viernes, octubre 01, 2010

La ciudad de Rosario y la construcción del mito de su fecha fundacional

Crónica y antecedentes de los festejos del supuesto bicentenario en octubre de 1925. Una mirada sobre los mismos entendidos como eficaz operación de autolegitimación de la ascendente burguesía rosarina.
por Fernando Cesaretti y Florencia Pagni El presidente Marcelo T. de Alvear encabezó durante cuatro días la celebración rosarina


"La Historia Oral sirve no solo para que la gente recuerde, sino también para que piense porque sigue repitiendo cosas"
Laura Benadiba, historiadora especializada en metodología de Historia Oral.

Piedras fundamentales a diestra y siniestra
“El dos de octubre entraba al puerto una flotilla de guerra compuesta por los buques Almirante Brown, Jujuy, Paraná y La Plata. Alvear llegó al (día) siguiente, en tren escoltado por aeroplanos; y acto seguido comenzaron las ceremonias. Te Deum, banquete, representación en La Opera del poema “Raquel”, fuegos de artificio en diversos barrios, colocación de piedras fundamentales para una gran estación ferroviaria y el edificio del correo y el stadium municipal y la Sociedad protectora de la mujer y la Clínica del trabajo y la colonia de vacaciones de Carcarañá y el monumento a Rivadavia y el museo de ciencias y artes y una nueva sala en el hospital Rosario…E
l presidente de la república, sofocado, resistíase a colocar tanta piedra. Mostrósele el camarín de la Virgen, joyita arquitectónica, complemento final de otras reformas llevadas a cabo en la iglesia matriz por el piadoso celo de monseñor Nicolás Grenón durante larguísimos años de curato; los residentes franceses donaron al municipio una artística escultura; los españoles y los belgas, sendas fuentes; el
Jockey Club, la Diana del rosedal; los ferroviarios, honraron con una placa la memoria de Stephenson, inventor de las locomotoras; hubo acto inaugural de la nueva casa del colegio San José, y bailes en el Jockey, y el Club Uruguayo, y el Italiano, y el Español; y carreras en el hipódromo, y torneos de ajedrez, ciclismo, foot-ball, regatas, tennis, atletismo y boxeo; y gran desfile de rodados, y concentración de aeronaves, y actos públicos y conciertos en la biblioteca del Consejo de mujeres y en dos escuelas normales y en el Colegio nacional y en El Círculo y en la Biblioteca Argentina, donde recibieron su diploma los nuevos ingenieros; y magno desfile escolar, y reparto de víveres, ropas y medallas; y jura de la bandera, colocación de varias placas recordatorias, revista naval con bronco retumbar de artillería, y luminarias tendidas en forma de inmenso pabellón patrio, y gran procesión cívica, cerrando los festejos, que duraron diez días. No se si olvido algo. ¡Y todo esto, conmemorando una fundación imaginaria! Rosario festejaba en realidad su vigoroso desarrollo, su bien logrado presente.
Con esta clave irónica que dimana de las páginas de su ya canónica Historia de Rosario, Juan Álvarez nos ayuda a entender el aquelarre orgiástico de Octubre de 1925, con el Presidente de la Nación poniendo piedras fundamentales a diestra y siniestra, conmemorando el presunto segundo centenario de la urbe. Hecho tan estrafalariamente imaginario como imaginario era el presunto fundador, Francisco Godoy, a quién la nomenclatura urbana premió dándole el nombre de su dudosa existencia a una avenida de acceso. Para convertirse en la versión oficial de “lo fundante”, tanto el año 1725 como el supuesto señor Godoy, habían tenido que derrotar casi darwinianamente a múltiples competidores. Veamos entonces brevemente sobre como y quienes este relato impuso sus condiciones simbólicas de posibilidad.


"Rosario se fundó en Arroyo Seco"
Los autores de este trabajo en algún momento utilizamos esta frase como una manera provocadora de concitar interés en la potencial audiencia de un programa de radio que hacíamos en la ciudad de Arroyo Seco . En realidad, medido en términos geopolíticos del siglo XVII, no andábamos tan descaminados. En 1689 un vecino de la ciudad de Santa Fe, el capitán Luis Romero de Pineda, es beneficiado por una merced real, que le hace poseedor de tierras situadas al sur de esa ciudad. Una extensión hasta entonces sin propietarios, a lo largo del río Paraná, de seis leguas de fondo hacia el poniente, entre el arroyo Ludueña y el Seco. Veintiocho kilómetros median entre ambas desembocaduras, y en cualquiera de ellas (y de las intermedias del Saladillo y del Frías) pudieron establecerse los primeros pobladores. Jugando ex profeso con el anacronismo, fantaseamos radialmente con la posibilidad de que estos protorosarinos concurrieran a bailar a Pasacalle y practicaran deportes en Atletic, Unión o el Real, convocando a espectros de tres siglos atrás a interactuar en clubes y espacios de diversión de nuestro hoy arroyense.
Más allá de esta fabulación ahistórica, Romero de Pineda es el primero en detentar una legitimidad jurídica (de acuerdo a la legalidad colonial) sobre estas tierras. Es un estanciero que no abriga entre sus planes el fundar un pueblo. Ya viejo, las tierras pasan prontamente por herencia a sus hijos, comenzando una lenta pero persistente subdivisión.
Contemporáneamente las dos primeras décadas del siglo XVIII asisten a un quiebre de la precaria paz lograda entre Santa Fe y las parcialidades indígenas del Gran Chaco. La inestabilidad e inseguridad que provoca la intermitente guerra da lugar a que vecinos del norte se desplacen hacia el sur. Hacia esa merced de Romero de Pineda, ya conocida como Pago de los Arroyos. Pago donde han surgido nuevos establecimientos ganaderos, tales como las estancias jesuíticas creadas sobre el río Carcarañá o el arroyo San Lorenzo
Hay entonces hacia 1720 un notorio proceso de colonización en la zona. Los recién llegados buscaron alternativas pacíficas que les permitiera superar la incertidumbre que en sus lugares de origen (Santa Fe y también Santiago del Estero) les provocara la coyuntura de guerra con las parcialidades indígenas. Esta población observó una dinámica particular de desplazamiento. Debido a que –salvo en casos muy puntuales- no tuvo acceso a la propiedad de la tierra, no resultó muy rápido el asentamiento de estas familias dispersas por todo el Pago de los Arroyos en un nucleamiento urbano determinado. Tal vez dos hechos separados por una década; la creación por parte del Cabildo Eclesiástico de Buenos Aires, en 1730 de varios curatos, entre ellos el del Pago de los Arroyos, y un proceso de fragmentación de la propiedad que se da en 1741 que permite el acceso a la misma a pobladores asentados en condiciones hasta el momento de precariedad legal, son los que posibilitan iniciar tímidamente el proceso centralizador.

Fechas y fundadores para todos los gustos
Este proceso centralizador, el camino que va de la dispersión en el espacio a la formación de la aldea, ha sido analizado en un excelente trabajo de investigación de la historiadora Marta Frutos . Aborda la autora en forma de ensayo crítico la historiografía del hecho fundacional. Este, lejos de ser unívoco, da lugar a una polisemia de fechas y fundadores de acuerdo a cada investigador, que podríamos sintetizar de la siguiente manera:
Rosario se origina en un nucleamiento sin fundador. Concuerdan en esta tesis varios investigadores, pero no en el año inicial de tal nucleamiento. Así Nicolás Amuchástegui lo fija en 1720, José Nuñez en 1725, Félix Barreto, Martiniano Leguizamón y Augusto Maillé coinciden en 1726. Para Juan Álvarez, Camilo Aldao, Ricardo Carbia y Manuel Cervera el año fundacional es 1730, mientras que para Augusto Fernández Díaz es 1746.
Entre los que adhieren a la tesis de un fundador de carne y hueso está Juan Carlos Borqués que afirmó que Rosario fue fundada en 1730 por el gobernador de Buenos Aires, Bruno de Zabala. Félix Chaparro establece la fecha en 1731 y como fundador al primer párroco del curato, Ambrosio Alzugaray.
Desde un punto de vista no solo historiográfico, sino del mero sentido común, son insostenibles las versiones de Francisco Nuñez que señala el año 1731 como fecha de fundación y como fundador (o fundadora)….!a la mismísima Virgen María!. De igual manera Miguel Pereyra lleva la fecha de fundación al tardío 1814 e instituye al Director Supremo de las Provincias Unidas, Gervasio Posadas, como fundador. De suscribir esta peregrina y anacrónica versión, deberíamos aceptar por ejemplo, que Belgrano creó la bandera en medio de la nada.
Con mayor seriedad profesional que los citados precedentemente se sitúan Alberto Montes y Wladimir Mikielievich, quienes sustentan como fecha de fundación el bienio 1746/8 y como fundador al capitán Santiago Montenegro.
Hemos dejado para el final a la tesis que terminó imponiéndose. Triunfo que no le otorga mayor valor de veracidad que las otras. Nos estamos refiriendo a la que sitúa en el año 1725 la fecha de fundación y a Francisco de Godoy como el fundador.
A esta tesis adhirieron en la última mitad del siglo XIX y en las primeras décadas del veinte, destacados intelectuales rosarinos, tales como Estanislao Zeballos (que bautiza a Godoy como “Manuel”), Eudoro Carrasco y su hijo Gabriel, Calixto Lassaga y Antonio Cafferata. Todos ellos no hacían sino retomar la versión de un personaje singular: Pedro Tuella.

El polifacético Pedro Tuella: maestro, burócrata, bolichero, autodidacta, poeta, historiador y….pescador de pacuses.
Hacia 1738 nace en la provincia española de Huesca, Pedro Tuella. En 1759 se encuentra en el Río de la Plata. Es un funcionario menor, uno más del ejército de burócratas con los que la monarquía borbona acomete la reconquista de América, tras siglos de desidia y dejar hacer a las oligarquías criollas por parte de la Casa de Austria. Destinado como maestro a las misiones del Guayrá, en 1775 desembarca de modo accidental en Rosario. Será su residencia definitiva, hasta su muerte ocurrida casi cuatro décadas después en el mismo solar en el que luego se levantará la casa donde nacerá y vivirá Juan Álvarez. Curiosa casualidad que une al primer historiador rosarino con “el” historiador rosarino. Forzando esta línea de continuidad analicemos la figura de Tuella a partir de Álvarez, quién lo define como “hombre estudioso y sencillo, mitad literato mitad pulpero, que a fuerza de asiduidad y lecturas concluyó por ser tolerable autodidacto en la modestísima Capilla del Rosario de fines del siglo XVIII”.
Maestro de escuela, receptor de impuestos, estanquero de tabaco, pulpero; Tuella de a poco afianza su patrimonio, módico sin duda, de acuerdo a la pobreza general de la región. Ciertas inquietudes del espíritu lo llevan a suscribirse y hacerse corresponsal del primer periódico de Buenos Aires, el Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata. Álvarez relativa estos escarceos intelectuales de Tuella. Reproduce burlonamente una carta de este a su amigo Vicente Echeverría, donde le cuenta que solo le interesa dormir la siesta, y al despertarse, tomar unos mates e ir al río a sacar un pacú. En realidad es injusto con Tuella. Después de todo, y pese a sus limitaciones el bueno de don Pedro se las ingenia para que el Telégrafo Mercantil… publique en 1802 una obra de su autoría. Se trata de la Relación Histórica del pueblo y jurisdicción del Rosario de los Arroyos en el Gobierno de Santa Fe, provincia de Buenos Aires.
En este trabajo Tuella da a luz su versión fundacional: hacia 1725 un “ilustre” vecino de Santa Fe, Francisco de Godoy, junto a su familia, vecinos blancos e indígenas “mansos” se trasladaron al sur del río Carcarañá, estableciendo un nuevo poblado en tierras de la antigua merced de Romero de Pineda. Godoy dotó al poblado de una capilla presidida por una imagen que los había venido protegiendo en su éxodo desde el norte, la imagen de la Virgen del Rosario. Gracias a la decidida voluntad de Francisco de Godoy, el núcleo poblacional se afianzó, portando en ciernes en medio de la modestia inicial, un futuro venturoso.Hasta aquí el relato de Tuella. Pese a los intentos de Juan Álvarez de destruirlo al demostrar con argumentos de contundencia que el tal Godoy nunca había andado por estas tierras, y que tal vez por ninguna, al ser harto dudosa su existencia, el relato supervivió. Su capacidad simbólica no estaba en el pasado sino en el futuro. Pedro Tuella era sin saberlo, aparte de todo lo que fue, un positivista avant la garde. El primero de una ciudad que encontraría en el orden y progreso positivista, su razón de ser.

“Y Rosario era una aldea todavía, cuando surgió Travella y Compañía.”
Esta frase estaba escrita en un barquito de juguete que a modo de veleta dominaba las alturas de un comercio situado en la ochava sudeste de la rosarina esquina de Córdoba y Sarmiento. La piqueta acabó con el comercio y su popular barquito a fines de la década de 1950. El moderno edificio que lo reemplazó ostenta en su entrada una placa que anuncia al viandante que “en este solar en 1852, entonces pleno campo, hoy corazón comercial de la opulenta ciudad, se estableció la familia Travella…”
“Aldea”, “1852”, “pleno campo”, “opulenta ciudad”, términos en apariencia inconexos pero que adquieren sentido lógico de acuerdo a un discurso que repetido hasta el hartazgo por cierta historiografía, por la prensa, por la costumbre, etc., se ha convertido en un lugar común en la conversación general de la sociedad rosarina. Nos referimos a la creencia que ubica en la caída del rosismo, el momento de despegue socio-económico de Rosario. La batalla de Caseros sería en términos sarmientinos un parte aguas: antes, la barbarie; después, la civilización. Si bien recientes trabajos de investigación de miembros de la Escuela de Historia de la U.N.R. , cuestionan parcialmente la validez de esa creencia, lo cierto es que la misma ha persistido hasta adquirir entidad discursiva de verosimilitud casi incontrastable.
Hay sin dudas razones fácticas de peso que avalan ese discurso. Citaremos solo a modo de ejemplo las contundentes cifras demográficas que nos indican que entre el momento de elevación de la aldea al rango de ciudad el 05 de Agosto de 1852 hasta el momento de los festejos del supuesto bicentenario en 1925, la población se ha multiplicado por cien. Un crecimiento que proporcionalmente pocas ciudades del mundo alcanzaron en esa magnitud.
Consecuentemente esa revolución demográfica establece cambios igualmente radicales en la sociedad rosarina. El papel ascendente que la ciudad va logrando al posicionarse favorablemente frente a distintas coyunturas, tales como el rol de puerto alternativo que juega en la etapa de la Confederación Argentina, o el rol de puerto abastecedor durante la Guerra del Paraguay, la ubican en situación inmejorable para aprovechar al máximo las posibilidades que a partir de las últimas décadas del siglo XIX encuentra en el Modelo Agro exportador vigente. Hacia el Centenario de la Revolución de Mayo, Rosario es la cabecera indiscutible de la “pampa gringa”, ese vasto hinterland que desborda el sur santafecino y avanza sobre el este cordobés y el norte bonaerense. La llanura cordobesa ve en Rosario, y no en la docta, a su ciudad de referencia.
Ya para entonces se hay consolidado una clase rectora que nada tiene que ver con el antiguo patriciado aldeano de medio siglo atrás. Esa nueva elite no es otra que la burguesía. Consecuencia directa en su origen del espectacular proceso inmigratorio y demográfico “la burguesía rosarina pisa firme; hija del desarrollo agrario, se identifica totalmente con el progresismo liberal, y no solo carece de complejos frente a las viejas clases, sino que las mira por arriba del hombro, porque se siente con mejor derecho a conducir. No postula reconocimiento y será ella la que lo dará” .
La clase terrateniente argentina no tiene residencia siquiera provisoria en Rosario. Es entonces esa “exitosa nueva clase” la que lleva la voz cantante. Y lo hace con orgullo, exhibiendo ante propios y extraños, la concreción práctica de su filosofía positivista. Compra su propio discurso de clase rectora, auto convencida que es su afán de progreso lo que ha transformado la otrora insignificante aldea en una gran ciudad.

La juventud de Rosario es su más antigua tradición
Esta paráfrasis del sarcasmo con el que Oscar Wilde definía a la prepotente Norteamérica del riflero Roosevelt, bien puede aplicarse a Rosario en la misma época. No hay prosapia ni alcurnia añeja en los dominios de Ceres y Mercurio. Y si no la hay, entonces debe ser inventada. No puede ser que la gran ciudad del porvenir tenga un origen ignoto. La hija de sus propios hijos, según la definición de la burguesía que se ve a si misma como la gran hija rectora, debe tener una fecha de nacimiento y si es posible, un padre. Comienza la invención del acto fundacional.
Está disponible la versión de Pedro Tuella que pese a hacer aguas ostensiblemente desde el punto de vista del rigor histórico, ha sido aceptado por importantes publicistas. Si la figura de Tuella mueve al comentario risueño, su relato adquiere entidad y consenso al ser defendido por figuras de la talla intelectual de Zeballos, los Carrasco, Lassaga o Cafferata.
Así a principios del siglo XX, la avenida resultante del levantamiento de las vías del Ferrocarril Oeste Santafesino, recibe el nombre de Francisco de Godoy, al igual que el barrio situado en su extremo oeste. La nomenclatura actúa a modo de avanzada de un proceso donde el problema de la fundación se significa más en símbolos e imágenes de la modernidad (avenidas, nuevos barrios) que en elementos coloniales inexistentes.
Este proceso culmina en 1924 con dos proyectos presentados en el Concejo Deliberante. El primero es de Calixto Lassaga que propone celebrar el año siguiente el Segundo Centenario de la Ciudad. Lassaga, como vimos hace suyo el año fundacional señalado por Tuella, pero se encuentra con un problema: este no ha indicado un día de fundación en particular. Entiende que ese vacío puede ser llenado eligiendo como sucedáneo una fecha notable para la urbe. Por ejemplo, la de la creación de la bandera, el 27 de febrero.
Entonces se presenta otro proyecto, el de Antonio Cafferata. Con iguales oropeles intelectuales que Lassaga, propone que ante la imprecisión de fechas, se utilice una móvil que está inscripta en la tradición de la ciudad. Esa fecha no es otra que el Día de la Virgen del Rosario, haciendo coincidir de esta manera la hipotética fundación con las fiestas patronales. La fecha es móvil porque la festividad de la Virgen del Rosario se celebra el primer domingo de octubre. En 1925 “cae” el día 4. Aprobado este proyecto por el Concejo, las fuerzas vivas entran en un frenesí organizativo que culminará el “día del bicentenario”.
Abrimos este trabajo con el relato que hace Juan Álvarez acerca de la sofocante actividad que le tocó en suerte al Jefe del Poder Ejecutivo Nacional, presidiendo innumerables y variopintos actos. Ese aristócrata, ceseoso y mal hablado que era Marcelo T. de Alvear debe haber sonreído en su interior con suficiencia, tratando de guardar las formas cuando le mostraron un retrato “legítimo” de Godoy, que no era sino una copia del retrato de José Mármol que se halla en el Museo Histórico Nacional. Idénticas formas que hubiera guardado frente a la postura radiofónica citada de los autores de este trabajo, sosteniendo que Rosario se fundó en Arroyo Seco. Versión tan descartable, o paradójicamente tan aceptable, como la triunfante de Pedro Tuella. Efímeras representaciones del pasado entendidas desde el presente. Y sobre las que poco importaba su falta de sustentación histórica, su evidente orfandad heurística. No en vano con notable lucidez de análisis, Juan Álvarez había captado el sentido último de las celebraciones de Octubre de 1925: “Rosario festejaba en realidad su vigoroso desarrollo, su bien logrado presente”. Cambiemos en esta definición, “Rosario” por “burguesía rosarina” en el sentido gramsciano de clase hegemónica, y entenderemos la operación de legitimación que se enmascaró tras el supuesto bicentenario de la ciudad hija de sus propios hijos.


Fernando Cesaretti y Florencia Pagni
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar http://grupoefefe.blogspot.com/

domingo, marzo 14, 2010

Ermete De Lorenzi: una arquitectura de vanguardia para la burguesía rosarina en la década del treinta.



“La arquitectura de Rosario se divide en dos épocas: antes de De Lorenzi y después de De Lorenzi”.
Ing. Tiberio Gombos.

Entre un pasado fecundo y un futuro incierto

A fines de 1939 Juan Álvarez escribe el último capítulo de su Historia de Rosario. En esas postreras páginas de su monumental obra, Álvarez da rienda suelta a su nostalgia por los tiempos idos del Modelo Agro exportador, al que considera el factor principal del engrandecimiento de su ciudad. Lúcido defensor de un liberalismo a la vez político y económico, sabe que ese modelo finó con el crack de la bolsa neoyorkina una década atrás, reemplazado por un creciente intervencionismo estatal que reprueba.
“Rosario, que vivió hasta aquí confiadísimo en el porvenir, comienza a sentir alarma, pues si los últimos años le aportaron protección gubernativa, en ningún período de su historia desde 1852, ha sufrido el comercio local restricciones tan molestas. La protección puede ser tornadiza y variable; las trabas, son obstáculo permanente al ejercicio de iniciativas individuales sobre las que se cimentó la prosperidad del pasado. Ahora hay poca, muy poca libertad económica, y mucha economía dirigida, muchísima intervención de funcionarios públicos en los negocios privados. Para conjurar trastornos transitorios producidos por las crisis periódicas, fruto del libre juego de ofertas y demandas, habrá ahora médico obligatorio, recetas inacabables, y en fin de cuentas, crisis crónica. El gobierno quiere remediarlo todo, inclusive las imprudencias de quienes aturdidamente se cargaron de deudas y desean se les ayude a salir del paso para seguir gastando.”
Pese a esta defensa de un liberalismo que de tan crudo se torna anacrónico, Álvarez esta dispuesto a conceder que ante la magnitud de la crisis alguna intervención estatal era necesaria.
“Desde luego, la crisis de 1929 y la brusca baja de los cereales en 1930 justificaron alguna provisional medida de emergencia, y a ello había obedecido establecer a fines de octubre del 31 cierta paridad entre la moneda argentina y las extranjeras, poniéndolas a cargo de una Comisión de control de cambios; pero en 1934, cuando ya la crisis declinaba, lejos de abandonarse esos procedimientos excepcionales, se los reforzó.”
Es esa transformación de lo excepcional en permanente lo que esencialmente reprueba Álvarez. Entiende que ese dirigismo económico instrumentado por los gobiernos nacionales conservadores atenta fundamentalmente contra su ciudad toda vez que el reparto de la cada vez mas gigantesca torta pública se realiza a favor de los intereses concentrados en torno al puerto de Buenos Aires, al cual alguna vez hizo frente planteándose como alternativa al poder hegemónico del mismo, la burguesía rosarina de la que Álvarez forma parte por derecho propio.
“Comercialmente Rosario declina. Han desaparecido los viejos ´registros’, las grandes casas importadoras de paños, y en su reemplazo sólo hay sucursales de negocios cuyo asiento principal está en Buenos Aires. La Bolsa y los cerealistas van quedándose sin funciones, pues ahora compra y vende las cosechas el gobierno federal. Empleados públicos intervienen, revisan, controlan cuanto se hace; y por sobre todo ello ciérnese la amenaza de un paulatino desmedro del puerto. Ha perdido su anterior baratura, las obras de dragado no aumentan con la misma rapidez que el calado de los buques, y su esfera de atracción es menor que medio siglo atrás. Comienza a ser raro que quién entró a la tienda como cadete, barriéndola, pase años después a ser socio o dueño de ella. Mal síntoma, para la ciudad que cifró gran parte de su progreso en el estímulo a las actividades individuales.”
Ciertamente la pertenencia de clase y su nostalgia por un mundo y una ciudad que ya no es, le impiden entender a este por otra parte notable intelectual, los cambios que están operando de manera drástica en la sociedad argentina en esos años. Entre 1930 y 1933 la depresión económica trajo como inmediata consecuencia tasas de desempleo inéditas. Rebaja de salarios, desocupación, desconocimiento por parte de las patronales de las de por si ya débiles y escasas leyes de defensa de las condiciones laborales de los trabajadores, fueron entonces una amenazante realidad para las masas obreras argentinas (incluidas las rosarinas). El paisaje ferroviario de la pampa gringa sumó entonces como nunca antes, decenas de miles de parias, nativos y extranjeros –estos en gran proporción polacos y ucranianos-, deambulando a lo largo de las vías férreas, buscando por chacras y estaciones un conchabo transitorio y mal pago.

Juan Álvarez

Álvarez no entendió la complejidad de la crisis ni su larga duración, como sí lo hicieron las elites gobernantes que pese a su prosapia liberal conservadora no duraron en aplicar medidas keynesianas que sabían de largo plazo. Esto permitió que a mediados de la década y a favor de una industrialización que paulatinamente se va afianzando al calor de una incipiente sustitución de importaciones, la recesión cediera en sus efectos sociales más conflictivos, y cierta reactivación económica, especialmente en los rubros textil, alimentario, químico y metalmecánico, revirtiera los índices de desocupación de los años anteriores, especialmente en las ciudades de Buenos Aires y Rosario, las que comienzan a recibir migrantes de las provincias interiores. Un censo de actividades de 1935 da cuenta que en la provincia de Santa Fe la mitad de su producción industrial se concentraba en el área rosarina, donde mil setecientos establecimientos fabriles empleaban a 27.000 obreros. Seguramente no entraba en el ideal de estos, el barrer tienda alguna con la promesa de convertirse décadas después en socios del dueño de la misma. Otras expectativas, distintas a la que Álvarez entendía como el “deber ser” de la escala de progreso de un dependiente de comercio, tenían estas nuevas generaciones de trabajadores.
Si hondo es su pesimismo en el análisis de las políticas económicas dirigistas que considera perjudicial para lo que el entiende como genuinos intereses de su ciudad, muy distinta es su visión acerca de otros cambios que se están operando en la urbe. La meseta demográfica en que se encuentra Rosario tras detenerse en 1930 el flujo de migrantes europeos que fue constante y sostenido –salvo la excepcionalidad de la Gran Guerra- durante décadas, amerita para Álvarez perspectivas no necesariamente negativas:
“Si el ritmo del crecimiento se atenúa durante los años próximos, tanto mejor: la ciudad aprovechará tal circunstancia para completar sus servicios, embellecerse, llenar cumplidamente las funciones que le corresponden. No es cierto queden cerradas para ella las posibilidades de perfeccionamiento en cuanto deje de crecer a escape. Al contrario. Libre de apremios, podrá ocuparse de las muchas cosas que ha ido dejando a medio hacer”
Enumera a continuación los hitos culturales, científicos y artísticos que en los últimos años dan nueva impronta a la ciudad. Lo hace con una mirada de pertenencia de clase evidente. Si tales obras benefician al conjunto de los rosarinos, no parte su concreción de la comunidad en su conjunto, sino que en su mayoría responden a la magnanimidad de la élite rosarina. Es en esa perspectiva que Álvarez resalta especialmente que el moderno edificio destinado a museo de artes plásticas recientemente construido en el parque Independencia, así como su bien provista pinacoteca, es producto de
“un generoso rasgo de la señora Rosa Tiscornia de Castagnino, dedicado a la memoria de su hijo, dilecto benefactor de los artistas a quien la muerte hiriera en plena juventud.”
En el mismo espacio público es habilitado en ese tiempo un museo histórico, al que Álvarez considera el lugar ideal para que las clases subalternas rosarinas puedan admirar los recuerdos de otros tiempos de las familias de abolengo que también “generosamente” se han desprendido de tales trastos, que hasta ese momento dormían la interminable y polvorienta siesta del olvido en desvanes y depósitos. La flamante escuela de arte escénico es para Álvarez, “fruto de los desvelos” de otra representante de la burguesía, Alicia Olivé. El dramaturgo que nutre con sus obras el repertorio que se interpreta en tan exclusivo instituto, es Camilo Muniagurria, otro cabal exponente de la elite local.
Cierra Juan Álvarez el capitulo dedicado a ese segundo lustro de la cuarta década del siglo XX con una ineludible referencia a las disciplinas universitarias que más allá de lo estrictamente artístico y cultural, están operando para dar al paisaje urbano una nueva fisonomía, en una ciudad que –en sus sectores más acomodados- resiste perder sus modos de sociabilidad en relación al espacio habitado, ya no tan acordes a los nuevos tiempos:
“…los egresados de Ingeniería y Arquitectura están transformando la fisonomía urbana y la distribución interna de los edificios…Urbe de casas bajas o de pocos pisos, aunque aquí y allá disuene algún desproporcionado rascacielos, ofrece todavía Rosario la nota amable de patios embellecidos por flores, emparrados de enredaderas desbordando sobre las tapias, grandes árboles de sombra en los centros de manzanas, y calles asoleadas, de nítida perspectiva, limpias de esa bruma borrosa que tantas ciudades industriales empaña”.

“Algún desproporcionado rascacielos”
Esta adjetivación de Juan Álvarez sobre la emergencia en el paisaje urbano de
edificios de varios pisos de altura, es una muestra de esa resistencia que la burguesía rosarina tiene al advenimiento de cambios que no pueda manejar totalmente. Las nuevas tendencias arquitectónicas son miradas con recelo y atracción al mismo tiempo.
Este desarrollo edilicio es un fenómeno común a las principales ciudades argentinas en esa década donde, en opinión de los investigadores de la historia de la arquitectura argentina, Anahí Ballent y Adrián Gorelik,
“La vivienda urbana asumía a su vez particulares formas de transformación, que la convirtieron rápidamente en el símbolo elocuente de los nuevos tiempos: la casa de renta o departamentos desarrollada en altura se imponía como parte de una modernización general de la ciudad. Fue este un proceso reconocible en los distritos centrales de Rosario, Córdoba y Mendoza, ejemplos de gran despliegue constructivo en edificios de altura. Pero, como en otros aspectos de la modernización, Buenos Aires lo emblematizó de modo más completo.”
En Rosario específicamente, ese tipo de construcciones tiene un nombre fundamental. Es el de Ermete Esteban Félix De Lorenzi, que ha nacido en 1900 en El Trébol, localidad del centro oeste santafecino, en el seno de una familia de inmigrantes italianos que han acumulado una gran fortuna por sus inversiones en tierras, silos, acopios agropecuarios y especialmente por su incursión en el rubro de la cremería donde a partir de la elaboración de un queso de cáscara dura de excelente calidad – conocido comercialmente como trebolgiano en un sincretismo nominativo que homenajea al pueblo donde están afincados y al “formaggio” parmesano al que genéricamente pertenece tal producto- logran insertarse durante décadas en el mercado de consumo argentino con extraordinarias ganancias.
Esmirriado y enfermizo, Ermete en sus primeros años tuvo serios problemas físicos que tornaban incierta su calidad de vida a futuro. Tartamudeo, sordera y una debilidad manifiesta en sus miembros inferiores que solo le permitía caminar con ayuda de zapatos ortopédicos. En 1911 fue llevado por sus padres a Italia donde lo sometieron a distintos tratamientos con los más importantes especialistas de la época. La terapéutica médica –y también paramédica- sumado a la fuerza de voluntad del propio niño, fueron dando sus frutos y de a poco estos problemas físicos fueron remitieron hasta desaparecer por completo en su juventud.
Todos estos obstáculos de su niñez y adolescencia no impidieron que cursara estudios regulares en la ciudad de Rosario, adonde la familia De Lorenzi se radica en 1907. Cursa entonces los grados instrucción primaria en el Colegio Pando y los secundarios en la Escuela Industrial de la Nación (actual Politécnico), de donde egresa en 1918 con el título de Técnico Mecánico. En ese momento De Lorenzi no ha definido su meta profesional. Entre 1919 y 1922 cursa hasta el cuarto año de ingeniería en la flamante Universidad Nacional del Litoral y al año siguiente se traslada a la capital de la República con el declarado propósito de completar su educación superior en la carrera por la que finalmente se inclinó. Un trienio después recibe su título de arquitecto en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Con diploma de honor y la calificación de “sobresaliente” en todas y cada una de las veintitrés materias rendidas para obtener el título de grado, retorna a Rosario donde en 1927 inicia su actividad profesional asociado a los arquitectos Julio Otaola y Aníbal Rocca.
Residió a partir de entonces de manera permanente en esta ciudad durante 18 años hasta 1945, cuando se afincó en la Capital Federal en virtud de haber sido elegido primer decano de la flamante Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires.
Llegaba a ese alto cargo académico con una brillante foja de servicios en la enseñanza superior. Tenía sin dudas vocación pedagógica, la que se manifestara tempranamente en plena juventud cuando dictó un curso sobre automóviles en la Universidad Popular de Rosario (pomposa y excesiva denominación de una de las tres secciones en que se dividía internamente el Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, creado con la finalidad de dar instrucción y capacitación a obreros y empledos mediante el sistema de dictado de cursos.
De retorno a la ciudad fue nombrado profesor de dibujo en la escuela secundaria Dante Alighieri –era un acuarelista y dibujante notable- y desde 1929 obtuvo por concurso la titularidad de la cátedra Teoría de la Arquitectura, de la entonces Facultad de Ciencias Matemáticas, Físico-Químicas y Naturales de la Universidad Nacional de Litoral. Durante más de una década formó arquitectos que en su último año de estudios competían exitosamente con sus pares de las restantes universidades argentinas en los distintos concursos que se realizaban. Ser alumno de De Lorenzi entonces conllevaba un prestigio dentro del campo arquitectónico a nivel nacional. En 1939 obtuvo por concurso de oposición y antecedentes la titularidad de la cátedra de Teoría de la Arquitectura de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, ciudad a donde se trasladaba semanalmente en tren a dar sus clases.Como profesional de la arquitectura su etapa específicamente rosarina abarca con creces el período de la década del treinta adonde establecemos los autores de este trabajo el recorte temporal de nuestra investigación. En esos años De Lorenzi fue el autor de un gran número de proyectos de viviendas especulativas, entre los que se distingue una amplia gama de programas: edificios y casas de renta, viviendas en pasillos, chalets que conforman barrios, conjuntos a modo de cités y prototipos de viviendas a ser producidos en serie.
Como bien señala una investigadora de su obra, la arquitecta Jimena Cutruneo, la clave para De Lorenzi era la utilización de materiales durables, de buen aspecto y la atención en la resolución de la fachada. De Lorenzi lo planteaba no tanto como conformidad a las convenciones, sino como diferenciación -de acuerdo al segmento del mercado al que se orienta, el comitente privado o institucional, la localización urbana, suburbana o campestre- de unidades habitaciones. Los recursos, entonces, tenían que ver con la variedad en la resolución formal del edificio: retiros, jardines, tamaño y cantidad de balcones, pórticos, basamentos, coronamientos, según el segmento del mercado al que están orientadas las viviendas. La diferencia como marca del arquitecto no quedaba sólo acotada a lo formal, sino que se extendía a las estrategias de distribución: la disposición o no en departamentos, la presencia o no de office e íntimos, la flexibilidad espacial, la búsqueda de nuevos agrupamientos de locales, que incluso alcanza a la diferenciación e individualización de las distintas unidades habitacionales de un conjunto.
De Lorenzi estableció como función principal del arquitecto el “resolver en cada caso el problema con las formas que más satisfagan al mismo.” Fue uno de los primeros profesionales argentinos que expresaron públicamente su fobia a las medianeras. Así criticó sin ambages a los proyectistas del Palacio Minetti -uno de los edificios que fueron emblema urbano a partir de su construcción en la década del veinte- por haberlo concebido estos con cúpula y medianeras en lugar de cuatro fachadas que le habrían dado mayor espacialidad. En palabras de De Lorenzi, la medianera en arquitectura “era una solución terrible”.
Entre sus múltiples realizaciones se destacan: Sanatorio Británico, Sanatorio Plaza, Pabellón de Cirugía del Hospital Italiano, edificios de renta en Córdoba al 1400 (que al ser construido en 1932 fue uno de los primeros en Rosario en contar con una estructura de hormigón armado) y en Santa Fe al 1400, edificio Gilardoni en Bulevar Oroño y Rioja, edificio De Bernardi en Bulevar Oroño al 300.
Pero hay dos obras que nos interesa destacar en particular. Una fue la levantada en la esquina noroeste de Córdoba y Bulevar Oroño, construida entre 1938 y 1940. Es el edificio de la Compañía de Seguros La Comercial de Rosario. Ninguna medianera arruina la majestuosidad del edificio, con sus 17 pisos, sus 5.000 metros cuadrados de superficie cubierta y una torre de 70 metros de altura. El edificio de La Comercial de Rosario marcó época y sigue siendo un modelo de arquitectura actual. Este edificio representa para Rosario, en tiempo y lugar, lo que el Kavanagh para Buenos Aires. Su modernismo sobrio y a la vez monumental establece un juego estético de ida y vuelta con el lugar en que está emplazado, uno de los sitios de mayor belleza de la ciudad. William Dunkel, arquitecto suizo de fama internacional, director del Instituto Politécnico de Zurich, consideraba a este edificio como un modelo y ejemplo mundial del modernismo.
La otra obra es la mansión ubicada en la ochava sudoeste de Córdoba y Moreno, que De Lorenzi construyó como residencia familiar a finales de la década del veinte y que tuvo entre otros destinos posteriores, el de ser sede del Comando del Segundo Cuerpo de Ejército. Durante la última dictadura militar fue el epicentro desde donde se emitieron las órdenes de detención, tortura y desaparición de miles de personas en las seis provincias litorales argentinas que estaban bajo su jurisdicción militar. Todos los intentos de organismos de derechos humanos para que se establezca un museo de la memoria en el edificio han sido infructuosos, pese a existir una ordenanza municipal que así lo dispone. En sus instalaciones, convenientemente refaccionadas en su interior pero respetando en líneas generales su morfología externa, funciona desde hace unos años y hasta el presente (2009) un lujoso bar temático cuyos indiferentes parroquianos pertenecen a los sectores medios y altos. Este edificio por el que sin dudas ha pasado parte de nuestra historia, se lo puede ubicar arquitectónicamente como perteneciente al eclecticismo academicista. De Lorenzi dejó su impronta en el, no solo por proyectarlo para ser el hábitat de su propia familia, sino también porque fue su primera obra de importancia en la cual impuso algunos de los criterios de modernidad que serían un lugar común en sus trabajos a partir de los años treinta.

Vanguardias elitistas
Las investigadoras del Instituto de Historia de la Arquitectura de la Universidad Nacional de Rosario, arquitectas Bibiana Cicutti y Bibiana Ponzoni, afirman que hacia 1930 la burguesía rosarina logra prolongar y hasta fortalecer su prosperidad a pesar de la coyuntura mundial desfavorable apostando nuevamente a la renta inmobiliaria. En cuanto al lenguaje arquitectónico, ese rentista se asume como predominantemente tradicionalista respecto del consumo que presenta reticencias frente a los modelos formales abstractos y a las cuestiones ideológicas que se debatían en Europa. Ambos modelos: el "tradicionalista" y el "moderno" se perciben como simultáneamente válidos. Resulta pues interesante observar como se conjugan imágenes tan diferentes que significarán, tanto para los profesionales como para los clientes, opciones alternativas.
En esos años conviven entonces en la reformulación urbana de Rosario, rasgos neoclásicos, referencias romántico-pintorescas o eclécticas con los modelos modernos más permeables. Este ancho margen en el modo de aplicación de los modelos arquitectónicos de las distintas escuelas, permitió a los profesionales y constructores mayor libertad formal y actuó de mediador entre "tradición" y "modernidad", entre "racionalismo" y "expresividad". Así Hilarión Hernández Larguía aplicaba en forma indiferenciada una secuencia de estilos a idénticas unidades habitacionales. Por su parte Tito y José Micheletti tenían una base tan ecléctica que les permitía proyectar utilizando como fundamentación de sus obras, a veces los más rigurosos ejercicios académicos, y otras veces las más osadas propuestas vanguardistas.
A favor de este tira y afloje entre profesional y cliente, el paisaje urbano se va modificando contundentemente a lo largo de los años treinta con la aparición de incontables obras generalmente de un alto nivel de calidad. Son viviendas individuales o pequeños conjuntos de renta, tipologicamente modernos, y con cierto alarde de los recursos poéticos del Movimiento Moderno: revoque blanco, cubiertas planas, terrazas pergoladas, planos horizontales en voladizo, volúmenes rectangulares o curvos expresivamente encastrados, "ojos de buey", revestimientos pulidos, herrería cromada o de bronce con motivos alegóricos, etc.
El arquitecto De Lorenzi fue sin dudas en su profesión un arquetipo del Movimiento Moderno, un discípulo privilegiado y consecuente de la “Bauhaus”, esa escuela alemana de arquitectura y diseño fundada en Weimar en 1919 por Walter Gropius, que transformó en pocos años la forma de construir según la tradición de siglos, al sostener que el arte debía responder a las necesidades de la sociedad y que no debía hacerse distinción entre las bellas artes y la artesanía utilitaria. La “Bauhaus” también defendía principios más vanguardistas como que la arquitectura y el arte debían responder a las necesidades e influencias del mundo industrial moderno y que un buen diseño debía ser agradable en lo estético y satisfactorio en lo técnico. A esos principios les fue fiel De Lorenzi cuando proyectó el edificio industrial de Chaina y Cía., ubicado en calle Córdoba al 3100, construido en 1933 con estructura de hierro totalmente soldada y una planta alta de oficinas que causa una excelente impresión visual, toda vez que esa estética no era –ni es- usual en ámbitos de uso fabril.
La renovación arquitectónica de esos años también es asumida en la ciudad de Rosario -en mayor o menor medida como ya vimos- por profesionales pertenecientes a las clases privilegiadas (los Micheletti, Hilarión Hernández Larguía, Ángel Guido, Juan Manuel Newton, Emilio Maisonnave, Juan B. Durand, etc.), algunos de los cuales no escapan a comportarse con los modos autoritarios y elitistas propios del contexto social del que forman parte. De Lorenzi ciertamente no es una excepción a tenor del siguiente testimonio:
“Mi padre, Legurio Tramallino, trabajó muchos años para la firma De Lorenzi. Llegó a ser gerente. Estaban en calle Santa Fe y hacían el famoso queso trebolgiano que era muy rico. Los productos De Lorenzi eran de lo mejor que había en Rosario. Tenían fábricas de queso en El Trébol y en otros pueblos. Durante la época de Perón tuvieron problemas por la forma en que trataban al personal. ¡Imaginate lo que habrá sido antes! Mi papá me contaba que cuando el era cadete (…si, debe haber sido por los años treinta, porque el era chico y yo nací en el 44), cuando el era cadete te decía, lo hacían trabajar de lunes a sábado, y el domingo tenía que levantarse temprano solamente para ir hasta el centro a buscar los diarios de Buenos Aires y La Capital y llevarlos a la casa del arquitecto De Lorenzi que quedaba donde ahora está el bar ese (al) que los zurdos le tiran huevazos porque antes estaba el Comando. ¡Y guay con llegar tarde con los diarios! ¡Amigo, los retos que le daban! Y eso que no era más que un chico. Al arquitecto no le importaba si llovía a cántaros o si el tranvía que llevaba a mi papá hasta su casa iba demorado. No había excusa que valga. Mi viejo que los conoció bien a todos los De Lorenzi decía que estaban cortados por la misma tijera. Eran unos gringos con mucha plata y muchos “humos” en la cabeza.”No se trata de cargar las tintas sobre De Lorenzi. No es nuestra intención. Concordamos en ese sentido con la historiadora Laura Benadiba que propone que en la transmisión del pasado se encuentra la llave para comprender el presente, y sobre todo, valorarlo desde una actitud crítica y activa. Y agregamos nosotros: sin maniqueismos desde nuestro hoy para juzgar figuras del ayer. Volvemos entonces a Ermete De Lorenzi y advertimos que el actuó témporo-espacialmente dentro de una lógica hecha de cortes y persistencias. Su posición socio-económica le llevó a mostrar esos modos de continuidad en un trato excluyente y restrictivo, al tiempo que su formidable capacidad profesional lo hizo protagonista emblemático de esos cortes modernizadores.
De Lorenzi no se limitó al ejercicio estricto de la arquitectura o a actividades académicas relacionadas con ella. Desempeñó también funciones públicas diversas a lo largo de esos años (Director de Obras Públicas de la Provincia en 1935 y a principios de los años cuarenta, miembro de distintas comisiones municipales, etc.) Fue accionista de las empresas familiares y un hábil rentista de alguno de sus edificios, todo lo cual le permitió acrecentar su patrimonio, dejando a su muerte ocurrida en la ciudad de Buenos Aires en agosto de 1971, una consolidada fortuna. Tuvo afición por la música, la pintura y la escultura. Así lo encontramos en ese tiempo como miembro cofundador de instituciones tan disímiles como el “Foto Club de Rosario”, la “Cultural Lírica Rosario”, el Centro Tradicionalista “El Hornero”; o ejerciendo la presidencia del “Club Remeros de Alberdi” o la secretaría del “Rotary Club Rosario”.
En síntesis, un hombre excepcionalmente dinámico que dio con sus obras nuevo carácter al paisaje urbano de una ciudad que en la década de 1930 se transformaba en el claroscuro de avances y rémoras. Un hombre conciente de pertenecer a un grupo social privilegiado que era el destinatario principal de su producción. Un hombre especialmente dotado para ese arte renacentista que es la arquitectura, siempre en la búsqueda de "la composición correcta y el carácter adecuado" buceando en recursos ya probados, con la convicción de que la originalidad puede lograrse apoyándose en el principio de Julián Guadet de "hacer mejor lo que otros ya hicieron bien". Y que de esa forma actuó de acuerdo a lo que pretendía Juan Álvarez de la burguesía rosarina en ese tiempo en que la ciudad había dejado de crecer demográficamente “a escape”. Ermete de Lorenzi fue entonces uno de los que operó con su gestión profesional para que ediliciamente en su centro burgués, Rosario “libre de apremios, se ocupara de las muchas cosas que ha ido dejando a medio hacer”.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar
http://grupoefefe.blogspot.com


BIBLIOGRAFIA
Álvarez, Juan. 1981. Historia de Rosario (1689-1939). Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral.
Ballent, Anahí y Gorelik, Adrián. 2001. País urbano o país rural: La modernización territorial y su crisis, en Nueva Historia Argentina. Tomo VII: Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre política (1930-1943). Buenos Aires: Sudamericana.
Benadiba, Laura. 2007. Historia Oral. Relatos y Memorias. Buenos Aires: Maipue.
Cicutti, Bibiana y Ponzoni, Bibiana. 2003. Incisiones. Algunas consideraciones sobre la arquitectura Moderna en Rosario, en Matéricos Periféricos. Nº 4. Revista del Taller Carlos Galli (a cargo del arq. Marcelo Barrale) de la Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño de la Universidad Nacional de Rosario.
Cutruneo, Jimena. 2007. La vivienda especulativa en Ermete de Lorenzi, en Ermete de Lorenzi. Obra Completa. Rosario: A&P Ediciones.
Fernández, Sandra y Armida, Marisa. 2000. Una ciudad en transición y crisis (1930-1943), en Rosario en la Historia (de 1930 a nuestros días) Tomo 1. Rosario: UNR Editora.
Gombos, Tiberio. 1971. Una época heroica de la arquitectura en Rosario, en Revista de Historia de Rosario, Nros. 21/22. Rosario: Perelló S.A.I.C.
Martín, María Pía y Múgica, María Luisa. 2001. La sociedad rosarina en el siglo XX: cambio, vida cotidiana y prácticas sociales, en La Historia de Rosario, Tomo 1 (Economía y Sociedad). Rosario: HomoSapiens Ediciones.
Matsushita, Hiroshi. 1986. Movimiento obrero argentino. 1930-1945. Buenos Aires: Hyspamérica.
Rigotti, Ana María. 2001. Los procesos de expansión y conformación urbana, en La Historia de Rosario, Tomo 1 (Economía y Sociedad). Rosario: HomoSapiens Ediciones

OTRAS FUENTES
Escritas:
Memoria del Ministerio de Hacienda y Obras Públicas de la Provincia de Santa Fe. Período 10 de Abril de 1939 al 10 de Abril de 1940.
Revista Summa. Documentos para una historia de la arquitectura en la Argentina. Específicamente aquellos que comprenden lo que la revista acota cronológicamente como el “periodo de integración nacional (1914-1943)”.

Orales:
Testimonio del señor Carlos Alberto Tramallino a los autores. Idem del arquitecto Daniel Zárate. Idem del arquitecto Ricardo Miranda.


sábado, febrero 27, 2010

Cuando Argentina violó el territorio de Haití



Crónica de un bochornoso episodio ocurrido en 1956, en el que la impune cobardía de las fuerzas militares argentinas que perpetraron el mismo contrastó en inversa proporcionalidad ética con la heroica valentía de un matrimonio de diplomáticos haitianos

Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti

“Los pequeños países deben ser respetados mas escrupulosamente por ser pequeños. Para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza. “
Jean Brierre


El asilo diplomático, una peculiaridad latinoamericana
El asilo diplomático es casi una peculiaridad de los estados latinoamericanos, dado que en otras latitudes se lo ha aplicado ocasionalmente. El asilo diplomático es aquel que se concede en la sede de las legaciones y en naves de guerra estacionadas en puertos extranjeros a perseguidos políticos cuya vida o libertad se haya en inminente peligro. Algunos países sin reconocer esta institución han otorgado no obstante, refugio temporal a individuos por motivos políticos. No es procedente de acuerdo a derecho conceder asilo en tiempos normales a los inculpados de delitos comunes.
La misión diplomática que ha concedido asilo debe informar de ello al gobierno local y solicitarle salvoconducto para que el refugiado abandone el país. El gobierno local debe otorgar el salvoconducto, a menos que considere que el asilo no es procedente en el caso que en particular se trate, ya sea porque el asilado es culpable de delitos comunes o por otra razón.
El Derecho de Asilo Diplomático latinoamericano fue siendo normado en virtud de los tratados que las jóvenes naciones fueron firmando entre finales del siglo XIX y mediados del XX.
Así el Tratado de Derecho Penal Internacional, suscrito en Montevideo en 1889; en su artículo 17 reconoce el derecho de conceder asilo en legaciones o buques de guerra, surtos en aguas territoriales de otros estados contratantes, a los perseguidos por delitos políticos.
En 1928 la Convención de La Habana reglamentó la práctica del asilo diplomático reconociendo nuevamente el derecho de otorgar asilo a perseguidos políticos. No obstante esa Convención nada normó en referencia a la calificación de la figura de asilado, lo que ha sido materia de frecuentes controversias entre los estados asilantes y los estados territoriales, pese a que un lustro después la Convención de Montevideo, introduce una pequeña innovación, la que afirma que la calificación del carácter político o no, de los móviles que llevan a un individuo a buscar refugio corresponde al estado que presta el asilo. Pese a esto, la nebulosa jurídica continúa por esos años.
Consecuencia directa de esta imprecisión fue la larga controversia entre Perú y Colombia en relación al caso del líder aprista Víctor Raúl Haya de La Torre, que tras el triunfante cuartelazo del general Manuel Odría en 1948, se asiló en la embajada colombiana en Lima, en cuyo edificio debió permanecer seis años. Recién en 1954 pudo salir del país rumbo al exilio, en este caso al siempre acogedor México heredero de la impronta libérrima del general Lázaro Cárdenas, ese Tata hijo de la chingada que abrió generosamente las puertas de su país a un variopinto escenario de refugiados, desde un notorio Trotski a miles de anónimos republicanos españoles.
Fue precisamente en 1954 cuando la Convención de Caracas actualizó los puntos esenciales del derecho de asilo, reafirmando la facultad del estado asilante de calificar la naturaleza política o común del delito, otorgando a ese estado la facultad para apreciar la situación de urgencia que es condición para la concesión de asilo. Esta Convención que está ratificada por casi todos los Estados Latinoamericanos, dispone en su artículo 1° que el asilo diplomático podrá ser otorgado en legaciones, naves de guerra y campamentos o aeronaves militares.

Un poeta de la negritud
1954 es también el año en que llega a la Argentina acreditado como embajador de Haití, Jean-Francoise Brierre. Nacido en 1909, este hombre a horcajadas entre la juventud y la madurez, es ya un veterano de múltiples combates donde la literatura ha sido el arma para denunciar el constante atropello del imperialismo yanqui a su pequeño país.
Seis años de edad tan solo cuenta Brierre cuando los Estados Unidos inician una ocupación que durará casi dos décadas. Largo tiempo en que ese niño se hará adulto, sufriendo las consecuencias como negro de la importación por parte del ocupante, de los modos racistas del Profundo Sur.
Una consecuencia de la larga intervención estadounidense es el abrir entre los jóvenes intelectuales haitianos (grupo naturalmente minoritario en relación al total de la población pero muy dinámico e influyente) un debate sobre la identidad nacional. Penetra en ellos una fuerte ola de africanismo que hace que hacia la década de 1930 se imponga la novela y la poesía del negrismo, fenómeno que se hace carne en toda la literatura caribeña, especialmente en Cuba con autores de la envergadura, por ejemplo, de Nicolás Guillén.
El negrismo (o negritud) como concepto se nutre de la influencia del marxismo, el psicoanálisis, los movimientos literarios de vanguardia y de la necesidad de cuestionar las convenciones y prejuicios sociales. Su propósito es recuperar la dignidad del negro como individuo sometido durante siglos a la discriminación y el desprecio por su supuesta inferioridad; reivindicar la herencia africana en la cultura y vida cotidiana occidental; exaltar la relación del mundo negro con la naturaleza y afirmar su mayor sentido del ritmo.
El negrismo ha nacido en el lugar “natural” del exilio cultural de esos intelectuales africanos y caribeños: París. Su referente es el poeta senegalés Léopold Senghor. Este será un guía para el joven Brierre, por esos años en que como agregado subalterno a la modesta estructura de representación exterior haitiana, alterna los ambientes bohemios parisinos y neoyorquinos. La relación entre ellos se mantendrá solidaria e inalterable a lo largo del tiempo. Así cuando en la década de 1960, Brierre tras pasar un tiempo en las cárceles del dictador haitiano Francois Duvalier, el temible Papa Doc, es expulsado de su patria, encuentra la generosa acogida de su amigo Senghor, por entonces presidente de Senegal y ya considerado como el más importante intelectual africano que ha dado el siglo.
Jean Brierre expresa en su poesía la amargura y la esperanza. Sus versos denuncian la opresión de su patria y de su raza. Y también recupera la simbiosis entre su patria y África. Su patria que ha sido no solo la primera república latinoamericana sino también la primera republica negra del mundo en un mundo donde la esclavitud era aun un hecho omnipresente. Y que vio surgir azorado y escandalizado a esa “insolencia independentista” construida por quienes estaban destinados “naturalmente” a llevar cadenas. Brierre vuelve entonces la mirada a su África dolorosa y maternal, como una manera de encontrar en ella a su propio Haití, igualmente doloroso y maternal.
Ese Haití, el país más pobre del continente, a quien el destino le lleva a representar diplomáticamente en el país más rico de Sudamérica. País cuya capital –poderoso faro cultural- le promete una estadía, a el y a su esposa, tranquila y reposada. Y así vivirá en Buenos Aires el matrimonio Brierre la vida muelle propia del mundo de las representaciones extranjeras destacadas en una nación amiga, hasta que en el gélido mes de junio de su segundo año como embajador, las circunstancias alejarán para siempre toda esa vana fruslería protocolar.

Operación Masacre
Comenzado a última hora del sábado 9 de junio de 1956, el movimiento militar que contra el gobierno de facto presidido por el general Pedro Aramburu encabezó un antiguo amigo y compañero de promoción de este, el general Juan José Valle, fue neutralizado y reducido en poco tiempo. A media mañana del día 10 se rendía el último foco rebelde en Santa Rosa. Por entonces, fracasados los intentos de copamiento de unidades militares y/o emisoras de radio en Buenos Aires, La Plata, Campo de Mayo y Rosario, la insurrección está definitivamente vencida, demostrando en su rápido fracaso, tanto su falta de preparación y cohesión, como el grado de infiltración previa por parte de los servicios de inteligencia del gobierno faccioso.
Este episodio podría haber pasado a la historia como uno más de los tantos pronunciamientos y “fragotes” del ciclo que se inicia en 1930. Sin embargo, la forma brutal en que fue aplastado le dio una entidad distinta. Por primera vez en la Argentina moderna, un gobierno ejecutó a algunos de los participantes (reales o supuestos) de un conato de rebelión. Durante los tres días que siguen al comienzo de la “revolución de Valle”, son fusilados dieciocho militares y nueve civiles. Tal vez este derramamiento de sangre injustificable encuentre explicación en el temor del gobierno de facto a que el levantamiento degenerase en guerra civil.
En esencia a la conspiración que encabezó el general Valle secundado por el general Raúl Tanco, se le puede categorizar como un movimiento que obedeció a una lógica interna militar. En primer lugar fue retroalimentado por el descontento de muchos oficiales y suboficiales que habían sido retirados en la purga que siguió a la destitución de Perón primero, y de Lonardi después. Tan solo luego acudió en su constitución (aunque determinante en su ejecución y en la mística que generó con posterioridad a su derrota), el clima de resistencia generalizada en los sectores proletarios de la población a algunas medidas regresivas en materia económica y social adoptadas por el faccioso gobierno provisional con claro sentido de revancha clasista para con los simpatizantes del régimen populista depuesto. Fue en este contexto de intranquilidad donde los responsables castrenses de la insurrección lograron (en contraprestación a las muchas deserciones de último momento de oficiales previamente comprometidos), el apoyo de civiles peronistas.
A pesar de esa simpatía activa de los partidarios del justicialismo que transformaba al golpe en un movimiento cívico militar de indudable raigambre popular, los jefes militares del mismo esperaron en vano la aprobación de Perón. El ex presidente por entonces exilado en Panamá, fue sumamente duro con los alzados. Resentido aún por la actuación de la Junta de Generales (de la que fueron integrantes Valle y Tanco), que había operado como transición en su salida del poder en setiembre de 1955, le escribió el 10 de junio a su delegado personal John William Cooke: “-si yo no me hubiera dado cuenta de la traición y hubiera permanecido en Buenos Aires, ellos mismos me habrían asesinado, aunque solo fuera para hacer mérito con los vencedores”. Aunque con posterioridad el imaginario peronista ubicó a Valle y a los otros oficiales alzados en junio de 1956 como figuras destacadas del martirologio del movimiento popular, lo cierto es que en el momento de los hechos, estos clamaron en vano el nombre de un líder que sin reciprocidad se comportó en la contingencia con la misma hostil indiferencia con la que un siglo antes actuó Urquiza en relación a los alzamientos que en el poniente argentino efectuaban esperanzados en el caudillo entrerriano, Peñaloza o Varela.
Ese componente plebeyo altamente presente no solo en los protagonistas civiles sino en el importante número de suboficiales sublevados, tal vez también sea una clave para comprender la crudeza y el grado tal de represión aplicado por parte del gobierno de facto, al punto que la ley marcial solo fue suspendida el 12 de junio luego de ser detenido y fusilado al general Valle, jefe del levantamiento. Sin embargo los sectores más duros del régimen entendían que igual suerte debía correr el otro general complotado, Raúl Tanco. El problema era capturarlo…

Un chalet en Vicente López
Eso es físicamente la embajada de Haití en ese tiempo de convulsiones. Una confortable edificación de alargado muro frontal tras el cual se extiende un amplio parque, situada en el bucólico paisaje de los privilegiados suburbios septentrionales allendes a la capital argentina. Dato no menor por los hechos que van a sobrevenir es que cuenta con una construcción anexa utilizada como garaje, con varias habitaciones en la planta alta. La tranquilidad del barrio es solo alterada por el estruendoso paso de los coches de una línea de colectivos que sirve para espabilar periódicamente al agente policial de facción ubicado permanentemente frente a la embajada…y también para que uno de esos coches en los hechos que van a sobrevenir juegue con su oportuna aparición en escena, un papel providencial.
A media tarde del lunes 11 de junio golpean a la puerta del chalet dos hombres. Se trata del teniente coronel Alfredo Salinas y del gremialista Efraín García, ambos participantes de la frustrada rebelión que llegan a la legación haitiana buscando asilo. Este les es concedido sin objeción alguna por el embajador Brierre. Los familiares de los refugiados enteran a otros de la generosa disposición encontrada y en las horas siguientes acuden a pedir asilo los coroneles Ricardo González y Agustín Digier, el capitán Néstor Bruno y el suboficial Andrés López. Se les aloja en las habitaciones del anexo situadas arriba del garaje.
Al día siguiente Brierre se traslada a la Cancillería a informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada. En la madrugada del jueves 14 aparece por la sede diplomática otro perseguido en busca de amparo. Se trata del general Raúl Tanco, quien llega muy cansado y ganado por una sombría depresión luego de sortear casi de milagro el ser capturado por la parafernalia de fuerzas que el gobierno dispuso para encontrarlo.
Tanco será el último que traspase la reja a la libertad de la embajada, pues inmediatamente esta será rodeada por fuerzas policiales que impiden el paso por la cercanía a los viandantes. Sin embargo la custodia en si de la sede diplomática desaparece pese a los reclamos infructuosos de Brierre a la Cancillería. El embajador está alarmado por los continuos llamados telefónicos anónimos que preguntan a lo largo de ese día por “el hijo de puta de Tanco”.
Anochece la jornada del 14 de junio cuando Brierre abandona la embajada con la finalidad de agregar en Cancillería el nombre de Tanco a la lista de asilados. Estos, alojados en el anexo, se sienten a resguardo de cualquier peligro ya que esa casa de Vicente López de acuerdo al derecho internacional es territorio extranjero, con mayor precisión: territorio soberano de la República de Haití donde no puede alcanzarlos la represión que impera en la República Argentina.
Se equivocan. A poco de abandonar Brierre la residencia, dos vehículos se estacionan frente a esta, descendiendo de los mismos una veintena de hombres fuertemente armados. Quien comanda el grupo es el general Domingo Quaranta, jefe del temible Servicio de Informaciones del Estado (SIDE), que tras ordenar el retiro del retén policial, penetra violentamente en la sede diplomática, sacando por la fuerza del anexo de la misma a los siete asilados.
Estos son obligados a ubicarse a lo largo de la verja exterior. El grupo asaltante se posiciona frente a ellos preparando sus armas. La intención es fusilarlos allí mismo. Pero en ese instante aparece corriendo desde el interior de la casa, Therese Brierre, esposa del embajador. Ante la inminencia de lo que se va a perpetrar, la señora Brierre comienza a dar gritos desesperados. El general Quaranta la aparta bruscamente mientras le vomita el insulto natural a su lógica racista y sexista: “-callate negra hija de puta”. Ante el escándalo un grupo de vecinos se acerca y forma corrillos en el lugar. El jefe de la Side toma entonces una decisión. Parte de su grupo se queda conteniendo al vecindario mientras que el resto parte con los prisioneros hasta la esquina, para allí, sin testigos inoportunos consumar la matanza. En ese menester están cuando aparece providencial, un colectivo que se detiene para bajar pasajeros. Ante esta nueva intromisión a sus planes, Quaranta decide cargar a los secuestrados en el mismo colectivo y llevarlos a otro lugar donde poder impune y “legalmente” perpetrar el asesinato de los mismos.
Ese lugar es un cuartel ubicado en la Capital Federal. Allí los prisioneros son identificados y despojados de sus efectos personales. La muerte les ronda tan de cerca que en uno de los sobres donde se depositan esos efectos puede leerse: “pertenencias de quien en vida fuera el general Tanco”. Ante tan tétrica evidencia, este y sus compañeros de infortunio se van resignando a sumarse a la lista de fusilados.
Pero quien no se resigna es la señora Brierre que por vía telefónica denuncia inmediatamente el hecho a las agencias internacionales de noticias y se comunica con el ministerio de asuntos exteriores haitiano solicitando su intervención. Poco después llega a la embajada Jean Brierre, que tras ser puesto al corriente del atropello, retoma sobre sus pasos y se dirige nuevamente a la Cancillería, donde es recibido por un subsecretario, burócrata menor a quien le exige la búsqueda y devolución de los secuestrados. Oficialmente el gobierno de Aramburu afirma no tener nada que ver con el episodio, prometiendo “investigarlo”. Pero Brierre no se conforma con esa promesa. Protesta con vehemencia, interesando al mismo tiempo en el asunto a la embajada de Estados Unidos. Solo entonces el gobierno faccioso de Aramburu asume el escándalo internacional al que su torpeza y su sed de venganza para con los vencidos, está dando lugar.
Cerca de esa gélida medianoche, los prisioneros que desde su traslado hace horas al cuartel, esperan en la intemperie del patio de armas el momento de su fusilamiento (ahora si a punto de concretarse tras ser dos veces postergado en esa jornada), son llevados a una oficina, donde el alma les vuelve al cuerpo al ver aparecer al embajador Jean Brierre acompañado de dos burócratas argentinos: el subsecretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Ceremonial del Estado, que con hipócrita solemnidad le “devuelven” a aquel sus asilados. Uno de estos le comenta a Brierre que les han hecho firmar bajo coacción declaraciones, lo cual está vedado por el derecho internacional. Brierre manifiesta que hay que romper las mismas. Los burócratas se oponen hasta que la firmeza y decisión que denota la voz del haitiano impone su destrucción.
Minutos después en dos automóviles iluminados en la tenebrosa noche de una Argentina dividida por la refulgente luz grana y azul de la bandera haitiana, hacinados a tal punto que alguno de ellos viaja literalmente en las rodillas del embajador[1], siete argentinos salen de la muerte y vuelven a entrar en la vida.

¿Un embajador al servicio del Tirano Prófugo?
Jean-Francois Brierre no tuvo reconocimiento alguno en su momento por parte de las fuerzas políticas no peronistas por haber salvado a esos siete argentinos. Por el contrario, su valiente gesto le valió que apenas poco más de un mes después debiera ser "rescatado" por el Ministerio de Asuntos Exteriores haitiano, dándole un nuevo destino diplomático alejado de la cada vez más hostil Buenos Aires.
Debemos entender el clima de odio que dividía irreconciliablemente a la sociedad argentina, y que había llegado a su crescendo en esos días. El domingo 12 de junio, cuando la asonada militar estaba definitiva y absolutamente derrotada, una multitud se reunió en la Plaza de Mayo para brindar apoyo al gobierno provisional. Entusiasmados por el rotundo fracaso del alzamiento peronista, coreaban consignas que lejos de expresar piedad para con los vencidos, pedían lisa y llanamente la eliminación física de los mismos. Este clima fue editorializado tres días después por el dirigente socialista Américo Ghioldi en el órgano partidario con una frase que se haría célebre: -"se acabó la leche de la clemencia...ahora ya saben que la letra con sangre entra".
Ghioldi, en definitiva no era más que el circunstancial vocero de un antiperonismo visceral que permeaba con mayor o menor grado a vastas capas de la sociedad argentina. El partido al que pertenecía tenía un encono especial con el régimen depuesto, toda vez que aquel lo había desplazado del rol sociopolítico que entendía hegemónico en relación al liderazgo de la clase trabajadora. Los líderes socialistas habían visto con impotencia como Perón desde 1945 les "robaba" a las masas proletarias, que por cierto no estaban constituidas por un actor ideal de blusa azul y alba moralina juanbejustiana, sino por actores reales que preferían las conquistas tangibles de ese populismo demagógico y corrupto, a las teóricas y virtuosas leyes de los legisladores socialistas, leyes por otra parte que en las décadas anteriores nunca terminaban de tener aplicabilidad efectiva. Todo esto es esencial para entender el porque fue que tras la fracasada asonada, en la prensa escrita, el más virulento y draconiano antiperonismo se expresó a través de "La Vanguardia", vocero del Partido Socialista, antes que por los órganos naturales de los sectores conservadores. Esa consecuente y eficazmente machacona prédica de intolerancia tuvo en esos días en la figura del embajador Brierre a una preferente víctima propiciatoria.
Así entre el 16 y el 21 de junio de 1956, en referencia al atropello sufrido por la soberanía haitiana en su embajada en Argentina, "La Vanguardia" tras congratularse cínicamente por la devolución de los asilados secuestrados, hecho este que atribuye exclusivamente a la "generosidad" del gobierno provisional argentino, pasa luego a justificar el violento secuestro de esos asilados efectuado por las fuerzas militares con el pueril argumento de que éstas desconocían el lugar donde actuaban, es decir “sin saber que el edificio era la residencia del embajador de Haití”. Más adelante sumaba otros justificativos, todos ellos absolutamente insostenibles, a saber: 1) que la residencia del embajador “no tenía signo exterior que lo identificara como una sede que goza de los derechos de extraterritorialidad”; 2) que a dicha residencia el embajador “se había mudado hacía pocos días”; 3) que los servicios de seguridad que irrumpieron en la casa “ignoraban quiénes vivían en el local”; y 4) que pese a todo ello, el gobierno hizo entrega de los detenidos al diplomático haitiano, incluyendo el general Tanco, “a quien seguramente le correspondía la aplicación de la pena de muerte”(textual).
Indignado, Brierre mandó una nota refutando las afirmaciones del diario, que este recién publicó en un recuadro en páginas interiores el día 5 de julio. El embajador rebatía los infundios de "La Vanguardia", pormenorizando que se hallaba viviendo en esa residencia no desde hacía unos días sino desde varios meses, que la misma tenía visibles en su frente el escudo y la bandera de Haití, por lo cual consideraba imposible "que los asaltantes que invadieron mi casa fuertemente armados para cumplir su vandálico acto pudiesen ignorar" que estaban violando una sede diplomática.
Ante esto el vocero socialista publicó una serie de contra réplicas. Ya no hacía mención al hecho del secuestro de los asilados dado que su versión era insostenible, tal lo había demostrado el embajador y el mínimo sentido común. El ataque pasaba ahora por convertir a Brierre...en peronista. Así en inmediata respuesta a la nota del embajador, con indignación se señala que este "es un conspicuo admirador de Juan Domingo Perón y de Eva Perón". Que el chalet donde funciona la embajada se lo había arrendado a “ un peronista prófugo en la actualidad, hombre que ha andado en negocios con los primates (SIC) del peronismo". "La Vanguardia" también sugiere -sin fundamentar su acusación -complicidad previa de los sublevados con el embajador.
Luego el ataque adquiere un tinte racista apenas disimulado al señalar que en esos días se ausentaban del país hacia "climas cálidos acordes a su organismo" la esposa y un hijo de Brierre, a quienes "no les sienta bien nuestra ciudad".
Ya en el borde de la injuria al anunciarse finalmente también la partida del diplomático haitiano, el vocero socialista expresaba que "queremos agregar que a los argentinos libres no les sienta bien la presencia del embajador Brierre, cuyas actividades y juicios peronistas hemos puntualizado en un comentario reciente. De modo pues que todos saldremos ganando con el viaje del embajador".
La fulminante campaña de "peronización de Brierre" por parte del diario socialista culmina exitosamente cuando este el 19 de julio de 1956 abandona definitivamente suelo argentino.

El legado de los Brierre
. El regreso de Jean-Francoise Brierre a su país preanunció para el y su familia un futuro incierto. Como tantos otros intelectuales y políticos haitianos sufrió a partir de 1957 la persecución y el encarcelamiento por parte del nuevo hombre fuerte de su atribulada tierra, Francois Duvalier. A principios de los sesenta fue expulsado al exilio. Este como ya expresáramos, adoptó la forma -gracias a una generosa invitación de su amigo Léopold Senghor- de un fecundo cuarto de siglo de residencia senegalesa. Allí Brierre continúa con su labor literaria, dando a luz en este período algunas de sus mejores obras. Senegal impuso en mérito a su labor cultural en 1998 el premio “Jean Brierre de Poesie”, destinado a fomentar las inquietudes de jóvenes valores en África y América.
En 1986 con el peso de los años a cuestas y la nostalgia por su patria, Jean Brierre retorna a Haití donde fallece en plena transición de la dictadura a la democracia, a fines de 1992. La muerte le impidió ver a su país encauzado en un rumbo por el que había luchado toda su vida.
En la Argentina había sido casi olvidado hasta que en 1964 el historiador revisionista Salvador Ferla rescató el protagonismo que tuviera con su esposa en los hechos de junio de 1956, dedicándoles varios parágrafos de su libro Mártires y Verdugos. Sin embargo Ferla, más allá de lo encomiable de su intención, muestra la actuación del matrimonio Brierre bajo una óptica paternalista y un apenas disimulado racismo. Así en su relato Brierre es “un negro que tiene alma, nobleza, bondad…Acaso para castigar la soberbia racial de algunos blancos Dios produce casos como este”, y en el epílogo del episodio es “el negro (que) los saca (a los prisioneros) del infierno blanco”. De las condiciones y antecedentes intelectuales de Brierre, no dice una palabra. La señora del embajador es “una mujer de color” y finalmente una “!negra linda y virtuosa!”, definición que en algún modo recuerda, aunque en sentido contrario, el insulto brutal pero menos hipócrita que un asesino como Domingo Quaranta le espetó a Therese Brierre. Este al gritarle: “-callate, negra hija de puta”, mostró sin cortapisas un discurso racista (y machista) común a la sociedad argentina de esa época. En esa misma sintonía opera una fabulación construida al calor del “luche y vuelve” por Rodolfo Walsh a principios de la década del 70, cuando pone en boca de Brierre, sin citar fuente ni circunstancia la siguiente definición: “nosotros como descendientes de esclavos no podemos ser otra cosa que peronistas“. Frase muy encomiable desde el punto de vista de la épica política, pero evidentemente apócrifa. Y que como vimos, ya en sentido contrario al laudatorio que le daba Walsh, lo había intentado imponer "La Vanguardia" en el momento de ocurrencia de los hechos.
Tarde llegó el homenaje del pueblo argentino a Jean-Francoise Brierre. Recién en el año 2004, en el bicentenario de la independencia de la primera republica latinoamericana, de la primera república negra del mundo, el Congreso Nacional, la Cancillería y la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires recordaron con sendas placas su nombre. Resonó entonces en esos recintos, como una voz espectral surgida de lo más recóndito de la razón y la justicia el argumento esgrimido en 1956 por el embajador ante el gobierno dictatorial argentino: “No porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello. Por el contrario, los pequeños países deben ser respetados escrupulosamente porque son pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza.”
Jean y Therese Brierre[2] demostraron a todos los argentinos con la ejemplar conducta mantenida en una época lamentable de nuestra historia, que los derechos humanos no se actúan, se ejercen.





Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIA
FERLA, Salvador. Mártires y verdugos, Ediciones Revelación, Bs. As., 1964.
PAGE, Joseph A. Perón, Ed. Javier Vergara, Bs. As., 1984.
PANELLA, Claudio. Los socialistas y la Revolución Libertadora. "La Vanguardia" y los fusilamientos de junio de 1956, en Anuario del Instituto de Historia Argentina Nº 7, Bs. As., 2008.
PERON-COOKE. Correspondencia, Bs. As., 1973.
POTASH, Robert A. El ejército y la política en la Argentina (II), Ed. Hyspamerica, Bs. As., 1986.
ROUQUIE, Alain. Poder militar y sociedad política en la Argentina (II), Ed. Hyspamerica, Bs. As., 1986.
WALSH, Rodolfo. Operación Masacre, Ediciones de la Flor, Bs. As., 1972.



[1] Testimonio del suboficial Andrés López.
[2] Lamentablemente los autores de este trabajo no hemos podidos obtener mayores datos biográficos sobre Therese Brierre.