lunes, diciembre 25, 2006

Las experiencias formativas de la Generación de 1837

Los orígenes contextuales y culturales de un grupo de intelectuales que iniciaron con su compromiso militante la construcción de la excepcionalidad favorable de la Argentina en Iberoamérica

“¡Hay en la Tierra una Argentina!
He aquí la región del Dorado,
He aquí el paraíso terrestre,
He aquí la ventura esperada,
He aquí el vellocino de oro”
Rubén Darío


La excepcionalidad argentina
La inserción de la Argentina en la segunda mitad del Siglo XIX en un nuevo orden mundial con su economía pastoril integrada con mayor o menor grado de subordinación en una eficaz alianza con el capital financiero europeo -mayoritariamente británico- tiene un nombre aceptado por las ciencias sociales: Modelo Agro Exportador. Las consecuencias de este Modelo perduraron social y culturalmente hasta mucho tiempo después de la desaparición práctica del mismo en la tercera década del siglo XX.
Otras regiones de la América Latina tuvieron desarrollos similares al modelo aplicado exitosamente en la Argentina. La ola de progreso acelerado con afluencia de capitales, modernización tecnológica y optimización de los recursos naturales, llegó con los altibajos propios de cada situación particular a varios países iberoamericanos. Uruguay, Chile, Brasil y México, formalmente estados nacionales independientes, comparten entonces similares efectos modernizadores de sus economías primarias como también lo hace la rémora anacrónica del colonialismo español, Cuba. Más allá de los diversos sistemas políticos imperantes, el capitalismo devenido en imperialismo financiero imponía (no necesariamente de modo violento) a las oligarquías lugareñas la conveniencia de establecer esas alianzas asimétricas pero lucrativas para tales élites nacionales.
La excepcionalidad argentina no radica entonces en el éxito de un modelo común a muchas naciones iberoamericanas. La clave de la misma está en la construcción previa de ese modelo. Construcción que permitió ofrecer un derrotero histórico a imitar por el resto de una Latinoamérica frustrada en su estancamiento. El progreso argentino que su exitoso Modelo Agro Exportador evidenciaba, era simplemente la aplicación práctica de un proyecto formulado por un grupo de intelectuales que en medio del desierto dominado por el despotismo patriarcal y anacrónico de las luchas faccionales y la consecuente dictadura heredera de ese caos, se propusieron una Nación posible. Una larga tarea en la que su principal arma política era su superior formación cultural convertida en compromiso militante. Ese grupo, hasta hoy admirado por vastos sectores del progresismo cultural latinoamericano (que no terminan de entender la indiferencia o hostilidad de sus pares argentinos hacia el mismo) pasó a la historia con el nombre del año del encuentro liminar. Vamos entonces a realizar un pequeño recorrido inicial por la Generación de 1837.

Hijos del mismo tiempo
Casi todos nacieron en la década que inicia el proceso independentista. Uno de ellos, tal vez el más desaforado de todos, gustaba contar en sus habituales ataques de incontinencia verbal que había sido engendrado por sus padres en San Juan en el mismo momento que en Buenos Aires ocurrían los sucesos de Mayo.[i] Lo cierto es que como niños o como adolescentes, todos asistieron en el rol de testigos a las violentas luchas faccionales entre unitarios y federales a lo largo de los convulsionados años 20. En la década siguiente varios de estos futuros militantes siguieron estudios universitarios. Otros, si bien no pudieron acceder a la educación superior, acometieron con empeño de autodidactas suplir la carencia de una formación académica regular con la ingesta de cuanta lectura filosófica o social llegara a sus manos.
Más allá de cada posición social y económica particular, estaban a punto de constituir la élite letrada posrevolucionaria. En ese sentido no difería su situación de la que ocurría en otras geografías, donde el hombre de letras, el intelectual, era reclutado en los sectores burgueses, o a lo sumo en los márgenes fronterizos de “pobres pero honrados”, quedando por ende estrechamente vinculado a las élites políticas. Eran de por sí un pequeño grupo en un país demográficamente reducido a tal punto que el poblar y la forma de hacerlo serán respectivamente un norte y una discusión permanente que trasegará décadas.
Más allá de efímeras incorporaciones y consecuentes desafiliaciones, el grupo fue integrado por (en un deliberado orden alfabético): Juan Bautista Alberdi, Miguel Cané, Esteban Echeverría, Félix Frías, Juan Carlos Gómez, Juan María Gutiérrez, Andrés Lamas, Vicente Fidel López, José Mármol, Bartolomé Mitre, José Rivera Indarte, Marcos Sastre, Domingo Faustino Sarmiento y Florencio Varela. Un calidoscopio regional donde tenían acto de presencia desde Tucumán a la Banda Oriental, junto a San Juan, Córdoba y Buenos Aires, en el intento de construcción de una Argentina posible.

Espacios de sociabilidad
Un espacio de sociabilidad. Eso fue en lo fundamental el Salón Literario, una trastienda de la porteña librería de Marcos Sastre que en 1837 opera como lugar de nacimiento de la asociación formal del grupo generacional que tributaría para siempre su nominatividad en la historia por su pertenencia a ese año liminar.
Sin embargo se habían sucedido algunos intentos previos a ese encuentro fundacional. En 1832 Cané y López establecieron en la ciudad de Buenos Aires una Asociación de Estudios Históricos y Sociales donde los distintos miembros exponían semanalmente y de manera individual sobre temas de carácter histórico, que eran puestos luego a la consideración crítica de los demás. El advenimiento de la dictadura tres años después llevó a la disolución preventiva de la Asociación. No obstante los encuentros siguieron de manera informal. Muchos de estos jóvenes mantenían una cohesión de camaradería forjada en las aulas de un venturoso experimento de integración de las élites interregionales creado en tiempos de la “feliz experiencia rivadaviana”: el Colegio de Ciencias Morales que mediante el sistema de becas permitió la formación en el mismo no solo de la juventud de las clases privilegiadas porteñas sino también de los vástagos de sus pares provincianos.
En esos años ha ido creciendo en mucho de ellos al calor de los acontecimientos que se van sucediendo, la convicción de que están destinados a tomar el relevo de la clase política centralista que intentó guiar desde los inicios del proceso emancipador los destinos de estas geografías. Esa clase ha fracasado rotundamente en imponer su proyecto unitario de organización a mediados de la década del veinte. La magnitud de ese fracaso se torna evidente a principios de la década siguiente con el triunfo final y rotundo en la totalidad del territorio de los distintos jefes federales.
Es entonces cuando estos jóvenes se despegan de modo taxativamente declamatorio del grupo unitario desecho por la derrota. Se consideran a si mismos como una “Nueva Generación”. El corte es etario en primera y fundamental instancia. Y lo seguirá siendo durante muchas décadas, en rigor mientras sus miembros estén con vida. Ese acento explícito puesto en la ruptura por la edad muestra implícitamente otras continuidades con el anterior actor político derrotado en la guerra civil, con el que comparte similar extracción social y cultural.
En ese sentido es correcto el análisis de Halperín Donghi cuando sostiene que en sus inicios la Nueva Generación parece considerar la hegemonía de la clase letrada como el elemento básico del orden político al que aspira, y su apasionada exploración de las culpas de la élite revolucionara y las causas de su derrota, parte de la premisa de que esta es consecuencia de una serie de decisiones insensatas que minaron las bases de esa hegemonía, dejando entonces paso a los jefes del federalismo.
Hay entonces que volver a construir esa hegemonía de los letrados, en este caso trasladados como actor social a la figura de estos jóvenes que toman el relevo de quienes fracasaron. Se justifican en su reclamo de protagonismo al considerar que como grupo de reemplazo son los únicos que cuentan con el acervo de ideas y soluciones que podrán dar la debida orientación a una sociedad en estado de pasividad y resignación frente a la dictadura, tras años de anarquía y conflictos nunca del todo definidos. Son ellos, los nuevos letrados, los que van a encarnar las ideas que esa sociedad necesita y por ende la posesión de las mismas les da derecho a gobernarla.

Un renovado ambiente “culturalista”.
En el campo de las ideas se articula esa aspiración de mando y a la vez se establece parte de la causa del fracaso anterior. Esta Nueva Generación se coloca bajo el signo del Romanticismo, diferenciándose así de sus predecesores, tributarios de un Iluminismo ya anacrónico. Asumirse como románticos excede una simple moda generacional. Son románticos en tanto son hijos de similares experiencias formativas que por cierto exceden el marco de las adquiridas en las fundamentales aulas universitarias.
Hacia 1830 la vocación libresca o “culturalista” de los jóvenes miembros de la élite acentúa un fenómeno de ampliación de conocimientos que por lo menos en la ciudad de Buenos Aires tuvo significativa visibilidad: el número de librerías existentes se duplicó. Un gigante dormido, el medio cultural, despierta en medio de la confusión política. Una amplia gama de escritores da cuerda al despertador. Desde un militar como Tomás de Iriarte[ii], que traduce a Chesterfield, hasta el equívoco y acomodaticio (pero un intelectual de envergadura) Pedro de Angelis, que publica dos colecciones de documentos fundamentales para los futuros historiadores nacionales. Estos libros que salen a la luz dan visibilidad a un torrente de energías creativas que tras largos años de conflictos civiles parecen por fin encauzar a las juveniles élites en su búsqueda de bienes culturales estimables.
En esos propicios y confusos tiempos comienzan a llegar con regularidad desde Europa publicaciones como la Revue des Deux Mondes o la Revue de París. Los miembros de la futura Generación del 37 estudian con atención los provocativos artículos que aparecen en esas revistas revolucionarias escritos por Fortoul, Chateaubriand, Dumas, Saint-Simón, un póstumo y referencial Lord Byron, Hugo, Tocqueville y un sinnúmero mas de autores entre los que destaca por la influencia que ejercerá, Víctor Cousín. Este ecléctico francés que trató de unir el idealismo kantiano con el inductismo cartesiano, se transforma en un ejemplo a seguir como estructura de pensamiento para estos jóvenes que al igual que su inopinado mentor europeo, al combinar -aunque no lo puedan expresar racionalmente- lo que consideran más válido de distintas doctrinas bajo el rótulo en este caso de Romanticismo, más allá que el resultado final torne dudosa su fidelidad ideológica a la doctrina originalmente proclamada.
Este dominante eclecticismo que subyace en el discurso general de la Generación de 1837 hará que uno de sus más lúcidos representantes, Juan Bautista Alberdi, comente en su vejez ya de vuelta de sus entusiasmos juveniles, entre irónico y escéptico: “-nosotros creyéndonos románticos, fuimos en realidad positivistas sin saberlo”.

La vanguardia de la clase letrada
Son eclécticos pero coherentes en su accionar. Esa coherencia está dada por asumir una noción básica: la soberanía debe pertenecer a la clase letrada que detenta de modo exclusivo el sistema de ideas que forzosamente debe tener aplicación práctica para el bien político y moral de la Nación que se pretende construir. En ese sentido el pragmático Cousín con su principio de soberanía de la razón, los justifica y avala. Será esta una convicción inquebrantable que brindará coherencia a la tortuosa y a veces contradictoria marcha que los miembros de la Generación del 37 emprenderán en un derrotero que durará décadas. Dato no menor del tránsito consecuente por tan largo camino es que siempre se considerarán a sí mismos como parte fundamental de esa clase letrada, asumiendo el rol de permanentes vanguardistas de la misma. En virtud de tal convicción, la articulación de esa élite letrada con otros actores sociales de peso no es considerado por los hombres de la Generación de 1837 en los momentos iniciales, algo fundamental ni menos condicionante.
Es por eso que en las prácticas concretas de ese tiempo inaugural, muchos de estos jóvenes de las variopintas élites regionales argentinas se entienden como partes indisolubles de una comunidad intelectual, de un círculo de pensamiento que debe -y es su deber- hacer “entrismo” coyuntural en el hegemónicamente dominante federalismo que para ellos no es más que una facción ideológica triunfante cuya indigencia ideológica reclama perentoriamente de guías políticos.
En 1837 la Nueva Generación -a la vez flamante y antigua cofradía- aún consideraba posible actuar de esa manera. Un año después abandonarán para siempre estas abstracciones teóricas que se daban de bruces con una realidad incontrastable. A pesar de ellos mismos, que se habían creído parte de una aséptica entente con el biliático dictador porteño, la agudización de conflictos que los superaban los lanzará definitivamente a un compromiso y una militancia cuyos resultados, antes prácticos que teóricos para el nosotros de estos comienzos del siglo XXI, una vez superadas las antiguallas de un políticamente direccionado discurso historiográfico revisionista, se tornan evidentes, en especial en términos mas que del nos argentino, del ellos iberoamericano.
Tal vez esta constante admirativa continental pueda ser simbolizada en la actitud de Pedro Henríquez Ureña, una de las grandes figuras del pensamiento latinoamericano a quien las tempestades políticas de las primeras décadas del siglo XX le llevaron a un derrotero de exilio culminado dignamente en el ejercicio de la docencia en la Universidad de La Plata. Henríquez Ureña agradecía tácitamente en múltiples escritos haber encontrado refugio cultural en esta sarmientina Europa Mediterránea de las pampas. En 1938 este dominicano prologaba una edición del Facundo, sosteniendo medularmente que el drama de la América indiana y mestiza era que aún no había tenido su batalla de Caseros. En su desaforada tierra, sometida a la ley del garrote empuñado conjuntamente por el amo imperial y el sátrapa local en idéntica situación a la imperante en la patria del nicaragüense Rubén Darío (aquel que cantara ilusionado a la lugoniana Argentina del modelo agroexportador exitoso no solo por sus ganados y sus mieses), se podía entender mejor la dicotomía sarmientina entre civilización y barbarie. Argumentaba que mientras nuestra provincia de San Juan había quedado gracias a la prédica y la acción de décadas de su hijo más dilecto y de los conmilitones generacionales de este, definitivamente del lado de la civilización, Managua no, Santo Domingo no…y así los “no” multiplicados del Río Grande abajo, hasta el tope del septentrión definitivamente europeo que comenzaba donde culminaban las británicas vías férreas de trocha ancha.
Más allá de “facúndicas” nostalgias de pensadores nacionalistas que nutrirán interesadamente el panteón del Olimpo revisionista con arcádicas representaciones del pasado, la Argentina es ineluctablemente la consecuencia social, política y cultural de una idea central expresada siglo y medio atrás en múltiples variaciones por esos intelectuales que se asumieron a si mismos como una Nueva Generación.
Nosotros, beneficiarios a veces putativos y siempre irresponsablemente prescindentes de esta excepcionalidad argentina no reconocida por los propios argentinos pero si por sus pares latinoamericanos, solemos frecuentemente caer en el parricidio iconoclasta cuando con preconceptos dignos de la pasión política coyuntural pero no de nuestro anclaje histórico incontrastable como ciudadanos de esta australidad geográfica, humana y culturalmente occidental, juzgamos con nuestros valores del presente a quienes constituyeron la Generación de 1837 y que fueron, ni más ni menos, los hombres que posibilitaron con su compromiso de militancia intelectual, que un desierto en manos de un bilioso autócrata discrecional, se convirtiera en una Nación.
Una Nación por cierto en un principio políticamente autoritaria y socialmente restringida, pero previsible y con inédita capacidad de ampliar el concepto de ciudadanía a progresivas capas de su población. Capacidad esta que dotó de contenido a la mera normativa de 1853, cuando 1912 y 1947 marcaron a partir de algo aparentemente menor como fueron las leyes electorales sancionadas en esas fechas, una realidad de integración social, fenómeno este no solo producto de las coyunturas de cada momento histórico en particular, sino de esa idea fundacional de la Nueva Generación.
Una Nación que pese a sus cíclicos y recurrentes altibajos, sigue siendo en su sostenida acumulación de racionalidad política y cultural en términos sociales cualitativos y cuantitativos, un faro para todas sus hermanas de Latinoamérica. Lo que no es poco.

Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar



BIBLIOGRAFIA
HALPERIN DONGHI, Tulio. Una Nación para el Desierto Argentino, Ed. Prometeo, Bs. As., 2005.
KATRA, William H. The Argentine Generation of 1837, Emecé Editores, Bs. As., 2000.




[i] CESARETTI, Fernando y PAGNI, Florencia. “Sarmiento contra la oligarquía ganadera pampeana” en Revista La Memoria de Nuestro Pueblo, Nº 22. Rosario, 2006.
[ii] Las Memorias Póstumas de Iriarte darán comienzo a uno de las banalidades de mayor perdurabilidad en la vulgata histórica-chismográfica argentina, esto es la homosexualidad (o no) de Manuel Belgrano. Iriarte relata en las misma, asumiéndose en el rol de testigo presencial, el “arrebol” con el que Belgrano miraba en un baile en Salta al alférez Gregorio Araoz de Lamadrid, agregando “como al pasar” los ascensos meteóricos que en los meses posteriores otorgará el ex secretario del Consulado al futuro “general vidalita”.