violencia inusitada, nunca antes vista en las relaciones entre capital y trabajo en la Argentina. La inmensa mayoría de los muertos y heridos eran hombres, mujeres y niños de la clase obrera a los que se atacó sin ninguna contemplación ni conmiseración. Los muertos de la clase trabajadora se contaron por centenas (o tal vez miles, ya que los cadáveres proletarios suelen no dejar a veces en la vorágine de la violencia de arriba que los convierte en tales, ni el recuerdo de su deceso, habitual destino de los NN de las fosas comunes); los de las fuerzas represivas en cambio, se contaron por decenas. Esa diferencia numérica entre unos y otros establece irreductiblemente la magnitud de la masacre perpetrada.
Por miles hay que contar sin lugar a dudas a los detenidos en los sucesos de enero. El intelectual anarquista Diego Abad de Santillán establece en 20.000 los encarcelados en la ciudad de Buenos Aires y 30.000 más en el resto de la República. Exagerada o no la cifra, lo cierto es que las detenciones se ejercieron sobre muchos trabajadores apresados en grandes redadas en sus propios barrios, como sobre grupos pequeños de activistas. Pasaron por la amarga experiencia de la detención y la tortura no solo los anarquistas que se habían constituido en el blanco predilecto de la represión, sino también sindicalistas y militantes de partidos de izquierda. Y en una cabal muestra de la creciente irracionalidad de violencia que puede ejercer un burgués cuando se asusta, catalanes, judíos y centroeuropeos, todos ellos en su carácter de tal, también sufrieron además de la pérdida de su libertad, vesanias y sevicias de toda laya. Esas violencias ameritan también una lectura de las mismas como la exteriorización del terror colectivo de una clase social frente al peligro difuso de la revolución social.


II. El temor burgués a una conspiración imaginaria.

El espontáneo movimiento
“Al fin, el propio Ejecutivo nacional acabó por ser agredido en enero de 1919, y de ahí derivaría algún cambio. El décimo congreso de la Federación Obrera Regional Argentina había proclamado sin ambages su orientación hacia a la dictadura implantada por Lenin y Trotsky en Rusia. Desde el 7 hasta el 13 del citado mes, Buenos Aires vivió días de pánico, asistiendo a desbordes de bandidaje que los gremios en huelga no ensayaban atajar: durante esta trágica semana, grupos anárquicos intentaron el asalto del departamento de policía y de varias comisarías seccionales, mientras reventaban bombas por doquier, un colegio de religiosos era objeto de tentativas incendiarias, atropellados otros, materia de agresiones algunas iglesias, destruidos muchos automóviles.
Cayeron numerosas víctimas, y con motivo del entierro de algunos tumultuarios ocurrió nuevo tiroteo, deteniéndose a cierto agitador que pretendía ser presidente de los soviets de la Argentina. Zamarreada violentamente por tales sucesos, la opinión pública despierta. Subsiguen reacciones vigorosas, múltiples ciudadanos acuden a la defensa común, y con tal refuerzo vuelve el orden a consolidarse. Ha correspondido al rosarino Manuel Carlés la jefatura del espontáneo movimiento : de nuevo, uno de los hijos de la ciudad reputada fenicia, ofrece ejemplos de sanos ideales nacionales.”
Esta afirmación de Juan Álvarez, expresada años después de los acontecimientos en su Historia de Rosario, es una construcción retrospectiva donde el autor desvirtúa concientemente lo que efectivamente percibió en el momento de los hechos (tanto en Buenos Aires como en Rosario) en aras de determinada explícita intencionalidad política. Sabe bien Álvarez cuando escribe a principios de la década de 1940 que nada tuvo de espontáneo el movimiento de sectores burgueses que se sumaron (y en muchos casos sobrepasaron) al accionar de las fuerzas gubernamentales de represión en enero de 1919. Antes que espontaneidad, el acicate que acabó con los pruritos legalistas de la burguesía fue una sensación –general y difusa- de temor ante la intuida posibilidad de que la huelga obrera se transformara en el comienzo de una revolución social. Veamos entonces la génesis de este temor.

Un miedo difuso y colectivo
La sensación colectiva y difusa de temor es un ejemplo de la potencia que las representaciones sobre el enemigo pueden dar a las prácticas, una vez que la convicción sobre la peligrosidad de sus intenciones se hace carne en algunos sectores sociales. Lo que se pondera es la dimensión del imaginario social a partir del análisis de los mecanismos de difusión del rumor.
La expresión “Gran Miedo” encuentra raíces históricas en la Revolución Francesa y se inspira sin dudas en un texto canónico para el estudio de las situaciones de pánico colectivo y sus efectos. Se trata de la obra del historiador francés Georges Lefebvre, El gran miedo de 1789, en la que se visibiliza como una vez instalado en el imaginario un temor colectivo, este será funcional y a la vez generador de una multiplicidad de prácticas, las que a su vez retroalimentarán a ese temor, reforzando la creencia en su potencia. En este estadio, el fantasma que dio origen al miedo colectivo se torna sumamente eficaz en un doble juego en que actúa tanto como expresión de ese miedo, y como factor determinante de la dinámica de los sucesos que el miedo provoca.
Sintéticamente el principio narrativo argumental del texto de Lefebvre es el siguiente: en julio de 1789 en distintas zonas rurales de Francia se propagaron versiones según las cuales un conjunto de bandidos, soldados o ejércitos extranjeros estarían avanzando, saqueando los pueblos y exterminando a la población a su paso. Todas estas tropas estaban, según el rumor, al servicio de un complot aristocrático cuyo fin último era castigar al pueblo. La presencia de vagabundos y mendigos en los caminos, junto a la existencia real de bandidos rurales, se interpretaba como una prueba de la tangibilidad del rumor. Ante “ese peligro”, campesinos armados salieron al encuentro de los supuestos enemigos, dirigiéndose a caminos y aldeas en un desplazamiento que reforzó el pánico colectivo, el cual se extendió al compás de la movilidad de quienes lo portaban en su imaginación, a los pueblos. Se multiplicó entonces el asedio campesino a las propiedades señoriales, exigiendo, en ocasiones por la fuerza, el cumplimiento de sus demandas, asedios que eran potenciados por la creencia en la existencia del complot aristocrático, convicción esta que se acrecentaba ante la difusión de las noticias sobre los asedios a las propiedades señoriales. Un ida y vuelta circular que provocó -pese a que tal complot jamás existió- efectos que eran interpretados, por la difusión del “Gran Miedo”, como que sí había tenido lugar.
El historiador Daniel Lvovich considera que -salvadas las inevitables distancias y diferencias entre la Francia revolucionaria y rural de finales del siglo XVIII con la Argentina urbana de principios del XX-, el modelo del “Gran Miedo” lefebvriano resulta altamente pertinente para analizar la represión privada que sectores de la burguesía ejercieron durante la Semana Trágica, burlando el monopolio estatal de la violencia, como una muestra de las prácticas nacidas a partir de la paranoia que el terror colectivo impone a una clase social.
Según la hipótesis central de este autor, la burguesía entendía que el contexto internacional alimentado por las revoluciones de izquierda ocurridas con resultado exitoso en Rusia, y a duras penas sofocadas en Alemania y Hungría, se correspondía con un aumento de la conflictividad social local. Una parte de la clase obrera manifestaba adhesión y simpatía al naciente bolchevismo. Otro persistía en su ideal comunista libertario de acabar con el Estado y la propiedad. Si bien ambas partes no constituían la mayoría del movimiento obrero (las dirigencias sindicales estaban principalmente conformadas por reformistas, ora sindicalistas, ora socialistas), las clases dominantes entendían que se estaban dando las condiciones para que ideólogos extremistas provenientes de la Europa revolucionaria cooptaran al proletariado en su conjunto a favor de una prédica incendiaria, posibilitada además por la cómplice inacción de un gobierno débil.
La burguesía atribuía relación de causalidad a lo que ocurría en el orden internacional con los sucesos locales. Esta relación daba por resultado la creencia en la existencia de un complot izquierdista.
Si bien un análisis retrospectivo torna injustificada tal creencia, en su momento esta posibilitó la difusión del “Gran Miedo” a la revolución.
El “Gran Miedo” había ido cimentado su entidad, en la suma en las dos décadas anteriores de temores parciales y escalonados. Estos tenían un lugar común: cuantos más absurdos o fantasiosos, más creíbles se tornaban para una clase burguesa que se encontraba con el efecto no querido de la gran inmigración: metecos ideologizados en sus países de origen traían a estas playas el cuestionamiento al orden establecido. A principios del siglo XX, las clases dominantes creyeron la versión acerca de un complot internacional dirigido por un anarquista de la ciudad de Rosario que habría de asesinar al Káiser Guillermo II de Alemania. Unos meses después, durante la gran huelga marítima de 1902, los mismos actores del privilegio entraron en pánico ante el rumor de que decenas de miles de obreros se dirigían a la Casa de Gobierno para tomarla.
Si bien luego estos bulos eran desmentidos por la realidad, iban sedimentando en su periódica difusión, la creciente posibilidad de su tangibilidad. A finales de la segunda década del siglo XX la burguesía argentina estaba dispuesta a aceptar como ciertas hasta las más alarmistas y descabelladas versiones. El temor a la revolución (y a los personeros que debían dirigirla) se había hecho carne en las elites privilegiadas. El “Gran Miedo” comenzaba a operar en estas, imponiéndoles conductas y estrategias. Los días finales del conflictivo año 1918 motorizaron el temor burgués a partir de un suceso que involucró a la fuerza estatal de represión en la segunda ciudad de la República. Veamos brevemente el acontecimiento que potenció y galvanizó los miedos previos de las clases dominantes.

Huelga policial en Rosario
Cuando a finales del siglo XIX la cuestión social pasó forzosamente a estar en la agenda central de los gobiernos del Régimen, estos fueron otorgando a las fuerzas policiales atributos de represión claramente ideológicos. En 1901 se crea la tenebrosa Sección Especial, que transitará décadas de ominosa pervivencia controlando con métodos brutales a las dirigencias obreras. El anarquismo era el principal enemigo para la jerarquía policial. En esa clave se entiende la creciente brutalidad contra los ácratas que culmina con la matanza del 1 de mayo de 1909 perpetrada sobre manifestantes desarmados en la porteña plaza Lorea, por orden del jefe de policía de la Capital, coronel Ramón Falcón. Poco después Falcón será ajusticiado por un inmigrante judío ucranio recientemente llegado al país, el adolescente anarquista Simón Radowitzky.
La cúpula de la policía de la Capital fue excediendo las funciones que le asignara originalmente el Poder Ejecutivo Nacional. Asumió con el visto bueno de este, tareas represivas que incluían temas que no les eran en principio inherentes, tales como el limitar por propia cuenta el derecho de reunión, de prensa y de asociación de los trabajadores. También obró por complicidad u omisión haciendo la vista gorda en el Centenario, cuando hordas de “niños bien” atacaron locales sindicales y a militantes socialistas y anarquistas, reales o simples sospechosos por “portación de cara”, en especial los de apariencia similar a los que estos impunes hijos del privilegio, entendían como el fenotipo del “ruso”. Esta prescindencia culposa de la policía en esos sucesos de mayo de 1910 preanunciaba el ominoso papel que cumpliría al margen de las garantías constituciones que teóricamente debía sostener, en la Semana Trágica. El gobierno de Yrigoyen, pese a las transformaciones que impuso en la vida política argentina a partir de 1916, no reestructuró la institución policial, que continuó con sus métodos de siempre. Las clases dominantes estaban de acuerdo en mantener el carácter represivo y discrecional de la policía, a la que consideraban fundamental en el sostenimiento de un orden que establecían como inmutable. Esto era válido para la Capital y los diez territorios nacionales dependientes del Gobierno Federal, como para las catorce provincias históricas, de acuerdo a la división político-administrativa vigente en ese entonces en la República.
En las provincias – en especial las del arcaico poniente mediterráneo- las fuerzas policiales conformaban su estructura humana de acuerdo a las posibilidades socioculturales del medio en que estaban insertas y sobre todo las presupuestarias de las siempre deficitarias arcas estatales. Una huelga de agentes en la empobrecida y telúrica provincia de Catamarca había provocado antes que temor, hilaridad, frente a un cuadro de situación propio de un país precapitalista, con cachacientos milicos montados en burro, uniformados y armados como si el tiempo se hubiera detenido un siglo atrás.
No hubo en cambio muestra de hilaridad alguna cuando quien se puso en huelga fue el personal policial subalterno de la conflictiva y populosa ciudad de Rosario. En diciembre de 1918, tras intentar infructuosamente mediante notas elevadas al gobernador radical de la provincia de Santa Fe, Rodolfo Lehmann, que se les abonaran los sueldos atrasados (se les adeudaba más de un semestre), los agentes y el personal de cuadros (vigilantes, bomberos, Escuadrón de Seguridad) de la policía de Rosario se declararon en huelga.
Lehmann “bajó” entonces con urgencia desde la capital provincial a Rosario, donde dispuso la cesantía de todos los agentes plegados al movimiento, al tiempo que obtenía del presidente Yrigoyen el concurso de la unidad militar acantonada en la ciudad – el Regimiento 11 de Infantería- para reprimir a los huelguistas. La celeridad con las que actuaron tanto el mandatario provincial como el titular del Poder Ejecutivo Nacional, se explica por la corriente de simpatía que logró en la clase obrera rosarina el paro policial. Al punto que distintos gremios (panaderos, tranviarios, docentes, etc.) se sumaron a la medida. Una manifestación pacífica de los agentes y bomberos que recorrían las calles junto a trabajadores que se habían solidarizado con ellos (hecho impensado hasta poco tiempo antes), fue tiroteada por soldados del ejército y oficiales superiores del Escuadrón de Seguridad. Varios muertos y decenas de heridos fue el resultado de esta acción punitiva. En los días siguientes el gobierno nacional reforzó las fuerzas de represión con el envío a Rosario de unidades de caballería e infantería. Los agentes policiales en huelga fueron siendo detenidos en distintas redadas. El diario La Capital informó que de un total de 750 agentes, 688 habían adherido a la huelga. Muchos fueron encarcelados y salvajemente apaleados cuando cándidamente se presentaron en el Palacio de Jefatura a entregar su armamento y uniforme. También cayeron en la volteada dirigentes anarquistas, aún aquellos que era evidente no habían participado del movimiento. Mientras tanto el gobierno provincial lentamente llenaba los puestos vacantes dejados por los exonerados huelguistas, trasladando a Rosario efectivos de otras partes de la provincia, muchos de ellos desconocedores absolutos de cómo actuar en el ámbito de una gran urbe. Hasta que la situación se pudiera normalizar, las patrullas del ejército cumplían las funciones de vigilancia y prevención del orden público.
La magnitud de la represión de lo que en principio era un movimiento acotado al pago de salarios atrasados, permite inferir la lectura que tanto el gobierno nacional como la burguesía hicieron de la huelga policial de Rosario. Ambos entendieron que atrás del episodio puntual de cobro de haberes atrasados, asomaba casi desembozadamente un complot revolucionario. Si los grandes diarios, voceros naturales de la burguesía, vieron en la convivencia entre policías y obreros marchando juntos por las calles rosarinas, la prueba de la existencia de un Soviet, La Época, órgano del oficialismo, hacía directos responsables de la huelga a los anarquistas, sosteniendo –sin aportar pruebas ni fuentes- que se había encontrado en poder de los agentes y bomberos, propaganda bolchevique.
Las repercusiones de la huelga policial excedían el marco de la ciudad de Rosario y aun el de la República Argentina. Distintas legaciones informaban a la Cancillería sobre la llegada de agitadores profesionales rusos que venían a aportar al complot vernáculo la experiencia adquirida en su tierra. Desde Montevideo el embajador argentino comunicaba al Ministro del Interior de Yrigoyen, la inquietud que la huelga policial de Rosario había provocado en la Banda Oriental. El gobierno uruguayo entendía que anarquistas catalanes y maximalistas rusos estaban al frente de la agitación social que también alcanzaba al Uruguay. Ante esto había resuelto cesantear a todos los agentes policiales de nacionalidad española y a su vez vigilar expresamente las zonas montevideanas habitadas preferentemente por centroeuropeos y judíos “pues como es sabido, buena parte de ellos están afiliados a sociedades terroristas o propagan con fanático ardimiento las doctrinas maximalistas”.
Pero eran otras doctrinas, no precisamente maximalistas, las que trabajaban con “fanático ardimiento” en la construcción del “Gran Miedo”.

Las élites liberales ponen en duda el paradigma liberal
Algo más que nominalmente la Constitución de 1853, convocó a todos los hombres del mundo que quisieran habitar el suelo argentino, sin distinción de credo, lengua o religión, y les aseguró igualitariamente –en teoría al menos- derechos y obligaciones. Si bien el mundo al que hacía referencia de manera tortuosamente explícita nuestra Carta Magna era el mundo europeo, y la efectiva conquista de los derechos civiles sería un largo y difícil camino a recorrer durante casi un siglo, se fue conformando de arriba abajo una sociedad laica y liberal.
Las elites gobernantes entendían una idea nacional acorde con el modelo que por entonces en Europa se consideraba exitoso: una nación homogénea y sin fisuras territoriales, consolidada en torno de su Estado, que excluyera o marginara solo a quienes no aceptaran el imaginario social inherente a esa nación. Hubo fuertes discusiones acerca de cuáles serían los criterios de ese imaginario, y de quien estaba autorizado para definirlos. Pero en líneas generales los laxos principios establecidos por la liberal Constitución marcaban el tono de estos debates acerca de la nacionalidad. Ese ideal liminar involucraba no solo a las viejas élites sino a los sectores en ascenso que bajo el principio alberdiano de ciudadanía ampliada gradualmente se iban convirtiendo en actores sociales integrados al proyecto común. Con el cambio de siglo, la presencia en la segunda gestión presidencial del general Roca, de funcionarios con rango ministerial portadores de apellidos – Magnasco, Pizzurno, Ricchieri, etc.- e historias personales, que visualizaban en su común denominador el ser hijos de inmigrantes italianos, empezaba a vislumbrar el éxito de un modelo de país pensado por los intelectuales de la Generación de 1837 y efectivizado por las elites rectoras, que aunque socialmente restringido, gradualmente se ampliaba al incorporar a los sectores más exitosos de la emergente clase media. El propio presidente era una consecuencia de la emergencia de una nación en torno a un proyecto estatal determinado. Desde sus comienzos como joven oficial subalterno de la Confederación Argentina formado en los claustros del Colegio del Uruguay, y su posterior derrotero donde se conjugan una brillante carrera militar con una notable sagacidad política hasta alcanzar la máxima magistratura, la trayectoria pública de Julio A. Roca corre en paralelo a la consolidación del Estado nacional argentino.
Pero es también durante la segunda administración roquista cuando distintos acontecimientos ocurridos en torno a la cuestión social, indican que algo no terminaba de funcionar en esta construcción nacional. El descontento obrero que alcanza un cenit de huelgas –muchas de ellas reprimidas con violencia- en 1902, hace que los sectores conservadores colijan en forma creciente, hasta hacerse convencimiento generalizado hacia el Centenario, que la gran inmigración -si bien había sido un elemento fundamental sin el cual hubiera sido imposible la consolidación del Modelo Agro Exportador-, trajo como consecuencia no deseada la figura del agitador extranjero, cuya prédica disolvente lo tornaba en el enemigo del orden establecido. Sin embargo todavía hacia 1910, las élites dominantes limitaban su rechazo exclusivamente por una cuestión clasista antes que por motivos étnicos o religiosos. Será la prédica de la jerarquía católica la que establecerá esos móviles, fundamentales para que el “Gran Miedo” tuviera lugar.

La Iglesia católica y su prédica xenófoba, antiliberal y antiobrera
En la década de 1880 el Estado en vías de consolidación restringió prácticas seculares y cotidianas de la Iglesia católica, quitando a esta el control de la vida privada y su ingerencia sobre la vida y la muerte, al secularizar cementerios y dar legal preeminencia al Registro Civil sobre el acta parroquial.
Esto ocurre en el momento en que la corriente inmigratoria que comenzó a llegar lenta y crecientemente tras la caída del dictador porteño Juan Manuel de Rosas a mediados del siglo XIX, se transforma tres décadas después de la derrota del bilioso autócrata representante de los terratenientes saladeristas porteños, en una gran oleada de centenares de miles que arriban cada año provenientes en su mayor parte de la atrasada y católica Europa Mediterránea. La mayoría de ellos vienen sin ningún tipo de convicción religiosa, cuando no imbuidos de un profundo anticlericalismo alimentado por el recuerdo de una Iglesia católica que en sus países de origen está al servicio de los poderosos, y que justifica las injusticias sociales como un mandato divino. Es en esa época que los transatlánticos desembarcan de su tercera clase un nuevo tipo de inmigrantes, tan desarrapados como los mayoritarios italianos y españoles. Provienen del centro y el este del Viejo Mundo. Son extraños en lengua y costumbres, y sobre todo en religión.
La jerarquía católica que ha perdido la batalla con la élite liberal, intenta recuperar terreno alimentando las alarmas de esta, con el ingrediente de la intolerancia religiosa. Esos migrantes judíos que huyen de los pogromos y la miseria del Imperio Ruso le brindan al catolicismo argentino la posibilidad de influir como nunca antes en las clases rectoras.
Desde el Centenario la Iglesia proclama sin ambages que Argentina es una nación católica. La esencia de la nacionalidad pasa por la fe. Es un discurso que se lleva de bruces con los ideales liberales proclamados en los años de la Organización Nacional. Sin embargo, y a favor de las nuevas circunstancias internas y externas que la Gran Guerra produjo, ganó rápido predicamento en sectores que apenas unos años antes hacían pública ostentación de su anticlericalismo.
Al antiguo antisemitismo asentado sobre principios oscurantistas pero efectivos al estilo de “los judíos son los asesinos de Cristo”, el catolicismo sumó a su prédica de intolerancia el discurso más moderno e igualmente efectivo basado en la teoría conspirativa que igualaba judaísmo con extremismo social. El hebreo era el ser pernicioso por naturaleza: si casi dos milenios atrás había renegado del verdadero Dios, ahora con teorías disolventes intentaba acabar con la sociedad, el orden establecido y la propiedad privada, tríada de legitimidad fundamental para una Iglesia católica que veía (por lo menos a través de sus sectores más reaccionarios) en la democracia, el liberalismo y el socialismo, muestras acabadas de la perfidia de Satán y del brazo ejecutor de este: el judío eterno.
Desde 1917 para el catolicismo el mayor peligro que acecha a la humanidad es el bolchevique, resultante de una conspiración judía.
En esa creciente enajenación irracional se entiende una pastoral emitida a fines de 1918 por el arzobispo de Córdoba (el mismo que se había opuesto, cerril y ultramontano a la Reforma Universitaria unos meses antes), donde bajo el explícito título La Revolución Social que nos amenaza sostiene que “tonificados por los diversos núcleos de anarquismo, nihilismo, liberalismo, logias masónicas y socialismo, con quién están en convivencia y abundan en el país, se agruparán con una sola palabra y continuarán la tarea agresora para ir contra la causa católica. El maximalismo europeo trasladará sus huestes o los formará de todos esos elementos del país (…) rebelando las masas contra el trono y el altar, los cuales una vez abatidos, caerá por tierra la civilización cristiana, cediendo su puesto a la anarquía imperante.”
El catolicismo institucional no actúa solo en el arriba de su estructura interna. A esta pastoral del obispo de La Docta, le siguen acciones de visibilidad por fuera de iglesias y catedrales. Es una estrategia de provocación.

Dionisio Napal: un cura provocador
Federico Grote fue un sacerdote teutón que en 1892 al fundar los Círculos de Obreros Católicos -sobre la base de la experiencia alemana de agremiación obrera católica- “con el fin de defender y promover el bienestar material y espiritual de la clase obrera en marcada oposición a la funesta propaganda del socialismo y de la impiedad que, mediante promesas engañosas, llevan al obrero a su ruina temporal y eterna...”, estableció una temprana práctica concreta de intervención de la Iglesia católica argentina en la cuestión social.
Los Círculos que en 1912 llegaron a ser 77 centros con 22.930 afiliados en todo el país, no constituían estrictamente sindicatos debido a que no contaban con el suficiente número de obreros católicos para hacerlo y mucho menos para agruparlos por oficio; tomaron entonces la forma de asociaciones mutuales. Su acción social se orientó en tres direcciones: el reclamo de una legislación laboral; el desarrollo de iniciativas que paliaran, en lo inmediato, las necesidades de los trabajadores y la acción propagandista que contrarrestara la creciente influencia de las corrientes revolucionarias.
Eran un claro exponente del llamado catolicismo social. La jerarquía de la Iglesia vio en los miembros de los Círculos un excelente vehículo para dar a conocer en amplios auditorios su alerta sobre las amenazas que el peligro bolchevique entrañaba para el mundo cristiano. En 1918 se convocó expresamente a los integrantes de los Círculos a una participación activa en la Cruzada antimaximalista y crecientemente antisemita mediante las conferencias callejeras. En ellas, ya como oradores o como simples y entusiastas oyentes, debían advertir a los legos sobre la inminencia del peligro que se cernía sobre una Argentina donde “ya se ven banderas (…) una color negro y la otra color rojo obsceno paseando por las calles de esta ciudad cosmopolita (que son) el trapo de la rebelión y la vergüenza, sucios en sangre y hechos con odio, levantados en alto por parias de la sociedad y seguidos por escoria de la misma”
El principal y más notorio de estos oradores era el cura Dionisio Napal. Además era un provocador. Gustaba de llevar su prédica antijudía al corazón mismo de las barriadas con alto porcentaje de población hebrea.
El 8 de diciembre de 1918 pronunció una alocución que tuvo trascendencia en los círculos católicos. Entre otros tópicos, habló del “factor judío en los movimientos revolucionarios del mundo”. Identificó a la Revolución de Octubre como una conjura judía. No era muy original en esto. Esa una caracterización que habían hecho grupos antisemitas rusos ligados al régimen zarista e integrados al Ejército Blanco que en esos momentos combatía contra el débil e incipiente Estado de los Soviets, provocando en los territorios bajo su dominio – especialmente en Ucrania- grandes matanzas de judíos. El mito corrió rápidamente a favor de un mundo en guerra que no terminaba de absorber racionalmente los cambios que ocurrían día a día. Fue aceptado por los círculos conservadores británicos que veían a Lenin (por lo menos hasta el momento mismo del Armisticio que puso fin a la Gran Guerra) como un aventurero de origen judeo-alemán a sueldo del Káiser, siendo el Soviet de Petrogrado una cueva de judíos internacionales, comprados y dirigidos en las sombras por el Estado Mayor Alemán. Sin embargo esta caracterización crudamente antisemita del carácter de los revolucionarios soviéticos no fue asumida por el Vaticano hasta 1920. Podemos inferir entonces que Napal, o estaba al tanto de las versiones que corrían en Europa y las reproducía retroalimentando su convencimiento sobre la perfidia del judío, o simplemente tiraba al voleo una acusación que nacía de su inquina antisemita antes que de prueba fáctica alguna.
Más allá de las fuentes en donde nutriera su certidumbre, ayudaba a instalar en vastos sectores de la burguesía el convencimiento de que el judío –en su carácter de tal- era el culpable de la creciente agitación social.
Además de provocador, Napal era un cobarde miserable. Sus conferencias públicas en barriadas judías y obreras las daba protegido por una guardia de policías y matones a sueldo. En los últimos días de 1918 realizó nuevos actos donde acusó a los judíos de traidores y traidores, y al socialismo lo caracterizó como una tara hebrea.
Alarmada, la prensa israelita porteña denunció en castellano y en idisch la bravata clerical. Di Presse: “los curas comenzaron en Corrientes y Junín. Prosiguieron luego sus sermones contra los socialistas y los judíos, con la ayuda de la Policía, por todo Buenos Aires y los suburbios. El domingo organizaron una conferencia similar en la Avenida Sáenz y Esquiú, rodeados por policías y escoltados por bandidos locales que estaban armados con bastones de acero. Después del mitin partió una manifestación. En Caseros y Rioja pronunció el cura Napal un tenebroso y agresivo discurso”.
Ese discurso tenebroso y agresivo no era patrimonio exclusivo de Napal. En todo caso la figura de este cura intolerante era solo el emergente de un conjunto de situaciones que hemos someramente enumerado y descrito. La suma de todas ellas potenció a finales del año 1918 la sensación de “Gran Miedo” en la burguesía argentina. A esas alturas en muchos sectores de esta vasta clase social, se había hecho convicción ineluctable la existencia de un complot. Distintos elementos interactuaron y se potenciaron mutuamente: el clima de temor, las versiones sobre eventos inexistentes, pero que al dárseles entidad real reforzaron el pánico de quienes se sentían amenazados en sus intereses y sus personas y acrecentaron su convencimiento que solo una represión ejemplar podía acabar con el peligro.
Todo esto entraría a jugar en los sucesos de los primeros días de enero de 1919. Lo que ocurrió entonces por fuera de los límites de la represión estatal legal (tema sobre el cual avanzaremos en nuestra próxima entrega) tal vez no pueda ser medido en términos escindibles. No hubo una diferenciada represión ilegal dirigida por un lado a los trabajadores -en su carácter de tal- por una dinámica social, y una persecución a los judíos –también en su carácter de tal- producto de una lógica racista pero autónoma de la anterior. Por el contrario, como bien sintetiza Lvovich, ambas son consecuencia del “Gran Miedo” que invadió a la burguesía, que creyó ver en la represión salvaje e ilegal, la única forma de acabar con un “Complot” protagonizado por un enemigo con distintos rostros.

III. Acerca de las victimas propiciatorias y de los victimarios propiciadores.

“La palabra pogrom no está en el Diccionario”Y el Diccionario en que no está tal palabra no es otro que el de la Lengua Española. Sin embargo la Real Academia Española condesciende en su vigésima segunda edición a dar una aproximación al vocablo estableciendo una versión castellanizada del mismo:
Pogromo. (Del ruso pogrom, devastación, destrucción). Con dos acepciones:
1. m. Matanza y robo de gente indefensa por una multitud enfurecida.
2. m. por antonomasia. Asalto a las juderías con matanza de sus habitantes.
No obstante esta negación ha aceptarlo en pleno derecho dentro del habla castellana, el término pogrom es utilizado y pronunciado en casi todos los idiomas y dialectos hablados en el orbe. La historia del antisemitismo ha hecho que esta palabra embebida en sangre y dolor sea el emblema de cualquier acción violenta contra los judíos en su carácter de tal.
En esencia un pogrom consiste en el ataque a mansalva, salvajemente cruel contra un grupo étnico minoritario. En ese ataque se perpetran con impunidad acciones de gran violencia, las que son realizadas de manera espontánea o planificada, contra una víctima colectiva que está en una situación de inferioridad con respecto al atacante.
El origen histórico de la palabra pogrom se remonta al año 1881, cuando el Zar Alejandro II fue asesinado en la ciudad de San Petersburgo por un grupo anarquista. Paradójicamente el ataque se produjo sobre la persona de un emperador reformista, que había aplicado políticas liberales de gobierno que modernizaban rápidamente a Rusia. Por ejemplo, la abolición de la servidumbre campesina o la eliminación de las restricciones de residencia territorial dentro del Imperio (la llamada “zonificación”) a los judíos. En el grupo atacante había una joven hebrea, lo cual sirvió de pretexto a las fuerzas más reaccionarias para acusar a todos los judíos de magnicidio, provocando una inmediata ola de violencia contra los miembros de esta comunidad que se prolongó hasta las postrimerías del año 1884. La suma de ataques constituyó un pogrom gigantesco, e indujo a una salida en masa de más de dos millones de judíos rusos que mayoritariamente se dirigieron a los Estados Unidos de América.
En ese tiempo se dio también a nivel universal un fenómeno de reacción frente a la evidente integración de los judíos a los estados nacionales occidentales en su nuevo carácter de ciudadanos de pleno derecho. A esa emancipación hija de los principios liberales de la Revolución Francesa, las fuerzas más oscurantistas cobijadas en instituciones antiliberales como las iglesias y las fuerzas armadas opusieron una creciente intolerancia, simbolizada a fines del siglo XIX en el “Caso Dreyfus”.
En ese clima de progresiva intranquilidad que culmina con el desbarajuste general -a partir del estallido de la Gran Guerra,- de un orden que se creía inmutable, los pogroms se extendieron de Rusia a Europa Oriental, a Medio Oriente y finalmente alcanzaron a un lugar geográfico regido lingüísticamente por esa Real Academia Española que aun se niega a aceptar el término original. En la investigación que venimos publicando en esta revista sobre los sucesos que pasaron a la historia argentina bajo el nombre de “La Semana Trágica de 1919”, en este número en particular comenzaremos a dar visibilidad a ese pogrom, analizando en primer lugar los espacios de actuación y roles jugados por los actores sociales convertidos por fuerza de los hechos en victimas o victimarios de tal acontecimiento.

Las víctimas propiciatorias
1. Los pampistas. La historia de la judería argentina moderna tiene una fecha referencial y simbólica. Es la del 14 de agosto de 1889 cuando arriba al puerto de Buenos Aires el vapor Wesser. En él llegan 824 judíos procedentes de la región rusa meridional de Kamenetz Podolsk. Conforman un grupo de 130 familias, las que en París había celebrado tratativas y firmado contrato con el cónsul argentino para establecerse como colonos en tierras que les vende el especulador en compraventa de baldíos fiscales, Rafael Hernández. No bien desembarcaron descubrieron que habían sido estafados por el hermano del autor del Martín Fierro. Esas tierras ya estaban ocupadas
Desesperados, negociaron con otro estanciero, Pedro Palacios, quien les ofreció a valores exorbitantes, campos de su propiedad situados en el noroeste de la provincia de Santa Fe, en cercanías de las vías que hacia Tucumán tendía la Compañía del Ferrocarril Buenos Aires y Rosario, desde esta ultima ciudad.
Cuando llegaron allí se encontraron nuevamente estafados. Pese a haber pagado por cada hectárea una cifra cinco veces mayor a su valor real, Palacios los abandonó a su suerte. No les proveyó los elementos de labranza y semillas convenidos, no los trasladó a los campos ni les suministró lo básico para sobrevivir en ese desierto.
Durante varios meses quedaron los engañados colonos alrededor de una perdida estación de ferrocarril en una tierra extraña, mendigando las sobras de comida que les arrojaban desde los trenes. Los niños fueron las primeras víctimas de tal desamparo. Una epidemia mató a muchos de ellos. Era tal la orfandad en que se encontraba esa gente que ni siquiera contaba con ataúdes o mortajas para enterrar a sus hijos. Estos fueron inhumados en latas de kerosén.
Un comienzo cruel que anunciaba a los judíos que el camino a recorrer en su nueva tierra no sería fácil y a la vez una dolorosa metáfora que los unía por siempre a la nueva tierra, no solo de manera simbólica sino literal: cuando tiempo después se les propuso abandonar el lugar y trasladarse a las nuevas colonias entrerrianas, se negaron aduciendo que no podían abandonar la tierra donde sus pequeños hijos dormían el sueño eterno.
Los desamparos colonos sólo se salvaron de continuar en la mayor indigencia cuando luego de algunos meses de grandes penurias fueron ocasionalmente advertidos por un importante viajero judío que pasó en tren por el lugar. Se trataba del doctor William Löewenthal, un higienista contratado por el gobierno nacional que venía de dictar conferencias en el norte del país y los vio durmiendo en las proximidades de las vías, en un galpón abandonado. Primero hizo gestiones ante el Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina, que a su vez ordenó al Comisario General de Inmigración investigara las causas de la difícil situación de esos inmigrantes Luego tramitó ayuda externa: lo hizo antes la Alliance Israélite Universalle de París, la que a su vez interesó a un millonario y filántropo judío, el barón Mauricio Hirsch.
Presionado por el gobierno ante el escándalo internacional que su abandono de los colonos producía, Palacios finalmente hacia marzo de 1890 procede a cumplir las cláusulas del contrato. Traslada a las familias israelitas a las tierras asignadas en la estipulación de venta, con algunos elementos para que estas comenzaran sus tareas. Había nacido Moisés Ville, la primera colonia agrícola judía. Siguió un tiempo duro (los aperos de labranza eran insuficientes y muchos de los colonos eran inexpertos) pero ya no con las penurias del abandono inicial. Quienes no terminaron desertando se convirtieron en eficientes chacareros.
A Moisés Ville le siguieron nuevas colonias. El 24 de abril de 1891 se crea en Londres la J.C.A. (Jewish Colonización Association) fundada por el barón Hirsch con el propósito manifiesto de fomentar en el Nuevo Mundo la colonización agrícola de familias judías “a quienes la ley, en sus países respectivos prohíbe el trabajo y los oficios rurales… ellos (las familias judías) hallarían en la República Argentina un trabajo libre, fácil, honesto y remunerador”.
A partir de 1892 ya con la J.C.A. en funciones, se multiplican las colonias. Siete en Entre Ríos, dos en Santa Fe, igual número en la provincia de Buenos Aires y en el territorio de La Pampa Central, una en Santiago del Estero. Estos serán los catorce asentamientos rurales madres donde en la última década del siglo XIX y la primera del siglo XX varios miles de judíos de Rusia, Rumania y otros territorios de Europa del Este ejercerán su nuevo oficio de agricultor. Estas colonias darán lugar -de modo especial en el genésico continente entrerriano-, a nuevos núcleos desprendidos de aquellas. La experiencia agraria judía dejará un balance histórico de tres mil colonos establecidos que con sus familias trabajarán un total de seiscientas mil hectáreas bajo la égida de la Jewish Colonización Association
La relación entre la empresa de Hirsch y los migrantes no fue fácil. Por múltiples causas, siendo una de las principales, los contratos leoninos que la J.C.A obligaba firmar a los colonos. Es válido señalar también que esa relación no corre en un solo sentido. Si bien la administración de la J.C.A. ejerció un control autoritario y arbitrario, al mismo tiempo disponía que toda colonia contara con sinagoga, biblioteca, teatro, escuela, proveedores y cooperativas. Surge entonces una aparente contradicción entre el afán de lucro de la empresa “filantrópica” que se personifica en la figura de sus funcionarios y administradores, y el espacio en que estos actúan, espacio que es modelo de organización comunitaria, de reunión entre “iguales” con intereses semejantes.
Hoy la comunidad judeoargentina reivindica en la figura de esos pioneros de la élite de la colectividad (los pampistas) un arquetipo paradigmático.
Si bien la figura del “gaucho judío” es más una creación literaria de Alberto Gerchunoff que una realidad rastreable históricamente, muchos judíos argentinos se sienten simbólicamente “gauchos” y se enorgullecen de haber nacido en las colonias de Entre Ríos o de Santa Fe, de La Pampa o de Buenos Aires. Y las vivencias, reales o ficcionales de la pionera Moisés Ville son evocadas con particular nostalgia. Casi no quedan judíos allí, pero en Rosario, en Sunchales, en Rafaela, en Beer Sheva, Tel Aviv o donde fuere que el destino y la despoblación rural le llevó, alguna persona ya madura, entrecerrando sus ojos ve con mirada de infancia la geografía de ese pueblo santafesino que atesora en sus entrañas sagradas latas de kerosén.

2. Proletarios urbanos. El imaginario construido en torno a la figura del pionero rural no debe hacernos olvidar que la migración judía (como el resto de las corrientes europeas arribadas a nuestras playas durante el auge del Modelo Agro exportador) se dirigió preferentemente a los centros urbanos. De modo especial a partir de 1905, año especialmente crítico para la judería rusa, cuando se les convirtió nuevamente en chivo expiatorio, esta vez de la guerra perdida frente a Japón y de la subsiguiente revolución generalizada que siguió a la derrota militar, a duras penas sofocada por el gobierno zarista. A partir de ese año nuevos contingentes hebreos provenientes del Imperio de los Romanov se instalaron mayoritariamente en Buenos Aires, y en menor medida en Rosario y otras ciudades. Esta oleada se diferenciaba de la anterior por su carácter laico. No traía ni vocación redentorista por la agricultura ni mayores creencias religiosas que los rituales básicos a su identidad. Llegaban en calidad de obreros no calificados, artesanos y también como proletarios del comercio individual y al menudeo (los futuros cuéntenikes del costumbrismo saineteril). Traían ideales de redención social y conciencia gremial.
Ya en 1896 se había fundado en Buenos Aires el Idisher Arbeiter Faraón far Guegnzaitiquer Hilf (Centro Obrero Judío de Ayuda Mutua) y al año siguiente surge contemporáneo al primer Congreso Sionista de Basilea el Jovevei Zion. Nombres en idioma idish de asociaciones mutuales o nacionalistas a las que sumarán empezado el nuevo siglo otras de inequívoco cariz político y gremial.
Los anarquistas hebreos (numerosos en esa oleada comenzada en el año cinco) logran en 1908 que el periódico libertario La Protesta publique diariamente una página en idish. Hacia 1916 formaron Asociación Racionalista Judía. Es de destacar que el personaje más destacado en esos años heroicos del comunismo libertario fue un judío: Simón Radowisky, quien siendo aun adolescente, al poco tiempo de llegar al país desde Ucrania, vengó a sus compañeros de clase caídos a manos del temido jefe de policía de la Capital, coronel Ramón Falcón, ultimando a este en un atentado. Inmediatamente detenido, solo su minoría de edad le libró del pelotón de fusilamiento. Encarcelado en condiciones de rigurosidad extrema en el austral presidio de Ushuaia, la lucha por su liberación fue una bandera que el anarquismo levantó durante años, y de modo especial como ya vimos en la Semana Trágica.
No todos los recién llegados eran ácratas. Muchos tenían ideales socialistas. Y habían militado dentro del Imperio Ruso en el Bund (Federación Socialista de los obreros judíos de Lituania, Polonia y Rusia). Serán estos inmigrantes los que en 1905 fundan la Biblioteca Rusa, centro socialista que excedía sus metas políticas y gremiales con una amplia actividad cultural. Al año siguiente se crea el primer sindicato judío, el de los obreros gorreros, y en 1907 la Organización de Trabajadores Socialistas Democráticos Judíos, con neto predominio bundista. En su seno surge el Bund Argentino que pronto cuenta con su propio periódico en idish: Der Avangard. La meta de los bundistas era ingresar como fracción judía en el Partido Socialista Argentino. Si bien nunca lo consiguieron plenamente, mantuvieron una estrecha colaboración con el partido de Juan B. Justo, instando permanentemente a los obreros judíos a participar en las luchas reivindicativas lideradas por el PS. Los bundistas fueron fervientes defensores de una cultura basada en la lengua idish pero sin elementos religiosos. En virtud de esa postura se dieron a la tarea de crear una red escolar llamada explícitamente “Escuelas Laicas Israelitas”. Su periódico Der Avangard era dirigido por quien será un protagonista fundamental (a su pesar) de la furia antisemita que se desatará en la Semana Trágica: Pinnie Wald.
Respecto al sionismo, pese a que como vimos hizo temprana aparición en Argentina, no constituyó una causa popular dentro de la comunidad israelita, por lo menos en las primeras dos décadas del siglo XX. Era más bien un pasatiempo en forma de tema de discusión para unos pocos judíos medianamente ilustrados, medianamente acomodados.
En el Centenario de la Revolución de Mayo, con la agudización de la tensión social y las medidas represivas dispuestas por el Régimen para retomar la situación, dirigentes de todas estas corrientes sufren la aplicación de la Ley de Residencia. Bundistas, socialistas y anarquistas judíos son deportados. Se le aplica esta medida por considerárselos extranjeros peligrosos, aunque a diferencia de lo que ocurrirá una década después, su peligrosidad radica para las clases dominantes, en sus ideas y prácticas políticas, no en su carácter étnico. Si bien comienza a establecerse de a poco un discurso que equipara al “ruso” en su carácter de tal con las praxis revolucionarias.
Como ya hemos visto en anteriores entregas de este trabajo, ese discurso fogoneado por el clero católico avanzará rápidamente en los sectores burgueses argentinos a partir de los cataclismos sociales producidos en las postrimerías de la Gran Guerra.
Hacia 1919 la población judía en la Argentina rondaba las 150.000 personas. Tres de cada cuatro residían en los centros urbanos, especialmente en Buenos Aires y Rosario. No habían pasado aún tres décadas del comienzo de la inmigración israelita organizada. Ciertamente se trataba de un aluvión creciente en forma geométrica. Si en 1889 en el país el número de hebreos residentes era similar al de los esperanzados colonos transportados en la tercera clase del vapor Wesser, hacia 1900 ya son 10.000, una década después, 70.000, número que se duplica en la década siguiente. Naturalmente este ritmo de crecimiento no podía ser vegetativo sino migratorio. En virtud de tal fenómeno de avance demográfico, hacia 1919 la mayoría de los israelitas que habitaban la República habían nacido en el extranjero (especialmente en los dominios del Imperio Ruso). Los nativos eran por lo general argentinos de primera generación, muchos aún niños.
Será esta judería de la Argentina, la víctima propiciatoria de una agresión colectiva perpetrada sobre sus miembros individuales, considerados estos por los agresores como partes de un grupo en su carácter étnico, con el aditamento de supuestas prácticas e intencionalidades políticas altamente peligrosas para el orden establecido, también inherentes a su carácter étnico. Veamos quienes fueron, social y políticamente, los agresores.

Los victimarios propiciadores ¿primos lejanos de las víctimas?
Si bien la inmigración judía aporta su sangre a la Argentina moderna desde las décadas finales del siglo XIX, la presencia hebrea en estas tierras fue una constante desde los albores de la Conquista. Apenas encubierta bajo los forzosos ropajes a que la persecución inquisitorial le obligaba, las crónicas registran con asiduidad y permanencia las actividades de los llamados “cristianos nuevos”, grupo que en el Río de la Plata tuvo la particularidad de estar conformado antes que por marranos españoles, por christaos novos portugueses que huían de las garras de la Inquisición lusitana, en algunos períodos más rigurosa en su intolerancia religiosa que su par castellana.
Esos criptojudíos en muchos casos tomaron la conversión al cristianismo no solo como una estrategia de sobrevivencia sino como el punto de partida para fundar linajes en el nuevo orden social surgido en torno a la ciudad puerto de Buenos Aires, que de antiguo asiento de contrabandistas y mercado esclavista es elevada a capital del flamante Virreinato del Río de la Plata en el período tardocolonial. Así estos conversos enriquecidos establecían su preeminencia sobre las viejas elites de los siglos anteriores, enlazando a la vez por vía de braguetazo con las mismas en busca de una respetabilidad que borrara su “pecado” de origen.
Se torna pertinente formular con los debidos reparos, que buena parte de la llamada aristocracia pampeana, lo más rancio de la oligarquía vacuna, la clase superior del exitoso Modelo Agro exportador, puede descender de esos “portugueses” que llegaron, ocultando su judaísmo, varias generaciones atrás a estas tierras.
Una lúcida representante de esa clase en particular, y de la cultura argentina en general, Victoria Ocampo, se refería a los devaneos de pureza de sangre de un miembro cercano de su familia y de su clase, preguntándose con ironía:” ¿Cómo se entiende que algún pariente mío que se llama Bengolea, es decir hijo de Golea en hebreo, pueda ser antisemita? ¿No será que antes-semita, hoy anti-semita?”
Serán esos privilegiados descendientes vergonzantes del oculto antepasado judío, parte fundamental en la perpetración del pogrom antijudío de 1919.
Gozarán en su accionar de la impunidad de clase y el contexto dado por una burguesía que entraba en pánico frente a un enemigo construido a partir de ese miedo, con rasgos terribles.
La misma impunidad o conciencia de clase que al saberse hijos del privilegio les había permitido a ellos, o sus hermanos mayores, asegurar los fastos del Centenario de 1910 saliendo empatotados (entonces se asumían orgullosos como “la indiada”) de la muy exclusiva "Sociedad Sportiva Argentina" bajo la conducción conjunta del barón Antonio De Marchi, yerno del general Roca y del jailaife por antonomasia: el sportmen y niño bien Jorge Newbery, a asaltar las sedes de los partidos de izquierda, empastar sus imprentas y quemar los libros de sus bibliotecas.
Tal vez pensaban que en esa oportunidad habían sido muy suaves en su accionar. Pero esta vez la agitación social era tal, que la represión a los extranjeros que soliviantaban a la plebe contra la gente decente, debía ser expeditiva y cruel.
Fue así como el 10 de enero de 1919 en el Centro Naval de una convulsionada ciudad de Buenos Aires, paralizada por una huelga general que amenazaba exceder lo meramente reivindicativo para transformarse en revolucionaria, se reúnen los representantes de la Asociación del Trabajo, la Bolsa de Comercio, la Sociedad Rural, el Círculo de Armas, el Club del Progreso, el Yacht Club, el Círculo Militar, el Círculo de Damas Patricias, la jerarquía católica representada por el obispo Miguel de Andrea, delegados de la banca, el comercio y la industria, y otros distinguidos caballeros.
Concurren también los integrantes del Comité Nacional de la Juventud, curiosa agrupación formada durante la Gran Guerra por jóvenes universitarios de la alta burguesía para oponerse a la política neutralista de Yrigoyen. Enemigos de la Reforma Universitaria, al calor de los acontecimientos han ido virando desde su inicial conservadurismo liberal pro británico hacia un nacionalismo reaccionario, desde donde proclaman su equidistancia beligerante tanto contra “la política criolla” como “la izquierda extranjerizante”. Serán los miembros de este Comité los más decididos propulsores de acciones violentas contra el “enemigo de la Patria”.
Bajo la dirección del dueño de casa, el aristocrático y elitista almirante Manuel Domecq García se organizaron en esa mañana veraniega grupos terroristas denominados en principio Defensores del Orden. Estos prontamente fueron institucionalizados bajo la denominación de Liga Patriótica Argentina. Aunque esta recién fue creada formalmente el día 19 de enero, operó en la práctica desde el día 10, destacándose en su dirección el abogado rosarino Manuel Carlés, funcionario del oficialismo de reciente actuación como interventor federal de la provincia de Salta.
La constitución de la Liga obedeció al temor a que el gobierno radical no fuera lo suficientemente drástico con los huelguistas. La élite entendió que debía crear una organización que velara por sus intereses actuando con decisión, colaborando por dentro o fuera del sistema legal, en las tareas represivas llevadas a cabo por el ejército y la policía
Entre los fines anunciados por la Liga Patriótica se destacaban: "Estimular sobre todo el sentimiento de argentinidad"; "cooperar con las autoridades en el mantenimiento del orden público, evitando la destrucción de la propiedad privada, comunal y del Estado, contribuyendo a mantener la paz de los hogares", "inspirar al pueblo amor por el ejército y la marina".
Los gritos que se escucharon ese día en los elegantes salones del Centro Naval fueron: "!mueran los extranjeros!"; "!mueran los maximalistas!"; "!guerra al anarquismo!" y reiteradamente: "!mueran los judíos!"
…“!Mueran los judíos!"…Estaba por comenzar la cacería de rusos, el primer pogrom en tierras americanas.

IV .La violencia antisemita. Impunidad de los perpetradores. Indefensión de las víctimas. Complicidad y barbarie policial. El “Soviet Maximalista a ambas orillas del Plata”: un invento tragicómico del gobierno radical. Los números imprecisos de la matanza aún nueve décadas después.

La cacería del “ruso”
El 10 de enero de 1919 tras haber pasado una medrosa noche, la policía de la Capital ve acudir en su ayuda unidades militares provenientes de la guarnición de Campo de Mayo. Se constituye entonces un aparato estatal de represión acorde a la magnitud de la agitación social imperante en la ciudad de Buenos Aires. Mientras estas fuerzas gubernamentales comienzan a operar, otros sectores también lo hacen. Accionan por afuera de la los marcos legales pero con la evidente complicidad de las autoridades. Son los grupos de la reacción que se han reunido esa mañana en el Centro Naval, de los cuales ya hemos dado cuenta, y que en horas de la tarde se dirigen a los barriadas obreras con alto o significativo porcentaje poblacional judío, con la intención declarada de cumplir su defensa del orden establecido persiguiendo a quien consideran su principal enemigo: el “ruso”, el “maximalista”, el “apátrida asesino de Nuestro Señor Jesucristo”. La suma de estas adjetivaciones conforma una tautología que expresa una cuestión de clase indisolublemente unida al odio racial y religioso.
El primer ataque producido por estos grupos fue de carácter “institucional”. Los autodenominados Defensores del Orden se dirigieron a las bibliotecas de las organizaciones Avangard y Poale Sión, y a las contiguas sedes sindicales de los obreros panaderos y de los peleteros judíos, como así también al local de la Asociación Teatral Judía (IFT). Del interior de estos edificios fueron arrojados a la calle y quemados, muebles, enseres, libros y documentos. Los atacantes no satisfechos con el saqueo y la destrucción material que llevaban a cabo, propinaban severas golpizas al infeliz “ruso” que tuviera la mala suerte de caer en sus manos. Todo ello ante la inacción cómplice de la policía montada que observaba impasible los sucesos.
Lejos de conformarse con estas operaciones sobre las sedes del “enemigo maximalista y apátrida”, esas fuerzas paraestatales que estaban conformando con su bautismo de sangre la Liga Patriótica Argentina, entendieron que su defensa del “ser nacional” incluía también la persecución del judío en su carácter de tal, sin distinción de matices entre bundistas, maximalistas, sindicalistas, anarquistas o apolíticos. Había que cazar el “ruso” como un perro sarnoso en su propia casa, sin pruritos de sexo, edad o condición. Dar cumplimiento a la arenga que les efectuara esa mañana en el Centro Naval el contralmirante O’Connor: -“si los rusos y los catalanes no se atreven a venir al centro, los atacaremos en sus propios barrios”.
Siguiendo la narración formulada por los testigos oculares de los hechos que constituyeron el pogrom, veamos casi nueve décadas después como se desencadenó la violencia de grupos impunes en su accionar contra una población azorada e indefensa. Es de destacar que entre estos testimoniantes, hay algunos que fueron ideológicamente afines a los atacantes.
Tal el caso del escritor nacionalista Juan Carulla, que en su autobiografía Al filo del medio siglo, narra que habiendo oído que estaban incendiando la zona de asentamiento judío más céntrico, situada en la calle Viamonte a la altura de la Facultad de Medicina, así allí se dirigió, presenciando al llegar al lugar escenas de violencia que describió con una prosa tal vez recargada pero no por ello menos contundente:
"En medio de la calle ardían pilas con libros y trastos viejos, entre los cuales podían reconocerse sillas, mesas y otros enseres domésticos, y las llamas iluminaban tétricamente la noche, destacando con rojizo resplandor los rostros de una multitud gesticulante y estremecida. Se luchaba dentro y fuera de los edificios; vi allí dentro a un comerciante judío. El cruel castigo se hacía extensivo a otros hogares hebreos (…) El ruido de los muebles y cajones violentamente arrojados a la calle se mezclaba con gritos de ¡mueran los judíos! Cada tanto pasaban a mi vera viejos barbudos y mujeres desgreñadas. Nunca olvidaré el rostro cárdeno y la mirada suplicante de uno de ellos, al que arrastraban un par de mozalbetes, así como el de un niño sollozante que se aferraba a la vieja levita negra, ya desgarrada. El disturbio provocado por el ataque a los negocios y hogares hebreos se había propagado a varias manzanas a la redonda".
Cuando escribe sobre estos sucesos varios años después, Carulla no duda en señalar como responsables de tal violencia a los integrantes de una de las fuerzas de choque reunidas en el Círculo Naval, y aporta el dato de un encuentro previo a tal reunión constitutiva. Afirma el escritor que los atacantes pertenecían (a) "el Comité Nacional de la Juventud (que) surgió durante la guerra mundial. El 2 de enero se habían reunido en el Teatro San Martín: siete días después, sus miembros tomaban como profesión la de vejar judíos".
Dos semanas más tarde el reconocido periodista Juan José de Soiza Reilly denunciaba en el número 45 de La Revista Popular: "Vi ancianos cuyas barbas fueron arrancadas; uno de ellos levantó su camiseta para mostrarnos dos sangrantes costillas que salían de la piel como dos agujas.
Dos niñas de catorce o quince años contaron llorando que habían perdido entre las fieras el tesoro santo de la inmaculada; a una que se había resistido, le partieron la mano derecha de un hachazo. He visto obreros judíos con ambas piernas rotas en astillas, rotas a patadas contra el cordón. Y todo esto hecho por pistoleros llevando la bandera argentina".
Por su parte el dramaturgo Arturo Cancela –uno de los pocos intelectuales de valía que se incorporará al primer peronismo- en su obra Tres relatos porteños y tres cuentos de la ciudad, describirá como "jóvenes con brazaletes, armados de palos y carabinas, detienen a todos los individuos que llevaban barba; los de las carabinas les pinchan el vientre o se cuelgan de las barbas. Otros apedrean los vidrios de las casas de comercio cuyos propietarios abundan en consonantes".
Pinie Katz, intelectual y periodista (fundador en 1918 del diario Di Presse), presencia como avanzan los Defensores del Orden en formación militar “por Corrientes, desde Callao a Pueyrredón, donde revolver en mano, disuelven al público y persiguen a los judíos, a los `rusos´. Rápidamente se cierran los negocios, las persianas bajan entre chirridos y, de vez en vez, en un negocio no judío, hacen corro el patrón, un vigilante, uno de las brigadas, y se comenta: -los rusos de mierda hicieron una revolución, incendiaron una iglesia, quemaron, quieren implantar aquí el bolchevismo…”.

Complicidad policial en la perpetración del pogrom
El 11 de enero constituyó en términos cuantitativos el día en que la futura Liga Patriótica mayores sevicias cometió en su cruzada antijudía. Ante el cariz que tomaban sus ataques, la alarma cundió entre algunos sensatos sostenedores del orden establecido. Así el diario La Nación criticó sin ambages el comportamiento de los grupos paramilitares de derecha, llamándolos a la cordura. Muchos comisarios seccionales veían azorados como los destacamentos policiales a su mando se llenaban de detenidos judíos, allí llevados en las peores condiciones por los “niños bien” que actuando por su cuenta, se abrogaban el derecho de apresarlos sin consultar a nadie.
Pero estas muestras de moderación eran minoritarias. El pogrom cometido por las brigadas de la reacción oligárquico-clerical solo fue posible con la complicidad, colaboración y aquiescencia de las fuerzas estatales de represión.
Uno de los mayores escritores judeoargentinos de la primera mitad del siglo XX, José Mendelson (cuyo nombre lleva la biblioteca de la AMIA porteña), en su libro 50 años de colonización judía en la Argentina, se refiere a la complicidad policial en los sucesos de enero. El siguiente párrafo constituye un aporte central sobre la cuestión:
"Pamplinas son todos los pogroms europeos al lado de lo que hicieron con ancianos judíos las bandas civiles en la calle, en las comisarías 7ª y 9ª, y en el Departamento de Policía. Jinetes arrastraban a viejos judíos desnudos por las calles de Buenos Aires, les tiraban de las barbas, de sus grises y encanecidas barbas, y cuando ya no podían correr al ritmo de los caballos, su piel se desgarraba raspando contra los adoquines, mientras los sables y los látigos de los hombres de a caballo caían y golpeaban intermitentemente sobre sus cuerpos (...) Pegaban y pegaban espaciosamente, torturaban metódicamente para que no desfallecieran las últimas fuerzas, para que no se prolongaran sin fin los sufrimientos. Cincuenta hombres, ante el cansancio de azotar, se alternaban para cada prisionero, en tanto que la ejecución proseguía de la mañana hasta pasado el mediodía, desde el atardecer hasta la noche y desde la noche hasta que despuntaba el día. Con fósforos quemaban las rodillas de los arrestados, mientras atravesaban con alfileres sus heridas abiertas y sus carnes emblandecidas (...). En la comisaría 7ª, los soldados, vigilantes y jueces encerraban en los baños a los presos (en su mayoría judíos) para orinarles en la boca. Los torturadores gritaban: viva la patria, mueran los maximalistas y todos los extranjeros".
Por su parte el popular y amarillista vespertino Crítica trazó con rasgos acentuados una descripción sobre los padecimientos de los judíos porteños, a los que consideraba en su mayoría elementos religiosos, ajenos a la agitación obrera. Esa caracterización de un grupo étnico donde la religión predomina por sobre lo social es como mínimo audaz. Convengamos que el director de Crítica, Natalio Botana, era un feroz antiyrigoyenista y a la vez un genial e inescrupuloso formador de la opinión pública. Al manipular una imagen y reemplazar el estereotipo del “ruso maximalista” por el del “hebreo apolítico, pacífico observador de tradiciones bíblicas” reforzaba la visión de inocencia de una víctima atacada por cuestiones a las que era ajena. Una construida puesta en escena que acentuaba la culpabilidad del gobierno que permitía esa agresión.
Hecha esta salvedad, consideramos que Crítica documenta correctamente –a pesar de los efectos de truculencia habituales en su discurso- la participación policial en los ataques antisemitas al informar que: "hombres, mujeres y niños fueron maltratados brutalmente, con saña feroz, cual si existiera el propósito de extirpar a esa raza atormentada. Los rusos eran atormentados con saña feroz por los ebrios polizontes, y no pocos fueron ultimados a palos y bayonetazos. Se puede decir que ni un solo ruso salió ileso de las garras policiales. Por los pasillos del Departamento de Policía desfilaban los flagelados y ensangrentados. En el departamento central de Policía, cincuenta hombres, ante el cansancio de azotar, se alternaban para cada judío. Con fósforos quemaban las rodillas de los judíos mientras atravesaban con alfileres sus heridas abiertas. En la comisaría 7ª les orinan en la boca".
Hay similitud en algunos párrafos entre lo publicado por Crítica contemporáneamente a los sucesos, con lo escrito por Mendelson varios años después de ocurridos los mismos. El recuerdo de este último tal vez fue mediado por esos juegos de la memoria donde lo observado directamente se complementa y potencia con lo escuchado o leído (en este caso en el diario de Botana) casi en simultaneidad a los acontecimientos.
Donde no hay juegos de la memoria es en el informe que el 22 de enero de 1919, apenas una semana después de acontecido el pogrom, el Comité de la Colectividad Israelita dirige al Ministerio del Interior enumerando los atropellos cometidos contra instituciones y personas judías. Resulta revelador de la equívoca actuación policial el siguiente párrafo donde se hace referencia al ataque a la sede de Poale Sión: “El viernes 10 de enero a las 6 p.m. llegó frente al local de esta organización, Ecuador 645, un grupo de particulares armados con revólveres y palos, y encabezados por agentes de policía y conscriptos. Desde la calle hicieron una descarga al interior del local. Luego forzaron las puertas y ventanas y, posesionados del local, destruyeron todos sus objetos: muebles, ventanas, puertas y persianas, y quemaron la biblioteca. Al mismo tiempo, vigilantes y particulares invadieron las habitaciones de los vecinos de la casa, disparando sus armas, golpeando con los sables y las culatas de los máuseres a cuanta persona, hombres, mujeres y niños tenían a mano. Acto continuo todos los hombres fueron detenidos y conducidos a la comisaría 7º, siendo todos ellos cruelmente maltratados en todo el trayecto y la misma comisaría. De aquí los trasladaron a la 9º. Cuando se produjo el ataque al local, sus moradores llamaron auxilio de la comisaría 7º, de donde se les contestó que los manifestantes saben lo que hacen”.
Llegó a ser tan grave y violenta la colaboración policial con las brigadas de la Liga Patriótica en la perpetración del pogrom que el 13 de enero el jefe de las fuerzas legales de represión, general Dellepiane, ante el cariz que tomaban los acontecimientos envió una circular a las comisarías de la Capital Federal ordenando se distinguiera claramente “entre los criminales a los que se está persiguiendo y los pacíficos miembros de la comunidad israelita”.


Koshmar a manos de los “niños bien traídos por la tormenta
El 11 de enero se produce también la gran redada de los supuestos o reales dirigentes de la huelga general revolucionaria. Más de cinco mil obreros son detenidos. Anarquistas y “maximalistas” se constituyen en las víctimas propiciatorias. Muchos catalanes (o lo que las fuerzas de represión entienden por tales) son identificados como ácratas irreductibles. La definición de “maximalista” califica mayoritariamente al “ruso”. Y para las fuerzas de represión, “ruso” es el judío. Tal vez para justificar la violenta persecución antisemita que los grupos paraestatales vienen llevando a cabo, el gobierno nacional anuncia en esas horas que entre los detenidos se encuentra el “Presidente del Soviet Maximalista a ambas orillas del Plata”. La opinión pública se entera así de la existencia del tal Soviet. Y de su “Presidente”. Se trataba de Pinie Wald que había nacido en Polonia en 1886 y arribado dos décadas después a la Argentina. Wald era un periodista socialista de ideas moderadas que dirigía el órgano bundista Der Avangard, al tiempo que sumaba a su oficio intelectual el manual de carpintero. Su pensamiento estaba tan alejado del internacionalismo como del nacionalismo judío. El año anterior había publicado un artículo en Der Avangard que tituló sugestiva e irónicamente Ídish iz loshn koidesh, es decir, la verdadera lengua sagrada es el ídish. En el polemizaba con el naciente sionismo, al que acusó de pretender apartar a la clase obrera judía de la lucha por sus verdaderos intereses, que Wald entendía no eran otros que los de la clase obrera en general, sin diferenciaciones étnicas. Y de puro socialista bersteniano a la manera de sus referentes vernáculos Juan B. Justo o Nicolás Repetto, Wald se asumía reformista antes que revolucionario.
Pese a lo absurdo de la acusación contra Wald el gobierno se mantuvo en su postura, intentando reforzar la misma con la detención también del supuesto Secretario del supuesto Soviet, un judío ucraniano de apellido Suslow, cuyo más “temible” antecedente era desempeñarse como cuentenik en venta de ropa a plazos entre el proletariado de las barriadas obreras del sur porteño.
Esta operación que de tan burda resultaba tragicómica, fue aceptada durante bastante tiempo por los voceros gubernamentales, especialmente por el oficialista diario La Época que sostenía tener pruebas acerca de que Wald estaba destinado por los maximalistas judíos internacionales a convertirse en el primer presidente del Soviet argentino. Una editorial del 19 de enero firmada por su director, el diputado radical Delfor del Valle, insistía con la teoría del complot, fundamentando su análisis en el carácter refractario a la integración nacional de los judíos, y en la condición judaica de Wald y los demás detenidos. El órgano yrigoyenista era coherente con su prédica xenófoba. Una nota editorial previa advertía a los trabajadores en huelga (a esa altura de los acontecimientos en retirada y víctimas de una dura represión estatal), que “lo ocurrido les sirva en adelante para examinar con más atención el lenguaje y la procedencia de esos agitadores, que aparecen súbitamente en sus centros, sin ser obreros ni tener vinculación profesional alguna con los trabajadores”. Para La Época, el trabajador judío era un pernicioso ejemplo para sus pares de clase, no por su condición obrera sino por su pertenencia étnica.
La policía intentó “persuadir” a Wald para que confesara su responsabilidad en el complot maximalista. Pero este pese a haber sido torturado con especial saña, logró mantener la dignidad de su silencio. La intensa movilización popular, más las gestiones de la dirigencia del Partido Socialista y de modo especial de Alfredo Palacios, coadyuvaron para que se lo dejara en libertad. Una década más tarde narró algunos episodios de la represión durante la Semana Trágica en el libro que tituló Koshmar (“Pesadilla” en ídish, con este último nombre aparecerá la primera versión en castellano, editada sintomáticamente recién en 1984):
"Salvajes eran las manifestaciones de los 'niños bien traídos por la tormenta' de la Liga Patriótica, que marchaban pidiendo la muerte de los maximalistas, los judíos y demás extranjeros. Refinados, sádicos, torturaban y programaban orgías. Un judío fue detenido y luego de los primeros golpes comenzó a brotar un chorro de sangre de su boca. Acto seguido le ordenaron cantar el Himno Nacional y, como no lo sabía porque recién había llegado al país, lo liquidaron en el acto. No seleccionaban: pegaban y mataban a todos los barbudos que parecían judíos y encontraban a mano. Así pescaron un transeúnte: 'Gritá que sos un maximalista'. 'No lo soy' suplicó. Un minuto después yacía tendido en el suelo en el charco de su propia sangre (…) No sólo se atacaba a los judíos. También se escuchaban (aunque más débiles) exclamaciones contra los españoles (gallegos y catalanes) y contra los extranjeros en general. Sin embargo, el odio contra los judíos tenía un carácter especialmente notorio, global e indiscriminado".

El número de víctimas del pogrom, una mensura dificultosa
Ese odio notorio, global e indiscriminado contra los judíos, impide aún hoy contabilizar el número real de víctimas del pogrom propiamente dicho. Así ocurre por dos causas complementarias y concurrentes.
En primer lugar, porque aun asumiendo como forzosamente inherente a su martirologio el visceral odio racial que generaban en sus victimarios, las víctimas fueron tales en su doble condición de judíos y de trabajadores participantes de un suceso histórico que sacudió la vida argentina en los primeros días de 1919. Es entonces que el pogrom se inscribe forzosamente como una particularidad dentro de la violencia general de la Semana Trágica.
La segunda causa radica en las imprecisiones del dato factual, ya que a nueve décadas de esos sucesos tampoco las víctimas totales de la Semana Trágica pueden ser establecidas con meridiana corrección numérica.
Reiteramos al respecto lo que establecimos en el análisis sobre el saldo de decesos ocurridos producto de la convulsión social de enero 1919. La inmensa mayoría de los muertos y heridos eran hombres, mujeres y niños de la clase obrera a los que se atacó sin ninguna contemplación ni conmiseración. Los muertos de la clase trabajadora se contaron por centenas (o tal vez miles, ya que los cadáveres proletarios suelen no dejar a veces en la vorágine de la violencia de arriba que los convierte en tales, ni el recuerdo de su deceso, habitual destino de los NN de las fosas comunes); los de las fuerzas represivas en cambio, se contaron por decenas. Esa diferencia numérica entre unos y otros establece irreductiblemente la magnitud de la masacre perpetrada.
El historiador Ricardo Feirstein es uno de los estudiosos que trata de realizar un cuadro de análisis donde en teoría se pueda calcular el número de víctimas específicas del odio racial, escindidas de aquellas víctimas producidas por la represión de la huelga general (aún en el caso en estas últimas de su posible condición o pertenencia judía).
Así fija el saldo del pogrom en 1 muerto y 71 heridos, cifra extraordinariamente baja que no coincide con los informes contemporáneos a los sucesos. Por ejemplo, los reportes que algunos altos funcionarios del cuerpo diplomático y consular destacados en Buenos Aires elevan en esos días a sus respectivos gobiernos.
El embajador francés comunicó a París que la policía masacró de una manera salvaje todo lo que era o pasaba por “ruso" .Consignando también en su informe el caso de un delegado radical que en el Comité Capital de la U.C.R. se ufanaba de haber matado en un solo día cuarenta “rusos judíos". Al no dar mayores precisiones sobre la identidad del tal delegado, puede que el diplomático haya considerado a los dichos de ese sujeto como simple bravuconada antisemita. Lo cual de todas formas demuestra lo indefensa que estaba la comunidad judía durante el pogrom. A merced de cualquier energúmeno amparado en la estructura del Estado. Es en esa clave de interpretación que a los muertos hay que sumar los heridos y las violaciones. El ultraje sufrido por las dos adolescentes que contaron llorando al periodista Soiza Reilly que “habían perdido entre las fieras el tesoro santo de la inmaculada”, fue similar al de muchas mujeres israelitas abusadas por su condición de tal. Cuántos judíos porteños nacidos en los albores de la primavera de 1919 son el producto de la violencia sexual contra sus madres, y a su vez cuántos abortos inducidos generó esa violencia, son dos interrogantes que no tienen respuesta.
Por su parte el embajador estadounidense informó a su gobierno haber contabilizado 1.356 muertos y 5.000 heridos como saldo de la Semana Trágica. En relación específica a la algarada antihebrea, el diplomático yanqui comunicó a Washington que había en el Arsenal de Guerra 179 cadáveres de "rusos judíos".
Un oficial de policía que actuó en la represión, el comisario José Romariz, relativizó estas cifras, pero al mismo tiempo afirmó que un número indeterminado de judíos masacrados fue incinerado en los crematorios municipales sin haber sido identificados.
El Comité de la Colectividad Israelita en el informe que según ya mencionamos elevó el 22 de enero de 1919 a las autoridades nacionales, estimó un saldo provisorio y ambiguo de “pocos muertos y millares de heridos”.
Cualesquiera sea el número de víctimas del pogrom, estas sufrirán otra injuria. La del desvanecimiento de su memoria y su recuerdo en una operación de olvido construida conjuntamente –aunque con móviles distintos- por los sectores políticos gubernamentales responsables de haber permitido la perpetración de la tragedia, la jerarquía de la iglesia Católica que brindó la justificación ideológica a la masacre, y también por una parte considerable de la comunidad judeoargentina.

V. La construcción del olvido del pogrom olvido
La responsabilidad del radicalismo
El 25 de enero de 1919, en virtud de gestiones realizadas por el diputado oficialista Francisco Beiró, una delegación del Comité de la Colectividad Israelita logra ser recibida en audiencia por el titular del Poder Ejecutivo Nacional. Encabezada por el rabino Samuel Halphon, le hace entrega a Hipólito Yrigoyen de un documento donde denuncian los hechos ocurridos menos de dos semanas atrás. El presidente procede a leerlo tras manifestar que él mismo había sido un perseguido. En un momento dado Yrigoyen, visiblemente molesto les dice que la Comisión no debería haber acudido a él en nombre de la colectividad judía, sino en calidad de ciudadanos argentinos.
Los miembros de la Comisión le responden que se habían presentado a la audiencia invocando a la colectividad hebrea debido a que los ataques fueron dirigidos contra la población judía. Al concluir la tensa entrevista, Yrigoyen se comprometió realizar todo lo que estaba a su alcance para sancionar a los culpables de los excesos cometidos.
Era un compromiso que nunca sería cumplido. No hubo castigo alguno para los ejecutores del pogrom porteño. El presidente prefirió ignorar a los culpables de la matanza. La bancada radical en la Cámara de Diputados rechazó todos los pedidos de informes sobre lo acontecido, especialmente uno del senador socialista Mario Bravo.
Los biógrafos de Hipólito Yrigoyen han optado generalmente en sus obras por eludir con ambiguas paráfrasis y expresas galimatías, la responsabilidad de este en los sucesos de enero de 1919. Así Gabriel del Mazo afirma que no se puede dar una opinión categórica acerca de la actuación del presidente.
En tanto Manuel Gálvez niega incluso que en los sucesos de enero de 1919 se hubiese registrado hecho alguno de violencia antisemita. Da en cambio como cierta la existencia del complot maximalista, “dirigido desde Montevideo por algunos rusos”. Para Gálvez `la mayoría de los muertos no son obreros: son gente que iban o venían por la calle o que estaban en su casa o que se asomaron a la ventana y recibieron un balazo. Es una tragedia para Buenos Aires. Aparte de los hermanos o los hijos de las víctimas, nadie las compadece tanto como Hipólito Yrigoyen, el presidente de la República. Aquella sangre que ha debido derramar para salvar el país de una revolución maximalista, le llena de profunda tristeza. El ha cumplido con su deber, pero queda hondamente afligido´.
Félix Luna en su conocida biografía sobre Yrigoyen, considera que tanto en relación a la Semana Trágica como a la represión de la huelga de peones laneros en Santa Cruz dos años después `…se exageró con harta malevolencia la conducta gubernativa en esas circunstancias; pero lo cierto es que la mayor parte de los desmanes cometidos, lo fueron por elementos sobre los cuales el gobierno no tuvo posibilidad de ejercer un cabal contralor´.
Específicamente con respecto a los ataques a la población judía, Luna reduce la autoría de los mismos a `las bandas organizadas de la “Liga Patriótica” del Dr. Manuel Carlés (que) incursionaban por los barrios ricos en población judía, efectuando “pogroms” y desmanes sin cuento, mientras los crumiros y esquiroles de la “Asociación del Trabajo” del Dr. Joaquín S. de Anchorena tomaban represalias contra los locales sindicales y sus dirigentes´.
Pese a estas visiones edulcoradas o directamente prescindentes sobre la responsabilidad de Yrigoyen, su gobierno y su partido en la consumación del pogrom, las investigaciones recientes corroboran en base a testimonios de los protagonistas y a las publicaciones periodísticas, contemporáneos en ambos casos a los hechos, el papel fundamental cumplido por el oficialismo radical, no solo por su culposa omisión del dejar hacer a otros, sino por su directo accionar en la persecución racial.

En efecto, fueron elementos yrigoyenistas quienes a órdenes del presidente del Comité Capital de la U.C.R., Pío Zaldúa, tomaron el Departamento de Policía al retirarse el ejército. Y desde esa formidable base de operaciones se sumaron con total impunidad a la “caza del ruso”. Sandra McGee y David Rock coinciden en que el partido radical convocó a 2.000 activistas para defender al Gobierno. Ya hemos detallado las editoriales del vocero gubernamental La Época durante y con posterioridad a la consumación del pogrom, acusando a los judíos en su carácter de tal, de intentar llevar a cabo una revolución en contra no solo del gobierno sino de la sociedad en su conjunto.
En consonancia al órgano oficialista, el 15 de enero con los últimos estertores del pogrom, el Comité Nacional de la U.C.R. repudió la "acción violenta de elementos ajenos al país".
En idéntica sintonía, el dirigente ultra yrigoyenista Elpidio González, a la sazón detentando el puesto clave de jefe de Policía de la Capital, denunció que la `intensa agitación anarquista (es/fue) provocada por numerosos sujetos de la colectividad ruso-israelita y la propaganda que hacen en ruso y hebreo; algunos de sus componentes tomaron activa participación en el atentado contra el asilo e iglesia de Jesús Sacramentado´.
El órgano socialista La Vanguardia denunció que la oficialista Revista del Plata había trucado fotografías para hacer aparecer a los judíos como agitadores.
El diario La Razón destaca el 14 de enero la responsabilidad por acción y omisión del gobierno en la perpetración del pogrom, al sostener editorialmente que si `las voluntades dirigentes hubieran dado señales de vida hace tres días, sin duda alguna que los que se dedicaron a la caza de judíos, no lo hubieran hecho´.
Tanto era esto así que según el testimonio de un alto funcionario policial, el día 11 por orden del Ministerio del Interior se entregaban revólveres Colt en las comisarías seccionales de la Capital a elementos civiles que partían así armados a perseguir “rusos y catalanes”. Según esta fuente, esas fuerzas de choque provenían de los comités radicales.
Existió incluso el caso de un delegado al Comité Capital de la U.C.R., que se vanaglorió ante un diplomático extranjero, de haber matado, él solo, en un día, cuarenta rusos judíos. Sobre este episodio en particular ya hemos comentado la posibilidad de que no hubiera tenido entidad real y no pasara de ser una bravata de ese sujeto, pero es sintomático de la impunidad y protección oficial con la que contaron para su accionar los perpetradores.

La interna judía
El pogrom fue un hecho que violentó no solamente desde afuera al judaísmo argentino. Operó también como disparador de hondas diferencias internas de una comunidad que si para sus enemigos era demoníaca y estereotipadamente homogénea, en rigor de verdad era profundamente heterogénea.
La derecha de la colectividad, que encontraba representatividad institucional en la Congregación Israelita (sector religioso conservador de origen alemán) hizo lo posible para tomar distancia de los socialistas y anarquistas judíos. Con ese objetivo difundió un comunicado (firmado también por otras entidades judías "de beneficencia") que titulado Al Pueblo de la República, en esencia afirmaba que `150.000 israelitas purgan los delitos de una minoría cuya nacionalidad no es excluyente y cuyo crimen infamante no ha podido gestarse en el seno de ninguna colectividad, sino en la negación de Dios, de la patria y de la ley´. El rabino de la Congregación, Samuel Halphon, ofreció inclusive `ayudar a la policía a desarraigar los elementos nocivos de la colectividad judía´.
Fue una actitud vergonzante e inútil ya que no les sirvió de nada arrodillarse ante los poderes públicos .El jefe de Policía, Elpidio González, rechazó el reclamo de la Congregación Israelita, justificó las atrocidades y respondió que los presos y los muertos `no tenían perdón porque eran anarquistas y tratantes de blancas´. Ya hemos visto el trato frío y distante del presidente Yrigoyen en la entrevista con miembros de esa Congregación.
Los judíos de la clase trabajadora, militantes o no de organizaciones sindicales o políticas de izquierda, no ocultaron su indignación y repudiaron esta claudicación de la derecha judía
El 17 de enero el diario Di Presse criticó la actitud del judaísmo oficial: `Sostenemos que en los trágicos días debíamos haber publicitado con mucha mayor dignidad y energía nuestros sentimientos y pensamientos, tal como fue hecho por diversos escritores anónimos y representantes del movimiento obrero. No hay que arrodillarse ante los bárbaros, que actuaron en forma tan brutal, asaltando hogares, arrestando a centenares y centenares de trabajadores, utilizando viles calumnias y maltratando y pegando a mujeres y niños indefensos. Nuestra protesta debió haber sido clara y precisa. Se debió haber culpado a la policía como la responsable de las brutalidades cometidas. Ella apoyó a los falsos patriotas que, con la bandera argentina en sus manos y entonando el Himno Nacional, marchaban por los barrios pidiendo nuestra muerte. Todas las salvajes arbitrariedades fueron cometidas por la policía o apoyadas por ella´.
Por su parte los socialistas judíos en las páginas de Der Avangard también denunciaron la actitud medrosa de la derecha comunitaria y reiteraron sus acusaciones contra las fuerzas de seguridad: `La policía y el Ejército no sólo permitieron el criminal pogrom contra los judíos, sino que con sus armas ayudaron a perpetrar las salvajes acciones de la Guardia Blanca. La organización Avangard ve en esto la oscura política del gobierno radical, que se asemeja a la ya desaparecida política pogromista del ex gobierno zarista en Rusia, y declara que con mucha energía y decisión proseguirá con su militancia socialista para el logro de una vida mejor en la Argentina´.
Es de destacar que en los días posteriores al pogrom el Comité de la Colectividad Israelita que lograría audiencia presidencial recién el 25 de enero, no integró a sus filas a ningún representante de los partidos de izquierda ni de los centros o sindicatos obreros, muchos de cuyos dirigentes (como Pinie Wald) sufrían en ese momento detención y tortura a manos de las fuerzas policiales. La movilización a favor de la liberación de estos partió por fuera de este Comité, cuando ante tanta inoperancia sus compañeros de militancia lograron la solidaridad de políticos e intelectuales de peso y renombre (Alberto Gerchunoff, González Pacheco, Arturo Cancela, Alfredo Palacios, entre otros) que hicieron suya la bandera de los detenidos proletarios judíos.
Es en esta clave de disensos intracomunitarios que el pogrom puede ser leído como un momento de profundización de las hondas diferencias que en términos de clase e ideología, mostraba el judaísmo argentino.

La jerarquía católica, principal responsable ideológica del pogrom, lo relega al olvido
En los albores de la Semana Trágica, mientras la huelga en los Talleres Pedro Vasena entraba en una escalada de violencia pronta a salirse de madre por la intransigencia patronal unida a la brutalidad policial contra los trabajadores, José Ingenieros advirtió sobre las bandas reclutadas entre `los estudiantes y ex alumnos de los colegios jesuíticos, que son manejados por algunos sacerdotes que hacen política clerical militante al servicio de las clases conservadoras´.
Ocurrido el pogrom, el cura Dionisio Napal continuó con su prédica antisemita en las esquinas de las barriadas con alto porcentaje de población hebrea, arengando a los curiosos y viandantes preocupados por el desabastecimiento y el alza de los productos de primera necesidad, con un discurso acomodaticio a las circunstancias en el que denunciaba que `los judíos son los únicos culpables de la escasez; son sanguijuelas expulsados de todos los países´. La presencia de Napal en esos espacios no entrañaba ningún valor personal, por el contrario visualizaba a un individuo cobarde y provocador que solo se animaba a dar sus bravatas en esos lugares, convenientemente protegido por matones y policías
Este sacerdote fanático era solo la cara visible de fuerzas igualmente oscurantistas, pero con capacidad de medir tiempos y situaciones. Tal el caso del obispo Miguel de Andrea, uno de los fundadores de la Liga Patriótica Argentina. Su explicita colaboración con los sectores del privilegio le valió el aporte pecuniario de estos para que diera comienzo a las obras de el "Ateneo de la Juventud" y la "Casa de la Empleada".
No significaba esto que la gran burguesía argentina y su mentor ideológico, la Iglesia católica, hubiera abandona sus métodos explícitos para tratar con el proletariado levantisco y los “agitadores extranjeros”. Ocurría que los sectores menos recalcitrantes (de la burguesía y de la jerarquía católica) aceptaban a regañadientes que `la única manera de parar la marea social es haciendo algún esfuerzo para saciar la apetencia de las masas´. Así, a instancias del Episcopado Argentino y bajo el lema "Pro paz social", la Unión Popular Católica Argentina lanzó la idea de una gran colecta nacional destinada a proporcionar fondos para `un plan de obras, viviendas, ateneos, servicios sociales e institutos de enseñanza para la clase obrera´.
En virtud de esta táctica gatopardista, a la jerarquía católica no le convenía mantener ni menos levantar como estandarte de lucha, el recuerdo de las salvajadas cometidas por sus propios cuadros contra la población judía en 1919. Su antisemitismo persistirá, pero formulado en el terreno de las palabras antes que de los hechos concretos de violencia. No obstante la amenaza de nuevos pogroms siempre estaba latente en ese discurso que será el oficial de la Iglesia católica argentina, por lo menos hasta que la magnitud del Holocausto de la judería europea primero, y la celebración del II Concilio Vaticano después, lo tornarán políticamente incorrecto. Ya por entonces la jerarquía eclesiástica había relegado convenientemente su participación en el pogrom al olvido con el simple y eficaz recurso de negar que alguna vez hubiera existido el mismo. Por otros motivos, de igual manera había funcionado el mecanismo de negación del pogrom hasta límites de su casi inexistencia, en el imaginario colectivo del judaísmo argentino.


“El pogrom de la Semana Trágica es un tabú del que nadie habla”
Durante décadas los ataques antijudíos de 1919 fueron ignorados por gran parte de la judeidad argentina. Una larga transmisión de silencios de una generación a otra, indicaba que esos hechos constituían una lamentable pesadilla que había que olvidar. Hasta que los atentados terroristas de 1992 y 1994 le dieron al tema una perspectiva que revalorizó la memoria del pogrom, en tanto este se constituyó de alguna manera en un antecedente a tener en cuenta para tratar de entender el porqué de esos ataques fundamentalistas.
Esa es el criterio que sobre la cuestión sustenta la historiadora Silvia Schenkolewki-Kroll, especializada en el estudio en las corrientes político-ideológicas de los judíos en la Argentina. Interesada en el fenómeno de negación dentro de la comunidad del pogrom de 1919, considera que a partir de los atentados de la Embajada de Israel primero y de la AMIA después, y del carácter más pluralista de la sociedad argentina, estos “olvidos” pueden recuperarse.
Sostiene que `el pogrom de la Semana Trágica en la construcción de la memoria del judaísmo argentino se puede dividir en dos partes. Una es la siguiente: cuando comenzó la historiografía judía argentina por los años ’70 el tema recién se empezó a tratar. Una bibliografía exhaustiva de Alan Metz sobre la Semana Trágica registra que antes de los ’70 no hubo investigaciones sobre el tema. Lógicamente, fue recordada cuando se produjeron los hechos mismos. También está el famoso libro del periodista judío de izquierda Pedro “Pinie” Wald, escrito en 1929 como memorias sobre esa Semana Trágica y llamado Koshmar (en idish significa “pesadilla”). La memoria judía de la Argentina evita el tema de la Semana Trágica. Según mi opinión, hicieron eso porque no lo vieron como parte de la adaptación, de la inserción en la sociedad argentina, sino que lo percibieron, como dijo Pinie Wald, como una pesadilla de la que había que olvidarse. Fue y pasó. Eso no se repitió más ni se tiene que volver a repetir. Entonces, es una cosa que no ha dejado huella. Se escribieron algunas obras de teatro que tocaron el tema pero en la memoria colectiva operó como algo que debió ser borrado. Y se trató de ver siempre a la República Argentina como un lugar positivo, un país donde los judíos podían vivir y adaptarse.
El antisemitismo, como lo expresó la DAIA en los años ’30, es visto como algo exótico, como si no hubiera un antisemitismo argentino sino más bien algo importado del III Reich. Quiere decir que éste fue un episodio borrado: no hay ningún monumento conmemorativo a las víctimas de la Semana Trágica, no hay ningún lugar que recuerde lo que pasó durante la Semana Trágica en el pogrom del barrio de Once, algo que lo perpetúe, como debería suceder. Eso no ocurre ni en un espacio público ni tampoco en un cementerio. En aquella época ya estaba el cementerio judío de Liniers y no hay ningún monolito que recuerde ese acontecimiento. Lo que sucedió en la Argentina en 1992 (cuando fue el desastre de la Embajada de Israel) y más todavía lo que pasó en la AMIA en 1994, eso sí tiene sus recordatorios y se puede ver la fila de árboles en la calle Pasteur con los nombres, también dentro del patio del predio de la AMIA. Creo que han puesto un poco a la Semana Trágica en otra perspectiva. Es decir: ese tipo de cosas puede pasar en la Argentina. Sería interesante ver si cuando lleguemos al año 2009 (y se cumplan 90 años) alguien va a tomar la iniciativa de recordar ese hecho. A mi modo de ver, desde el inicio de la democracia la Argentina se ha vuelto un país más pluralista y menos monolítico de lo que era antes. Por eso quisiera creer que, sin desmedro de la posición y el lugar que ocupan los judíos como personas y colectividad, harán algo con esa fecha histórica.
El olvido casi deliberado tiene que ver también con el mito de la Argentina como “crisol de razas” y con que la Semana Trágica fue un episodio que no debemos recordar. Es interesante saber que la gente que la ha vivido (porque yo soy de una generación posterior) de eso no hablaba. Podían hablar del pogrom de Rusia de 1905, que fue uno de los motivos por los cuales parte de mi familia emigró de Rusia a la Argentina. Pero lo que había sucedido acá en 1919 era un tema del que nadie quería decir nada. Incluso judíos muy concientizados de eso no hablaban, no se querían acordar. Se contaban muchas cosas, pero de eso no. Y me da la impresión de que era un tabú en el recuerdo de la generación que la había padecido´, concluye Schenkolewki-Kroll.


“De Moisés a Moisés, no hubo otro Moisés”
En igual sentido que la historiadora Schenkolewki-Kroll se expresa su colega Osvaldo Bayer, al recordar éste un hecho ocurrido en la década de 1960, y del que fue parte protagónica cuando `tratamos de que los terrenos donde había comenzado el drama –los de los establecimientos Vasena, que habían sido demolidos- pasaran a llamarse “Parque Mártires de la Semana Trágica”, justamente el dirigente Augusto Vandor se opuso y propuso llamarla “Plaza Martín Fierro”. Nombre que hoy lleva. Claro, del pasado no se habla porque estaban involucrados Yrigoyen, los radicales, el ejército y personajes de la “guardia blanca” que luego pasaron a ser próceres: Manuel Carlés, el Perito Moreno, el cura Miguel de Andrea, etc.’, concluye Bayer. Su opinión acerca de que a intereses contemporáneos sigue incomodando la evocación de los hechos de 1919, entendemos sintetiza la causa de la construcción de este olvido.
Es que la negación o al menos la dilución de la memoria del pogrom, en una nebulosa de mitos y tergiversaciones evitó que el recuerdo de éste se constituyera en molesto obstáculo a la legitimación de los roles contemporáneos que sus protagonistas (en tanto actores sociales) fueron ocupando en el imaginario colectivo.
Así fue en el caso de la Unión Cívica Radical, partido oficial de gobierno durante los sucesos, que como vimos fue responsable fundamental en la perpetración del pogrom, ora por acción, ora por omisión. Pero el radicalismo decantó sus aristas de intolerancia racial a lo largo de la década de 1920 y en especial luego de su defenestración en 1930, expurgando de sus filas a los elementos más reaccionarios y antisemitas, muchos de los cuales partieron en los varios cismas que sufrió la U.C.R. a destinos situados más a la derecha en el calidoscopio político argentino. Si en las primeros tiempos de la Argentina Moderna, era el Partido Socialista quien convocaba mayoritariamente la participación política dentro del sistema de ciudadanos judíos -al punto que la intolerancia ultramontana nominaba despectivamente al socialismo como “la sinagoga”-, con el correr del siglo el judaísmo argentino nutrió de militantes no solo a otras fuerzas de izquierda (en modo especial al Partido Comunista), sino también –y con entidad numérica en sus sectores medios- a la Unión Cívica Radical.
La figura paradigmática de esa feliz entente entre la creciente clase media judía y el partido de ideales liberales e integradores que expresaba a la cada vez más vasta clase media argentina, fue sin dudas Moisés Lebensohn. Fundador del Movimiento de Intransigencia y Renovación, combinaba una prédica profundamente democrática con una honda preocupación por las reformas económicas y sociales, que entendía eran banderas que el radicalismo no debía dejar en manos de su flamante y exitoso adversario, el peronismo. Muerto prematuramente, ha sido elevado por la tradición radical a un selecto Olimpo que comparte en pie de igualdad con figuras de la talla simbólica de Alem, Yrigoyen, Alvear o Illia. El conocido proverbio que alude a Maismónides puede ser glosado para definir en las mas caras tradiciones de la política argentina a este ruso de Junín: “de Moisés a Moisés no hubo otro Moisés”.
Moisés Lebensohn es entonces el arquetipo ético de un radicalismo que abjuró mediante el silencio de su rol victimario, para asumirse con legitimidad vocero de las víctimas del pogrom. Fue la figura más conocida entre innumerables cuadros judíos que hicieron del radicalismo (en ambas fracciones: la unionista y la intransigente) su hogar político para siempre. Así David Bleger, ministro de Trabajo durante el gobierno de Frondizi, fue el primer judío en alcanzar tan alto cargo en el Ejecutivo Nacional. Rodolfo Bercovich ocupó la intendencia rosarina durante la presidencia de Arturo Illia. Arturo Mathov, Cesar Jaroslavsky, los hermanos Stubrin, Ismael Viñas, Santiago Nudelman, son solo algunos de los nombres que destacan en las administraciones radicales recientes.
En este estado de integración, se tornaba contraproducente para el radicalismo en su conjunto, traer al presente el recuerdo del pogrom. La gran mayoría de estos judíos, fervorosos militantes de la Unión Cívica Radical, pertenecían a la clase media. Dato este que nos da otra clave en la construcción del olvido del pogrom. En este caso por parte de los afectados. La colectividad judía argentina protagoniza en las décadas de 1920 y 1930, un rápido proceso de avance social. Los sectores medios sobrepasan a los proletarios. Es un paso cumplido en pocos años donde la argentinización, la educación intracomunitaria, los avances económicos, visualizan una integración real a un imaginario colectivo donde el emigrante europeo se ve superado numéricamente por sus hijos nativos. Al judaísmo ortodoxo fundado en principios religiosos y al judaísmo internacionalista fundado en principios ideológicos, le sucede un judaísmo laico, “sarmientino”, nacional, en que se constituyen estas nuevas generaciones definitivamente argentinas. Su norte pasa por la premisa integracionista de Alberto Gerchunoff: “Sión es la Argentina”. La patria es entonces un valor altamente positivo, el territorio físico y simbólico donde gentes de distintas religiones y procedencias pueden mancomunarse en un proyecto común e igualador.
Es en ese convencimiento de pertenencia al país construido a lo largo del siglo XX, que para los judíos argentinos el pogrom de 1919 fue, como sostiene Silvia Schenkolewki-Kroll, algo que vino y pasó. Una pesadilla que nunca más volverá. Ningún sentido tenía recordarla. Solo era un mal sueño al que había que aventar con pensamientos positivos.
Ayudaba a ese olvido el cambio de clase social del judaísmo argentino. Si la pertenencia actual era a los sectores medios y las víctimas casi excluyentes del pogrom habían sido proletarios, se tornaba más fácil tomar distancia con las víctimas.
Y en esa toma de distancia, radica tal vez la razón última de la eficacia de la operación de olvido construida conciente o inconcientemente por todos los actores sociales involucrados (Unión Cívica Radical, jerarquía católica, colectividad judeoargentina), al escindir las víctimas del pogrom del contexto social al que pertenecieron.
Porque como escribió Osvaldo Bayer, otro de los historiadores que hemos citado en este trabajo: `no eran ni "perturbadores extranjeros" ni "rusos" ni "terroristas" como los medios oficiales y del poder trataron de disfrazar el crimen. Eran obreros que querían tener los derechos de la dignidad y de la vida: las sagradas ocho horas de trabajo. Los panaderos y los yeseros ya habían conseguido –por su lucha– las ocho horas en 1898, los metalúrgicos, en 1919, todavía trabajaban nueve horas por día. Por eso la huelga y por el lugar de trabajo para los despedidos. Dignidad y Justicia. La respuesta del poder fue bala y más bala. Con los uniformados de siempre. Esta vez ya con la ayuda de los muchachos del barrio Norte, las guardias blancas, la llamada después "Liga Patriótica Argentina". Salieron a matar "anarquistas, rusos, judíos y enemigos de la Patria". Las calles de Buenos Aires quedaron teñidas de sangre obrera…. Pero luego de la matanza pasó a ser un tema del cual no se habla´.
Ha sido intención de los autores de este trabajo rescatar hechos y sucesos relegados al silencio y al olvido…o peor aún, tergiversados ex profeso en la nebulosa del recuerdo. La entidad -o no- que hayamos logrado con nuestra investigación está subordinada a esa premisa. Para nosotros el ataque antisemita ocurrido en 1919 en la ciudad de Buenos Aires, amerita similar lectura en clave de odio racial que esconde intereses de clase, que las masacres de niños y adultos indígenas indefensos perpetradas en el Chaco en 1924 y en Formosa en 1947, impunemente asesinados en ambos episodios por haberse atrevido a reclamar impelidos literalmente por el hambre, el pago de los míseros jornales que les adeudaban los contratistas de las empresas obrajeras, lugares estos donde con la complicidad de las autoridades territoriales, se los explotaba en condiciones de total iniquidad. ¡Vaya paradoja!, tanto el pogrom como las matanzas de Napalpí y Rincón Bomba ocurrieron bajo la directa responsabilidad de gobiernos electos democráticamente por el pueblo argentino. También por esta coincidente circunstancia una razón de Estado en apariencia ineluctable los condenó al olvido. Afortunadamente a partir de la restauración institucional tras la negra noche de la última dictadura militar, y en especial en los años recientes, una sociedad argentina abierta y plural entiende que lo ineluctable debe dar paso a lo ineludible. El pasado no se puede eludir. Tarde o temprano en la historia, los silencios gritan.




Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar
http://grupoefefe.blogspot.com


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2 comentarios:

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