miércoles, octubre 17, 2007

La Isla Pepys, una obsesión de Pedro de Angelis



Crónica una isla imposible y de la vida de quien la imaginó: un notable historiógrafo napolitano que trocó por mero oportunismo en suelo americano sus ideales liberales en abyecta sumisión a la autocracia restauradora rosista.


Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti


Nápoles, Ginebra, París, San Petersburgo…el derrotero europeo de un tipo singular
El 29 de junio de 1784 nace en Nápoles, “ese paraíso habitado por diablos”, Pietro de Angelis. Es tanto hijo de una familia de la pequeña nobleza itálica meridional como hijo de su tiempo. Un acontecimiento en particular deja su huella en sus primeros años: la Revolución Francesa. Muy joven de Angelis es un ardiente jacobino que conspira contra el reino borbónico. En 1799 asiste alborozado a la huida de los borbones napolitanos y la consiguiente desaparición del Reino de Nápoles frente al avance arrollador de Napoleón. Adhiere entonces dejando de lado su inicial republicanismo a la nueva monarquía que el corso impone en la Italia Meridional, primero en la figura de su hermano mayor y luego en la de su cuñado, el mariscal Joaquín Murat. De Angelis se enroló en el ejército napoleónico de Nápoles, y llegó a ser Capitán de artillería. Sin embargo, no estaba hecho para este tipo de armas: su sapiencia humanística y su hábil manejo de varios idiomas, lo guiaban por otros caminos. Así pronto pudo ocupar una cátedra en el Colegio Militar, y fue a partir de 1811 maestro particular de italiano de las hijas de Murat y desde 1813 tutor general de todos los hijos del rey.
De Angelis se juega junto a muchos jóvenes liberales apoyando la experiencia muratista que terminó definitivamente con el medioevo napolitano al implementar reformas tan profundas como la abolición del régimen feudal de explotación de la tierra. La caída de Murat en 1815 en el marco del fin de la era napoleónica, determina también el exilio para de Angelis. Tras algunas peripecias en la Alta Italia recala finalmente en Ginebra donde “desensilla hasta que aclare”.
Hacia 1820 se traslada a París. En la capital gala barrunta de periodista, realiza investigaciones históricas y se relaciona con el mundillo diplomático que gira en torno a la Restauración. Tendrá una relación ambivalente con la legación napolitana en la Ciudad Luz, ora colaborando, ora oponiéndose al nuevo rey borbónico de Nápoles, Fernando I. Sus contactos con el conde Orloff, representante del Zar Alejandro ante Francia, le llevan en misión de secretario de embajada hasta la capital del Imperio Ruso. El hecho más importante de su estadía en San Petersburgo es su encuentro con una dama de compañía de origen suizo, Melanie Dayet, con la que contrae matrimonio.
En 1824 está de nuevo en París. Atrás ha quedado su carrera política y diplomática. No obstante, de la frecuentación de aquellos círculos áulicos le quedarán los refinados modales aristocráticos, una esposa suiza de cultura francesa cuya belleza será un ingrediente no menor en su posterior carrera sudamericana, y una afición por los documentos históricos que acumulará con pasión de coleccionista cimentando su fama. Es en ese momento en la Ciudad Luz cuando conoce a un comisionado de una de las nóveles e impredecibles repúblicas sudamericanas: Bernardino Rivadavia. Ambos tienen del otro una gratísima impresión. Año y medio después en razón de esa empatía, Pedro De Angelis en compañía de su esposa abandona definitivamente Europa embarcándose rumbo al Plata con un contrato para crear y dirigir dos periódicos netamente oficialistas del gobierno que ahora preside su “viejo conocido” Rivadavia.

El derrotero del Sur
El arribo a la que sería su patria adoptiva lo impulsará no sólo a la creación de los órganos de comunicación del Estado para lo que fue específicamente contratado, sino que además acometerá la tarea pedagógica de crear colegios y editar manuales de enseñanza. De Angelis es en sentido gransciano un constructor de hegemonía, una figura fundadora del nuevo orden surgido de mayo, al que imagina guiado por principios de libertad republicana. Pero las volátiles condiciones de la coyuntura rioplatense pondrán en jaque sus convicciones compeliéndolo a desarrollar un fuerte realismo en el que su ya probada versatilidad no siempre reconocerá el límite del mero oportunismo. La flagrante contradicción entre sus textos del período rivadaviano sostenedores de un credo liberal moderado, y las posiciones de cerrada defensa de los poderes fácticos más indefendibles que, desde las páginas de La Gaceta Mercantil, sostuvo sin descanso a favor del despotismo rosista –la dictadura era en su opinión una cruel etapa necesaria en el proceso de organización del país–, operaría en menoscabo de su capacidad de apreciación y ensombrecerá el encomio de su labor historiográfica que es indudablemente, lo más meritorio de su larga, polifacética y “provisoria” residencia en estas melancólicas llanuras del Sud.
“Rosas tomó alquilada la erudita pluma de de Angelis, un italiano, para cubrir la desnudez de su literatura de apodos, epítetos, sobrenombres y aclamaciones” escribirá Sarmiento. En efecto, la figura intelectual que compone de Angelis se reviste de patetismo en su apelación al poder, al que reconoce como fuente y garantía de legitimidad de un estilo de enunciación que, en sus melindres, pretende eludir sus furores. En ese patetismo acomodaticio y medroso frente a los cambiantes humores del dictador porteño, de Angelis se asemeja al ficcional Policarpo Patiño, el fiel de ferchos del doctor Francia, ese taciturno alter ego paraguayo de Rosas inmortalizado por la pluma de Augusto Roa Bastos.
Pero en rigor de justicia, el napolitano es mucho más que el pícaro amanuense del dictador guaraní. Que esté también a las serviles órdenes de un dictador no debe ocultarnos el hecho que pese a sus contradicciones y debilidades (como bien señala su biógrafo Guillermo David) este exiliado por convicción y refugiado por conveniencia, fue un compulsivo archivista que supo frecuentar con solvencia tanto las bibliotecas con inquisición de historiógrafo académico, como los despachos con especulación de hagiógrafo político.
Tanto su vocación de coleccionista, que lo llevó a acumular con carácter privado y de manera a veces cuestionable el archivo más completo de su época, como su infatigable tarea de editor y publicista, constituyeron en su actuación como historiógrafo una firme demostración de la potencia innata que conllevan los textos cuando son revividos adecuadamente. Este argentino por adopción realizó mas allá de sus a veces mezquinas intenciones, inmensos aportes a la construcción del soporte físico en que se asentará el imaginario colectivo nacional al cual darán forma definitiva Mitre, López y otros, cuando el ya esté fuera de escena. Razón tenía Sarmiento, que pese a haberlo atacado por su condición de intelectual rastrero y servil a la dictadura y traidor a los ideales que lo habían traído al Plata, reconoce hidalgamente que a Pedro de Angelis “le debe la República lo bastante para perdonarle sus flaquezas”.

Una isla muy particular
Pedro de Angelis era como hijo del siglo en que el mundo dejaba de ser definitivamente ancho y ajeno, un amante de la geografía. Ferviente aficionado a la lectura de libros de viajes, en este punto sin embargo su fino y acomodaticio realismo político cedió de tal forma que llegó a involucrarse obtusamente en los peligrosos límites de la fantasía.
Casi desde su llegada al país se había interesado en el problema de las Malvinas. Un conocimiento personal con Luis Vernet, el comerciante alemán a cargo de la administración de las islas por cuenta de la provincia de Buenos Aires hasta su desalojo por fuerzas navales extrañas a esa provincia, y con Manuel Moreno, quién será el primer diplomático vernáculo que defenderá la posición de la susodicha provincia sobre las susodichas islas en Londres, convertían a de Angelis en un experto en el tema (para la época y el medio). Ya en 1829 había publicado en La Gaceta Mercantil un “Bosquejo histórico sobre las islas Malvinas”. Por todo ello sorprende retrospectivamente como pudo confundir la difusa nominatividad inicial de las mismas con un territorio que solo existió en su imaginación. Veamos las raíces de esta confusión.
Hacia 1684 el marino inglés Ambrosio Cowley publicó un diario de viaje en el que afirmaba que navegando por el Atlántico, a los 47ª de Latitud Sur había avistado "una isla desconocida, deshabitada, a la que dí el nombre de isla Pepys, sobre la cual crecen árboles y posee ríos de agua dulce, como también tiene una gran puerto con capacidad para miles de naves.”
Guillermo Dampier viajaba en la misma expedición. En su diario escribió que “reconocí las islas de Sebald de Weert. Son tres islas rocosas y estériles, sin un árbol, reduciéndose toda la vegetación a matorrales…”
Cowley y Dampier viajaban juntos, evidentemente habían avistado las mismas islas. La versión del último es la más verosímil y alude indudablemente a las Malvinas (entonces llamadas sebaldinas por su descubridor Sebald de Weert). A su vez Cowley no tuvo mejor idea que ilustrar su feraz isla con un mapa que se corresponde exactamente con el perfil de una de las islas….sebaldinas.
A principios del siglo XIX ya nadie tomaba en serio las versiones sobre la probable tangibilidad de la isla Pepys. Bueno, nadie no…en Buenos Aires había un hombre nacido en Nápoles que creía firmemente en su existencia
A tal punto creía en la misma que en 1839 publica “Apuntes históricos sobre la isla Pepys”, donde defiende su posición frente a la unánime incredulidad sosteniendo que
La historia de la geografía suministra varios ejemplos de estas incredulidades. La Pérouse afirmó que no existía la Isla de la Ascensión, y la borró en su mapa; mientras que otro oficial de la marina francesa había estado en ella, y determinado su latitud al sud de la isla de Trinidad. Lo mismo ha sucedido con la Isla Pepys: declarada imaginaria por Byron, Cook, Bougainville, y La Pérouse, fue avistada por un oscuro piloto que volvía de Malvinas a Montevideo en un buque mercante. Su informe, elevado al conocimiento del ministerio español, pasó a consulta de don Jorge Juan, que presidía entonces el Departamento de Marina, y que no trepidó en reconocer y declarar la identidad de la «Isla Catalana» de Puig con la Pepys de Cowley. Para no debilitar la fuerza de sus argumentos nos hemos resuelto, (a pesar de las dificultades que encontramos en hacer uso de nuestros documentos gráficos inéditos), a reunir en un solo mapa tres croquis de esta isla: el 1.º tal cual la vio Cowley; el 2.º, según la dibujó Puig, en su informe, que en copia autorizada conservamos en poder nuestro; y el 3.º, tomado de otro plan, cuya originalidad es lo único que nos es dado garantir, por haber llegado a nuestras manos sin más indicaciones que las que lo acompañan. Por grande que sea el crédito de los que han negado la existencia de la Isla Pepys, no debe sobreponerse al convencimiento que producen las declaraciones explícitas de los que la han visitado (…) Se necesita un gran fondo de incredulidad para declararla imaginaria.
En 1845 insiste con su isla, enviando una comunicación a la “Societé de Geographie” de París. En 1852 traduce al inglés sus “Apuntes…” a los que agrega supuestos mapas de la isla. Uno de ellos, coloreado a mano por De Angelis se encuentra actualmente en el Archivo General de la Nación, con una leyenda manuscrita al pie: El plano de la isla Pepys tomado del comando del bergantín inglés “Hatefort-Packet” cuando arribó a la dicha isla.
La isla Pepys se había convertido en una obsesión que ni siquiera los cambios ocurridos a partir de Caseros, cambios que lo afectaron en grado sumo, pudo borrar De Angelis de su mente.

La mitad de nada
Derrocado Rosas, de Angelis entró en tratativas con Urquiza. Vendió a este buena parte de su colección privada. Sin embargo, falto de apoyo y protección, señalado en su lacayuno rosismo por los emigrados que retornaban al centro de la vida política, no lo quedó al polígrafo napolitano otra alternativa que poner saludable distancia, ausentándose primero al Brasil y luego a la más cercana Montevideo. En la otrora Troya Americana permanece hasta 1856, año en que retorna a Buenos Aires con el salvoconducto de un nombramiento que le otorga un rey borbón absolutista ungiéndolo cónsul general de las Dos Sicilias ante el rebelde estado porteño. Si hacía mucho tiempo que había abandonado sus ideas liberales, este cargo consular desmentía también su autoproclamada criolledad. Pero todos estos acontecimientos, como ya señalamos, no le hacen olvidar su personal ínsula privada.
Así al abandonar la capital oriental en pos de su destino diplomático, le escribe al Ministro de Relaciones Exteriores del Uruguay, Florentino Castellanos, dos cartas decididamente obsesivas sobre el tema. Tal vez los achaques de la vejez estén cobrando su precio. De Angelis tiene ya 72 años. Alguno hasta se aprovecha de esa obsesión abusando de su confianza, tal lo que parece desprenderse de esas cartas. En la primera de estas comunicaciones le dice a Castellanos:
Le agradezco las noticias que Ud. me ha dado sobre el descubrimiento de la isla Pepys, pero mucho me ha extrañado el silencio que ha guardado conmigo el Sr. Duval (¿?) Yo puse en sus manos todo lo que tenía sobre esta isla misteriosa: me entregué a su honradez, y no hice con el lo que había hecho con las autoridades inglesas, a quienes pedí un documento que declarase los títulos que yo tenía y los derechos que me reservaba sobre la isla, si se encontraba. Lo que pedía era la mitad de la propiedad territorial, la mitad de la pesca de anfibios y de huano, si existían, como era probable suponerlo.
El comandante del “Star” no halló la isla, pero me mandó la relación de su viaje con un planito de su navegación que también mostré al Sr. Duval que sacó copia de ellos. Y el Sr. Duval va, viene, no encuentra la isla, y confía a otros lo que debía haberme comunicado porque soy yo el que le ha dado los datos para encontrarla. ¡Hubiese al menos correspondido a mi proceder, mandándome una copia del artículo del “Monitor”, en donde se halla el anuncio de este descubrimiento!...
Unos días después envía al mismo destinatario otra carta machacando monotematicamente sobre “su” isla Pepys, pero en un tono de esperanzada credulidad:
He recibido una carta de Mr. Duval, que me anuncia su proyecto de volver a la isla sin decirme cuando. Tampoco me da una idea clara del viaje del “Bolga” y las circunstancias de su hallazgo. Como estos detalles tienen un muy gran interés para mí, ruego a Ud. se valga de algún comerciante… para hacer venir de París el número del “Monitor” que los contiene, ya que no puede conseguirse en Montevideo. Quisiera además saber si efectivamente el Sr. Duval piensa hacer un segundo viaje.
Su fe en la existencia de la isla Pepys lo ha trastornado. Piensa que de hallarla efectivamente por mano de algún ocasional capitán “Duval”, tiene derecho sobre la misma, aunque se conforma con la mitad de los bienes que esta pueda producir. Con ello volvería la fortuna, que nunca fue muy grande en su extraordinaria existencia europea y americana. La obsesión por la isla implica también el tener un seguro para su vejez. Pese a su cargo diplomático no consigue ninguna ocupación fija y ninguna propuesta le satisface. Está desorientado e intranquilo. El general Tomás Guido, su viejo amigo rosista a la sazón representante de la Confederación Argentina ante el Paraguay, gestiona con éxito que el presidente vitalicio Carlos Antonio López le convoque a hacerse cargo de un diario oficialista en Asunción. De Angelis rechaza la propuesta y solo le pide que le envíe de tierra guaraní “una hamaca de las más comunes que haya, y que no sea de mucho costo”.
Poco a poco se va aislando del trato social, recluyéndose cada vez más en su quinta suburbana. A su amigo Castellanos le confiesa:
Desde que he pisado mi umbral, no hago más que vegetar y dejo pasar los días sin contarlos. Podría decir, como Lamartine: no vivo, me sobrevivo.
Finalmente a los 74 años de edad, el 10 de febrero de 1859 a las diez y cuarto de la mañana, en el lecho postrero de su quinta de San Isidro, Pedro de Angelis encuentra al fin su isla Pepys. Isla que a partir de entonces se convierte como el Nápoles natal del gran archivista, en un paraíso habitado por un diablo.





Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Estimados amigos
Uds., hace un tiempo, remitieron copia a mi blog, como comentario, en referencia al artículo sobre Solano López.
Decidí publicar el mismo, porque en verdad comparto muchos de sus puntos de vista.
Visité su blog y me pareció fascinante.
Los quiero felicitar y, en verdad, quedar en contacto con Uds.., sobre todo si algún día vienen a Bs. As., porque creo en sus capacidades.
Ofrezco mi información y mis relaciones, sobre todo con determinadas instituciones intermedias, que pueden darnos datos ciertos sobre la verdad de la historia argentina.
Les mando un abrazo
Daniel Pena
daniel_pena1872@yahoo.com.ar
http://danieleugeniopena.blogspot.com

Anónimo dijo...

Les cuento que hoy es posible visitar en el cementerio de la Recoleta (Ciudad de Buenos Aires) la tumba de esta "veleta napolitana".

Como pueden imaginar, al igual que muchísimas otras, está en un estado lamentable y, si mal no recuerdo, está al lado de la tumba de Don Luis Vernet.

Anónimo dijo...

Hi there,

I am doing a research project on the Falkland Islands and its history, and part of it is devoted to the phenomenon of Pepys Island. Unfortunately I don't speak Spanish, but via Google Translate I found out that you have made a map consisting of the different positions assumed by de Cowley, Drew Puig, and a third one. I would really like to see it! Could you maybe get in touch with me via jannomartens@gmail.com?

Thanks!

Janno