Ing. Tiberio Gombos.
Entre un pasado fecundo y un futuro incierto
A fines de 1939 Juan Álvarez escribe el último capítulo de su Historia de Rosario. En esas postreras páginas de su monumental obra, Álvarez da rienda suelta a su nostalgia por los tiempos idos del Modelo Agro exportador, al que considera el factor principal del engrandecimiento de su ciudad. Lúcido defensor de un liberalismo a la vez político y económico, sabe que ese modelo finó con el crack de la bolsa neoyorkina una década atrás, reemplazado por un creciente intervencionismo estatal que reprueba.
“Rosario, que vivió hasta aquí confiadísimo en el porvenir, comienza a sentir alarma, pues si los últimos años le aportaron protección gubernativa, en ningún período de su historia desde 1852, ha sufrido el comercio local restricciones tan molestas. La protección puede ser tornadiza y variable; las trabas, son obstáculo permanente al ejercicio de iniciativas individuales sobre las que se cimentó la prosperidad del pasado. Ahora hay poca, muy poca libertad económica, y mucha economía dirigida, muchísima intervención de funcionarios públicos en los negocios privados. Para conjurar trastornos transitorios producidos por las crisis periódicas, fruto del libre juego de ofertas y demandas, habrá ahora médico obligatorio, recetas inacabables, y en fin de cuentas, crisis crónica. El gobierno quiere remediarlo todo, inclusive las imprudencias de quienes aturdidamente se cargaron de deudas y desean se les ayude a salir del paso para seguir gastando.”
Pese a esta defensa de un liberalismo que de tan crudo se torna anacrónico, Álvarez esta dispuesto a conceder que ante la magnitud de la crisis alguna intervención estatal era necesaria.
“Desde luego, la crisis de 1929 y la brusca baja de los cereales en 1930 justificaron alguna provisional medida de emergencia, y a ello había obedecido establecer a fines de octubre del 31 cierta paridad entre la moneda argentina y las extranjeras, poniéndolas a cargo de una Comisión de control de cambios; pero en 1934, cuando ya la crisis declinaba, lejos de abandonarse esos procedimientos excepcionales, se los reforzó.”
Es esa transformación de lo excepcional en permanente lo que esencialmente reprueba Álvarez. Entiende que ese dirigismo económico instrumentado por los gobiernos nacionales conservadores atenta fundamentalmente contra su ciudad toda vez que el reparto de la cada vez mas gigantesca torta pública se realiza a favor de los intereses concentrados en torno al puerto de Buenos Aires, al cual alguna vez hizo frente planteándose como alternativa al poder hegemónico del mismo, la burguesía rosarina de la que Álvarez forma parte por derecho propio.
Ciertamente la pertenencia de clase y su nostalgia por un mundo y una ciudad que ya no es, le impiden entender a este por otra parte notable intelectual, los cambios que están operando de manera drástica en la sociedad argentina en esos años. Entre 1930 y 1933 la depresión económica trajo como inmediata consecuencia tasas de desempleo inéditas. Rebaja de salarios, desocupación, desconocimiento por parte de las patronales de las de por si ya débiles y escasas leyes de defensa de las condiciones laborales de los trabajadores, fueron entonces una amenazante realidad para las masas obreras argentinas (incluidas las rosarinas). El paisaje ferroviario de la pampa gringa sumó entonces como nunca antes, decenas de miles de parias, nativos y extranjeros –estos en gran proporción polacos y ucranianos-, deambulando a lo largo de las vías férreas, buscando por chacras y estaciones un conchabo transitorio y mal pago.
Álvarez no entendió la complejidad de la crisis ni su larga duración, como sí lo hicieron las elites gobernantes que pese a su prosapia liberal conservadora no duraron en aplicar medidas keynesianas que sabían de largo plazo. Esto permitió que a mediados de la década y a favor de una industrialización que paulatinamente se va afianzando al calor de una incipiente sustitución de importaciones, la recesión cediera en sus efectos sociales más conflictivos, y cierta reactivación económica, especialmente en los rubros textil, alimentario, químico y metalmecánico, revirtiera los índices de desocupación de los años anteriores, especialmente en las ciudades de Buenos Aires y Rosario, las que comienzan a recibir migrantes de las provincias interiores. Un censo de actividades de 1935 da cuenta que en la provincia de Santa Fe la mitad de su producción industrial se concentraba en el área rosarina, donde mil setecientos establecimientos fabriles empleaban a 27.000 obreros. Seguramente no entraba en el ideal de estos, el barrer tienda alguna con la promesa de convertirse décadas después en socios del dueño de la misma. Otras expectativas, distintas a la que Álvarez entendía como el “deber ser” de la escala de progreso de un dependiente de comercio, tenían estas nuevas generaciones de trabajadores.
Si hondo es su pesimismo en el análisis de las políticas económicas dirigistas que considera perjudicial para lo que el entiende como genuinos intereses de su ciudad, muy distinta es su visión acerca de otros cambios que se están operando en la urbe. La meseta demográfica en que se encuentra Rosario tras detenerse en 1930 el flujo de migrantes europeos que fue constante y sostenido –salvo la excepcionalidad de la Gran Guerra- durante décadas, amerita para Álvarez perspectivas no necesariamente negativas:
“Si el ritmo del crecimiento se atenúa durante los años próximos, tanto mejor: la ciudad aprovechará tal circunstancia para completar sus servicios, embellecerse, llenar cumplidamente las funciones que le corresponden. No es cierto queden cerradas para ella las posibilidades de perfeccionamiento en cuanto deje de crecer a escape. Al contrario. Libre de apremios, podrá ocuparse de las muchas cosas que ha ido dejando a medio hacer”
Enumera a continuación los hitos culturales, científicos y artísticos que en los últimos años dan nueva impronta a la ciudad. Lo hace con una mirada de pertenencia de clase evidente. Si tales obras benefician al conjunto de los rosarinos, no parte su concreción de la comunidad en su conjunto, sino que en su mayoría responden a la magnanimidad de la élite rosarina. Es en esa perspectiva que Álvarez resalta especialmente que el moderno edificio destinado a museo de artes plásticas recientemente construido en el parque Independencia, así como su bien provista pinacoteca, es producto de
“un generoso rasgo de la señora Rosa Tiscornia de Castagnino, dedicado a la memoria de su hijo, dilecto benefactor de los artistas a quien la muerte hiriera en plena juventud.”
En el mismo espacio público es habilitado en ese tiempo un museo histórico, al que Álvarez considera el lugar ideal para que las clases subalternas rosarinas puedan admirar los recuerdos de otros tiempos de las familias de abolengo que también “generosamente” se han desprendido de tales trastos, que hasta ese momento dormían la interminable y polvorienta siesta del olvido en desvanes y depósitos. La flamante escuela de arte escénico es para Álvarez, “fruto de los desvelos” de otra representante de la burguesía, Alicia Olivé. El dramaturgo que nutre con sus obras el repertorio que se interpreta en tan exclusivo instituto, es Camilo Muniagurria, otro cabal exponente de la elite local.
Cierra Juan Álvarez el capitulo dedicado a ese segundo lustro de la cuarta década del siglo XX con una ineludible referencia a las disciplinas universitarias que más allá de lo estrictamente artístico y cultural, están operando para dar al paisaje urbano una nueva fisonomía, en una ciudad que –en sus sectores más acomodados- resiste perder sus modos de sociabilidad en relación al espacio habitado, ya no tan acordes a los nuevos tiempos:
“…los egresados de Ingeniería y Arquitectura están transformando la fisonomía urbana y la distribución interna de los edificios…Urbe de casas bajas o de pocos pisos, aunque aquí y allá disuene algún desproporcionado rascacielos, ofrece todavía Rosario la nota amable de patios embellecidos por flores, emparrados de enredaderas desbordando sobre las tapias, grandes árboles de sombra en los centros de manzanas, y calles asoleadas, de nítida perspectiva, limpias de esa bruma borrosa que tantas ciudades industriales empaña”.
“Algún desproporcionado rascacielos”
Esta adjetivación de Juan Álvarez sobre la emergencia en el paisaje urbano de
edificios de varios pisos de altura, es una muestra de esa resistencia que la burguesía rosarina tiene al advenimiento de cambios que no pueda manejar totalmente. Las nuevas tendencias arquitectónicas son miradas con recelo y atracción al mismo tiempo.
Este desarrollo edilicio es un fenómeno común a las principales ciudades argentinas en esa década donde, en opinión de los investigadores de la historia de la arquitectura argentina, Anahí Ballent y Adrián Gorelik,
“La vivienda urbana asumía a su vez particulares formas de transformación, que la convirtieron rápidamente en el símbolo elocuente de los nuevos tiempos: la casa de renta o departamentos desarrollada en altura se imponía como parte de una modernización general de la ciudad. Fue este un proceso reconocible en los distritos centrales de Rosario, Córdoba y Mendoza, ejemplos de gran despliegue constructivo en edificios de altura. Pero, como en otros aspectos de la modernización, Buenos Aires lo emblematizó de modo más completo.”
En Rosario específicamente, ese tipo de construcciones tiene un nombre fundamental. Es el de Ermete Esteban Félix De Lorenzi, que ha nacido en 1900 en El Trébol, localidad del centro oeste santafecino, en el seno de una familia de inmigrantes italianos que han acumulado una gran fortuna por sus inversiones en tierras, silos, acopios agropecuarios y especialmente por su incursión en el rubro de la cremería donde a partir de la elaboración de un queso de cáscara dura de excelente calidad – conocido comercialmente como trebolgiano en un sincretismo nominativo que homenajea al pueblo donde están afincados y al “formaggio” parmesano al que genéricamente pertenece tal producto- logran insertarse durante décadas en el mercado de consumo argentino con extraordinarias ganancias.
Esmirriado y enfermizo, Ermete en sus primeros años tuvo serios problemas físicos que tornaban incierta su calidad de vida a futuro. Tartamudeo, sordera y una debilidad manifiesta en sus miembros inferiores que solo le permitía caminar con ayuda de zapatos ortopédicos. En 1911 fue llevado por sus padres a Italia donde lo sometieron a distintos tratamientos con los más importantes especialistas de la época. La terapéutica médica –y también paramédica- sumado a la fuerza de voluntad del propio niño, fueron dando sus frutos y de a poco estos problemas físicos fueron remitieron hasta desaparecer por completo en su juventud.
Todos estos obstáculos de su niñez y adolescencia no impidieron que cursara estudios regulares en la ciudad de Rosario, adonde la familia De Lorenzi se radica en 1907. Cursa entonces los grados instrucción primaria en el Colegio Pando y los secundarios en la Escuela Industrial de la Nación (actual Politécnico), de donde egresa en 1918 con el título de Técnico Mecánico. En ese momento De Lorenzi no ha definido su meta profesional. Entre 1919 y 1922 cursa hasta el cuarto año de ingeniería en la flamante Universidad Nacional del Litoral y al año siguiente se traslada a la capital de la República con el declarado propósito de completar su educación superior en la carrera por la que finalmente se inclinó. Un trienio después recibe su título de arquitecto en la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Con diploma de honor y la calificación de “sobresaliente” en todas y cada una de las veintitrés materias rendidas para obtener el título de grado, retorna a Rosario donde en 1927 inicia su actividad profesional asociado a los arquitectos Julio Otaola y Aníbal Rocca.
Residió a partir de entonces de manera permanente en esta ciudad durante 18 años hasta 1945, cuando se afincó en la Capital Federal en virtud de haber sido elegido primer decano de la flamante Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires.
Llegaba a ese alto cargo académico con una brillante foja de servicios en la enseñanza superior. Tenía sin dudas vocación pedagógica, la que se manifestara tempranamente en plena juventud cuando dictó un curso sobre automóviles en la Universidad Popular de Rosario (pomposa y excesiva denominación de una de las tres secciones en que se dividía internamente el Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, creado con la finalidad de dar instrucción y capacitación a obreros y empledos mediante el sistema de dictado de cursos.
De retorno a la ciudad fue nombrado profesor de dibujo en la escuela secundaria Dante Alighieri –era un acuarelista y dibujante notable- y desde 1929 obtuvo por concurso la titularidad de la cátedra Teoría de la Arquitectura, de la entonces Facultad de Ciencias Matemáticas, Físico-Químicas y Naturales de la Universidad Nacional de Litoral. Durante más de una década formó arquitectos que en su último año de estudios competían exitosamente con sus pares de las restantes universidades argentinas en los distintos concursos que se realizaban. Ser alumno de De Lorenzi entonces conllevaba un prestigio dentro del campo arquitectónico a nivel nacional. En 1939 obtuvo por concurso de oposición y antecedentes la titularidad de la cátedra de Teoría de la Arquitectura de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires, ciudad a donde se trasladaba semanalmente en tren a dar sus clases.Como profesional de la arquitectura su etapa específicamente rosarina abarca con creces el período de la década del treinta adonde establecemos los autores de este trabajo el recorte temporal de nuestra investigación. En esos años De Lorenzi fue el autor de un gran número de proyectos de viviendas especulativas, entre los que se distingue una amplia gama de programas: edificios y casas de renta, viviendas en pasillos, chalets que conforman barrios, conjuntos a modo de cités y prototipos de viviendas a ser producidos en serie.
Como bien señala una investigadora de su obra, la arquitecta Jimena Cutruneo, la clave para De Lorenzi era la utilización de materiales durables, de buen aspecto y la atención en la resolución de la fachada. De Lorenzi lo planteaba no tanto como conformidad a las convenciones, sino como diferenciación -de acuerdo al segmento del mercado al que se orienta, el comitente privado o institucional, la localización urbana, suburbana o campestre- de unidades habitaciones. Los recursos, entonces, tenían que ver con la variedad en la resolución formal del edificio: retiros, jardines, tamaño y cantidad de balcones, pórticos, basamentos, coronamientos, según el segmento del mercado al que están orientadas las viviendas. La diferencia como marca del arquitecto no quedaba sólo acotada a lo formal, sino que se extendía a las estrategias de distribución: la disposición o no en departamentos, la presencia o no de office e íntimos, la flexibilidad espacial, la búsqueda de nuevos agrupamientos de locales, que incluso alcanza a la diferenciación e individualización de las distintas unidades habitacionales de un conjunto.
De Lorenzi estableció como función principal del arquitecto el “resolver en cada caso el problema con las formas que más satisfagan al mismo.” Fue uno de los primeros profesionales argentinos que expresaron públicamente su fobia a las medianeras. Así criticó sin ambages a los proyectistas del Palacio Minetti -uno de los edificios que fueron emblema urbano a partir de su construcción en la década del veinte- por haberlo concebido estos con cúpula y medianeras en lugar de cuatro fachadas que le habrían dado mayor espacialidad. En palabras de De Lorenzi, la medianera en arquitectura “era una solución terrible”.
Entre sus múltiples realizaciones se destacan: Sanatorio Británico, Sanatorio Plaza, Pabellón de Cirugía del Hospital Italiano, edificios de renta en Córdoba al 1400 (que al ser construido en 1932 fue uno de los primeros en Rosario en contar con una estructura de hormigón armado) y en Santa Fe al 1400, edificio Gilardoni en Bulevar Oroño y Rioja, edificio De Bernardi en Bulevar Oroño al 300.
Pero hay dos obras que nos interesa destacar en particular. Una fue la levantada en la esquina noroeste de Córdoba y Bulevar Oroño, construida entre 1938 y 1940. Es el edificio de la Compañía de Seguros La Comercial de Rosario. Ninguna medianera arruina la majestuosidad del edificio, con sus 17 pisos, sus 5.000 metros cuadrados de superficie cubierta y una torre de 70 metros de altura. El edificio de La Comercial de Rosario marcó época y sigue siendo un modelo de arquitectura actual. Este edificio representa para Rosario, en tiempo y lugar, lo que el Kavanagh para Buenos Aires. Su modernismo sobrio y a la vez monumental establece un juego estético de ida y vuelta con el lugar en que está emplazado, uno de los sitios de mayor belleza de la ciudad. William Dunkel, arquitecto suizo de fama internacional, director del Instituto Politécnico de Zurich, consideraba a este edificio como un modelo y ejemplo mundial del modernismo.
La otra obra es la mansión ubicada en la ochava sudoeste de Córdoba y Moreno, que De Lorenzi construyó como residencia familiar a finales de la década del veinte y que tuvo entre otros destinos posteriores, el de ser sede del Comando del Segundo Cuerpo de Ejército. Durante la última dictadura militar fue el epicentro desde donde se emitieron las órdenes de detención, tortura y desaparición de miles de personas en las seis provincias litorales argentinas que estaban bajo su jurisdicción militar. Todos los intentos de organismos de derechos humanos para que se establezca un museo de la memoria en el edificio han sido infructuosos, pese a existir una ordenanza municipal que así lo dispone. En sus instalaciones, convenientemente refaccionadas en su interior pero respetando en líneas generales su morfología externa, funciona desde hace unos años y hasta el presente (2009) un lujoso bar temático cuyos indiferentes parroquianos pertenecen a los sectores medios y altos. Este edificio por el que sin dudas ha pasado parte de nuestra historia, se lo puede ubicar arquitectónicamente como perteneciente al eclecticismo academicista. De Lorenzi dejó su impronta en el, no solo por proyectarlo para ser el hábitat de su propia familia, sino también porque fue su primera obra de importancia en la cual impuso algunos de los criterios de modernidad que serían un lugar común en sus trabajos a partir de los años treinta.
Vanguardias elitistas
Las investigadoras del Instituto de Historia de la Arquitectura de la Universidad Nacional de Rosario, arquitectas Bibiana Cicutti y Bibiana Ponzoni, afirman que hacia 1930 la burguesía rosarina logra prolongar y hasta fortalecer su prosperidad a pesar de la coyuntura mundial desfavorable apostando nuevamente a la renta inmobiliaria. En cuanto al lenguaje arquitectónico, ese rentista se asume como predominantemente tradicionalista respecto del consumo que presenta reticencias frente a los modelos formales abstractos y a las cuestiones ideológicas que se debatían en Europa. Ambos modelos: el "tradicionalista" y el "moderno" se perciben como simultáneamente válidos. Resulta pues interesante observar como se conjugan imágenes tan diferentes que significarán, tanto para los profesionales como para los clientes, opciones alternativas.
En esos años conviven entonces en la reformulación urbana de Rosario, rasgos neoclásicos, referencias romántico-pintorescas o eclécticas con los modelos modernos más permeables. Este ancho margen en el modo de aplicación de los modelos arquitectónicos de las distintas escuelas, permitió a los profesionales y constructores mayor libertad formal y actuó de mediador entre "tradición" y "modernidad", entre "racionalismo" y "expresividad". Así Hilarión Hernández Larguía aplicaba en forma indiferenciada una secuencia de estilos a idénticas unidades habitacionales. Por su parte Tito y José Micheletti tenían una base tan ecléctica que les permitía proyectar utilizando como fundamentación de sus obras, a veces los más rigurosos ejercicios académicos, y otras veces las más osadas propuestas vanguardistas.
A favor de este tira y afloje entre profesional y cliente, el paisaje urbano se va modificando contundentemente a lo largo de los años treinta con la aparición de incontables obras generalmente de un alto nivel de calidad. Son viviendas individuales o pequeños conjuntos de renta, tipologicamente modernos, y con cierto alarde de los recursos poéticos del Movimiento Moderno: revoque blanco, cubiertas planas, terrazas pergoladas, planos horizontales en voladizo, volúmenes rectangulares o curvos expresivamente encastrados, "ojos de buey", revestimientos pulidos, herrería cromada o de bronce con motivos alegóricos, etc.
El arquitecto De Lorenzi fue sin dudas en su profesión un arquetipo del Movimiento Moderno, un discípulo privilegiado y consecuente de la “Bauhaus”, esa escuela alemana de arquitectura y diseño fundada en Weimar en 1919 por Walter Gropius, que transformó en pocos años la forma de construir según la tradición de siglos, al sostener que el arte debía responder a las necesidades de la sociedad y que no debía hacerse distinción entre las bellas artes y la artesanía utilitaria. La “Bauhaus” también defendía principios más vanguardistas como que la arquitectura y el arte debían responder a las necesidades e influencias del mundo industrial moderno y que un buen diseño debía ser agradable en lo estético y satisfactorio en lo técnico. A esos principios les fue fiel De Lorenzi cuando proyectó el edificio industrial de Chaina y Cía., ubicado en calle Córdoba al 3100, construido en 1933 con estructura de hierro totalmente soldada y una planta alta de oficinas que causa una excelente impresión visual, toda vez que esa estética no era –ni es- usual en ámbitos de uso fabril.
La renovación arquitectónica de esos años también es asumida en la ciudad de Rosario -en mayor o menor medida como ya vimos- por profesionales pertenecientes a las clases privilegiadas (los Micheletti, Hilarión Hernández Larguía, Ángel Guido, Juan Manuel Newton, Emilio Maisonnave, Juan B. Durand, etc.), algunos de los cuales no escapan a comportarse con los modos autoritarios y elitistas propios del contexto social del que forman parte. De Lorenzi ciertamente no es una excepción a tenor del siguiente testimonio:
“Mi padre, Legurio Tramallino, trabajó muchos años para la firma De Lorenzi. Llegó a ser gerente. Estaban en calle Santa Fe y hacían el famoso queso trebolgiano que era muy rico. Los productos De Lorenzi eran de lo mejor que había en Rosario. Tenían fábricas de queso en El Trébol y en otros pueblos. Durante la época de Perón tuvieron problemas por la forma en que trataban al personal. ¡Imaginate lo que habrá sido antes! Mi papá me contaba que cuando el era cadete (…si, debe haber sido por los años treinta, porque el era chico y yo nací en el 44), cuando el era cadete te decía, lo hacían trabajar de lunes a sábado, y el domingo tenía que levantarse temprano solamente para ir hasta el centro a buscar los diarios de Buenos Aires y La Capital y llevarlos a la casa del arquitecto De Lorenzi que quedaba donde ahora está el bar ese (al) que los zurdos le tiran huevazos porque antes estaba el Comando. ¡Y guay con llegar tarde con los diarios! ¡Amigo, los retos que le daban! Y eso que no era más que un chico. Al arquitecto no le importaba si llovía a cántaros o si el tranvía que llevaba a mi papá hasta su casa iba demorado. No había excusa que valga. Mi viejo que los conoció bien a todos los De Lorenzi decía que estaban cortados por la misma tijera. Eran unos gringos con mucha plata y muchos “humos” en la cabeza.”No se trata de cargar las tintas sobre De Lorenzi. No es nuestra intención. Concordamos en ese sentido con la historiadora Laura Benadiba que propone que en la transmisión del pasado se encuentra la llave para comprender el presente, y sobre todo, valorarlo desde una actitud crítica y activa. Y agregamos nosotros: sin maniqueismos desde nuestro hoy para juzgar figuras del ayer. Volvemos entonces a Ermete De Lorenzi y advertimos que el actuó témporo-espacialmente dentro de una lógica hecha de cortes y persistencias. Su posición socio-económica le llevó a mostrar esos modos de continuidad en un trato excluyente y restrictivo, al tiempo que su formidable capacidad profesional lo hizo protagonista emblemático de esos cortes modernizadores.
De Lorenzi no se limitó al ejercicio estricto de la arquitectura o a actividades académicas relacionadas con ella. Desempeñó también funciones públicas diversas a lo largo de esos años (Director de Obras Públicas de la Provincia en 1935 y a principios de los años cuarenta, miembro de distintas comisiones municipales, etc.) Fue accionista de las empresas familiares y un hábil rentista de alguno de sus edificios, todo lo cual le permitió acrecentar su patrimonio, dejando a su muerte ocurrida en la ciudad de Buenos Aires en agosto de 1971, una consolidada fortuna. Tuvo afición por la música, la pintura y la escultura. Así lo encontramos en ese tiempo como miembro cofundador de instituciones tan disímiles como el “Foto Club de Rosario”, la “Cultural Lírica Rosario”, el Centro Tradicionalista “El Hornero”; o ejerciendo la presidencia del “Club Remeros de Alberdi” o la secretaría del “Rotary Club Rosario”.
En síntesis, un hombre excepcionalmente dinámico que dio con sus obras nuevo carácter al paisaje urbano de una ciudad que en la década de 1930 se transformaba en el claroscuro de avances y rémoras. Un hombre conciente de pertenecer a un grupo social privilegiado que era el destinatario principal de su producción. Un hombre especialmente dotado para ese arte renacentista que es la arquitectura, siempre en la búsqueda de "la composición correcta y el carácter adecuado" buceando en recursos ya probados, con la convicción de que la originalidad puede lograrse apoyándose en el principio de Julián Guadet de "hacer mejor lo que otros ya hicieron bien". Y que de esa forma actuó de acuerdo a lo que pretendía Juan Álvarez de la burguesía rosarina en ese tiempo en que la ciudad había dejado de crecer demográficamente “a escape”. Ermete de Lorenzi fue entonces uno de los que operó con su gestión profesional para que ediliciamente en su centro burgués, Rosario “libre de apremios, se ocupara de las muchas cosas que ha ido dejando a medio hacer”.
Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar
http://grupoefefe.blogspot.com
BIBLIOGRAFIA
Álvarez, Juan. 1981. Historia de Rosario (1689-1939). Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral.
Ballent, Anahí y Gorelik, Adrián. 2001. País urbano o país rural: La modernización territorial y su crisis, en Nueva Historia Argentina. Tomo VII: Crisis económica, avance del Estado e incertidumbre política (1930-1943). Buenos Aires: Sudamericana.
Benadiba, Laura. 2007. Historia Oral. Relatos y Memorias. Buenos Aires: Maipue.
Cicutti, Bibiana y Ponzoni, Bibiana. 2003. Incisiones. Algunas consideraciones sobre la arquitectura Moderna en Rosario, en Matéricos Periféricos. Nº 4. Revista del Taller Carlos Galli (a cargo del arq. Marcelo Barrale) de la Facultad de Arquitectura, Planeamiento y Diseño de la Universidad Nacional de Rosario.
Cutruneo, Jimena. 2007. La vivienda especulativa en Ermete de Lorenzi, en Ermete de Lorenzi. Obra Completa. Rosario: A&P Ediciones.
Fernández, Sandra y Armida, Marisa. 2000. Una ciudad en transición y crisis (1930-1943), en Rosario en la Historia (de 1930 a nuestros días) Tomo 1. Rosario: UNR Editora.
Gombos, Tiberio. 1971. Una época heroica de la arquitectura en Rosario, en Revista de Historia de Rosario, Nros. 21/22. Rosario: Perelló S.A.I.C.
Martín, María Pía y Múgica, María Luisa. 2001. La sociedad rosarina en el siglo XX: cambio, vida cotidiana y prácticas sociales, en La Historia de Rosario, Tomo 1 (Economía y Sociedad). Rosario: HomoSapiens Ediciones.
Matsushita, Hiroshi. 1986. Movimiento obrero argentino. 1930-1945. Buenos Aires: Hyspamérica.
Rigotti, Ana María. 2001. Los procesos de expansión y conformación urbana, en La Historia de Rosario, Tomo 1 (Economía y Sociedad). Rosario: HomoSapiens Ediciones
OTRAS FUENTES
Escritas:
Memoria del Ministerio de Hacienda y Obras Públicas de la Provincia de Santa Fe. Período 10 de Abril de 1939 al 10 de Abril de 1940.
Revista Summa. Documentos para una historia de la arquitectura en la Argentina. Específicamente aquellos que comprenden lo que la revista acota cronológicamente como el “periodo de integración nacional (1914-1943)”.
Orales:
Testimonio del señor Carlos Alberto Tramallino a los autores. Idem del arquitecto Daniel Zárate. Idem del arquitecto Ricardo Miranda.